Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León - Simone Arnold-Liebster


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buscando y prestando atención. Un día aparecerá. Está en tu interior.

      —Papi, ayer por la noche cuando estaba en la cama las piernas me hablaron.

      —¿Sí?, y ¿qué te dijeron?

      —Que querían cambiar de postura.

      —¿Y qué les contestaste?

      —Cambié de postura.

      —Esta vez eran los músculos, pero algún día esa misma sensación surgirá en tus pensamientos, y entonces, tendrás que escuchar y hacer lo que digan.

      Enseñar a Claudine era una tarea muy seria para mí. Cierto día estaba sentada en mi “clase” viendo coser a mamá, cuando papá entró en la habitación. Me alegré, hasta que su mirada se fijó en la pequeña muñeca sentada en la estantería. ¡Me sentí como Zita, que cuando hace algo malo se esconde bajo la cama!

      —¿De dónde salió esa muñeca?

      Esa pregunta me traería problemas.

      —¿A que es bonita? La escogió Simone —respondió mamá sin levantar la vista de su trabajo. Yo estaba rígida, quería escabullirme de la vista de mi padre.

      —Debió de ser muy cara. ¡Estas miniaturas siempre lo son! —¡Estaba perdida! Miré a mamá. Ella seguía cosiendo.

      —Por cierto, Adolphe, hablando de cosas caras, ¿sabes cuánto costaría una bicicleta nueva?

      —Sí, y no podemos permitírnosla. Es demasiado cara.

      —¿Cuánto tiempo más tendremos que ahorrar?

      Mi adorada madre había mantenido el secreto. ¡Qué alivio! Una vez en la cama esa noche, miré a la muñeca y pensé en el reparto de galletas y chocolate. Recordé las caras de felicidad de mis compañeras de clase. Y entonces, mi corazón comenzó a latir con fuerza. Con todo el dinero que yo había cogido, papá podría haberse comprado una bicicleta nueva. Mi corazón palpitaba cada vez más rápido. ¿Era eso mi “conciencia”? ¿Cómo podía saberlo? No podía preguntárselo a papá sin desvelar mi secreto… ¡qué situación tan horrorosa!

      A la mañana siguiente, quité la muñeca de mi vista. Lo hice todos los días durante algún tiempo. Pero todas las noches aparecía de nuevo en su sitio. Mi corazón latía cada vez con más fuerza. Por las mañanas temblaba cuando quitaba la muñeca de la estantería y la escondía. Pero un día ya no pude volver a hacerlo. La presencia de mi madre era insoportable; y su silencio, una losa pesada sobre mí. ¡Ahora tenía conciencia! ¡Y me estaba hablando!

      ♠♠♠

      Cierto día en clase se desveló ante nosotros una sobrecogedora imagen cuando Mademoiselle comenzó a describirnos vívidamente el trono de Dios y a los ángeles que Él había creado. Estos ángeles estaban alrededor del trono tocando música celestial con arpas doradas. Yo deseaba con todas mis fuerzas estar con ellos.

      —Los seres humanos no podemos verlos porque son espíritus. Y nosotros no podemos ver a los espíritus. Los ángeles tienen grandes alas y vuelan en el cielo.

      Después de ese discurso tan inspirador, tuve dificultades para concentrarme en la aritmética. Tras otras dos horas de clase, vino el sacerdote a darnos catecismo en la clase de religión.

      Entró en el aula a las 11.00 de la mañana.

      —Bendito el que viene en el nombre del Señor —dijo con voz ceremoniosa.

      Toda la clase se puso en pie y respondió:

      —Amén.

      —¿Sabéis cómo podemos ir al cielo? —preguntó.

      Eso era exactamente lo que yo quería saber.

      —El mejor medio es a través del sufrimiento —respondió—. Cada vez que una persona sufre, es porque Dios lo castiga. Y como Dios castiga a todos los que ama, alegraos y regocijaos cuando estéis sufriendo.

      Al terminar la clase me dirigí al párroco.

      —Padre, ¿por qué creó Dios a los ángeles directamente en el cielo y nosotros, para ir allí, tenemos que sufrir?

      El semblante de párroco se tornó amenazador, y sus ojos se clavaron en mí. En voz alta y temblorosa por la ira dijo:

      —¡Solo tienes seis años y ¿te atreves a juzgar a Dios?!

      —Padre, yo sólo…

      —¡Silencio! Tienes un espíritu rebelde, y si sigues así, ¡vas camino del infierno! ¡Aprende tus lecciones y nunca las cuestiones!

      Con el corazón dolido, me marché lentamente. Estaba terriblemente afligida y avergonzada. Tanto que no quise contarle nada de la clase de religión a mamá. Haría que se sintiese mal. Solo de pensarlo se me llenaban los ojos de lágrimas. A partir de aquel día ya no me sentía tan a gusto en las clases de catecismo. Los oscuros ojos del párroco y su voz amenazadora me molestaban. Parecía que solo sabía hablar del infierno. Prefería ir a la iglesia.

      FEBRERO DE 1937

      Los domingos bajábamos por la calle vestidos con nuestras mejores galas. Mamá llevaba un precioso sombrero y papá siempre se ponía una elegante boina que tocaba con su mano derecha cuando la gente le saludaba. Con una mano me agarraba de la mano izquierda de papá y con la otra sostenía mi misal de cubierta perlada. Mamá apretaba su bolso y su misal fuertemente contra el pecho y saludaba a todo el mundo con la cabeza y una sonrisa.

      —Los Arnold van camino de la iglesia, deben ser las 10.00 —decían algunos de nuestros vecinos. Me enorgullecía ver cómo la gente saludaba muy cortésmente a mis padres.

      Nuestra iglesia era impresionante. La puerta se abría de par en par. Los rayos de sol pasaban a través de las altas ventanas e iluminaban el altar dorado, haciendo que la luz de las velas resultara prácticamente imperceptible. Pero para mí, ya no era como antes. Observaba las imágenes y todas tenían caras sobrecogedoras. Ya no podía mirar al sacerdote y a su ayudante durante la Eucaristía, aunque me seguía golpeando el pecho como el resto de la gente mientras repetía:

      —Por mi culpa, por mi culpa, por mi santísima culpa.

      Un agradable día de febrero salimos a dar un paseo después de ir a la iglesia.

      —Deja a Claudine en casa, no puedes llevarla contigo. Iremos de excursión al campo.

      El marrón de la tierra se extendía hasta donde alcanzaba la vista y el verde comenzaba a aparecer en algunas praderas.

      Una cigüeña, el ave del escudo de la región de Alsacia, paseaba por el pantano al lado del río Doller. Zita no dejaba de mover la cola mientras corría de un lado a otro de la pradera, persiguiendo a todo lo que se le pusiera por delante y jugando al escondite conmigo. Los rayos de la puesta de sol danzaban entre las capas de niebla que flotaban justo encima de la hierba. De repente, distinguí a lo lejos a un hombre y a un chico que salían a gatas de debajo de la espesura. Salieron deprisa y desaparecieron rápidamente de la vista.

      Ese domingo por la noche, antes de ir a la cama, mamá se sentó a hablar conmigo. Me sentí incómoda.

      Fijó sus profundos ojos azules en mí con cariño, pero seria al mismo tiempo.

      —Sé que vas a la iglesia cada mañana para rezar antes de ir a clase, pero papá y yo queremos pedirte que no vuelvas a ir a la iglesia sin nosotros.

      ¡Sus palabras me sentaron como una bofetada!

      —Pero ¿por qué mamá?

      —La iglesia es un lugar muy grande en el que no hay mucha luz, y una persona mala puede esconderse para hacerte daño.

      Me cogió de la barbilla y me repitió en voz baja:

      —Nunca vayas a la iglesia a rezar sola, ¿de acuerdo?

      El lunes por la mañana pasé por delante de la iglesia. Mi corazón latía con fuerza. A desgana,


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