Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León - Simone Arnold-Liebster


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bien, sería mentir. Mira pequeña, tu padre trabaja mucho para poder darte algo que comer y pagar el alquiler de la casa. Así que tiene el derecho de tomar ciertas decisiones que conciernen a tu educación.

      Por dentro, yo me moría de rabia.

      —Pero, ¿por qué? ¿Por qué no pudo leer lo que yo quiera?

      En nuestra casa se respiraba un ambiente enrarecido. Mamá seguía sin ir a la iglesia, pero al menos ya no se le quemaba la comida. Papá apenas hablaba, ¡ni siquiera del socialismo! Saludaba a mamá de manera mecánica, sin ternura ni entusiasmo, solo con preguntas.

      —¿A quién has visto? ¿Adónde has ido?

      ¡Qué preguntas más tontas! Papá sabía que solo visitaba al vendedor del ultramarinos, al carnicero y al panadero. ¿Por qué no la dejaba tranquila? Cierto día, su interrogatorio fue peor.

      —¿Me estás diciendo que los hombres que te dieron estos folletos no han vuelto?

      —Efectivamente, no han vuelto y eso me molesta porque tengo muchas preguntas que hacerles.

      Esta respuesta no satisfizo a papá. Estaban tan inmersos en su conversación que no se dieron cuenta de mi presencia. Papá seguía.

      —¿Quién te trajo estos otros folletos?

      —Los encargué yo —y acto seguido sacó nerviosa un paquete marrón con sellos—. Aquí tienes la prueba —añadió enfadada.

      —¿Por qué encargaste tantos? Y ¿dónde están todos?

      —Encargué tres diferentes folletos y ellos me mandaron diez ejemplares de cada clase.

      —Y ¿qué hiciste con ellos?

      —Se los di a algunos vecinos del edificio y de nuestra calle.

      Papá movió la cabeza enojado.

      Yo estaba escondida en una esquina de la habitación y pensaba que papá había olvidado mi presencia. Quería seguir pasando inadvertida.

      Miró a mamá a los ojos y dijo recalcando cada palabra:

      —¿Ahora te dedicas a distribuir propaganda?

      Mamá palideció. ¿Se defendería ahora? ¡Yo lo haría en su lugar! Papá la estaba tratando como a una niña.

      Después de unos segundos le respondió:

      —Adolphe, todos tienen el mismo derecho de escoger que nosotros, pero para poder hacerlo, deben tener esa opción. Esto no es propaganda.

      Pensé, “¡Bien hecho, mamá!”. Y sin darme cuenta, comencé a murmurar que la gente tenía derecho a leer lo que quisiera y que yo también lo haría. Ambos se giraron para mirarme fijamente, y luego enmudecieron.

      CAPÍTULO 3

      Libros que ampliaron mi perspectiva

      Después de la muerte de Frida, éramos cuatro las niñas que, camino del colegio, pasábamos por la acera de enfrente de los edificios de apartamentos. En uno de ellos vivía una joven que nunca antes había visto. Tosía tan fuerte que se la oía desde la calle. Blanche la conocía. Se llamaba Jacqueline. Tras una larga estancia en un sanatorio, los médicos la habían mandado de vuelta a casa sin haberse curado. Era mayor que nosotras y padecía tuberculosis. Queríamos saber qué clase de enfermedad era esa, y puesto que yo era la enfermera, les prometí al resto que lo buscaría en mi libro de medicina.

      En lo más alto de la escalera de la biblioteca de mi padre, el corazón me latía con fuerza. Podía sentir los golpes en las sienes. Me temblaban las manos cuando intentaba alcanzar el pesado libro rojo de piel del “doctor en casa”. Decidí sentarme en lo alto de la escalera, de forma que tan pronto oyese a mamá bajar por las escaleras del sótano a guardar las herramientas del jardín, tendría tiempo de devolver el libro a su sitio, bajar y retirar la escalera.

      Una voz en mi interior no dejaba de decirme: “No has pedido permiso. ¡Pero si se lo pido a mamá, me dirá que no! Soy enfermera y tengo que aprender. ¡No voy a arriesgarme a que me diga que no!”. Mis padres ya me habían prohibido leer ese libro que llaman la Biblia. Era muy emocionante hacer las cosas sola. Me gustaba la sensación de hacer cosas en secreto.

      El libro de medicina se había convertido en mi lectura secreta favorita. Me hubiera gustado poder copiar los esquemas, ¡pero podrían pillarme! Y contenía tantas palabras raras… A menudo, la descripción de una enfermedad concluía con la misma expresión: “Es mortal”.

      “Todo sucede según la voluntad de Dios”, dice siempre nuestro sacerdote. “Dios decide el momento de la muerte.” Sin embargo, tal y como se representa en este libro, las formas de morir pueden ser aterradoras. Aun así, tenía que comprender su significado. Se lo había prometido a las niñas. Decidí preguntar a mamá.

      Cierto día le pregunté con cautela:

      —Mamá, ¿qué es la tuberculosis?

      —Una enfermedad. Pero, ¿por qué lo preguntas?

      Debía vigilar la respuesta.

      —Bueno, hablamos de ella cuando pasamos enfrente de la casa de Jacqueline. Blanche dice que no la dejan ir al colegio.

      —Es cierto. Tiene tuberculosis. Ya la tenía cuando Frida era pequeña y la cuidaba.

      —¿Se la pasó a Frida?

      —Seguramente. Eso se llama contagiar. Por eso, Simone, cuando te insisto en que no te sientes en la acera, no es solo porque los perros la ensucian, sino también ¡porque mucha gente escupe!

      —¡Sí, es cierto! ¡He leído que incluso escupen sus propios pulmones!

      —¿Qué has dicho?

      —He dicho que me da miedo que escupan sus propios pulmones. ¿Es esa la enfermedad de la que murió el tío Louis?

      —Así es.

      —Entonces, ¿la tía Eugenie tiene tuberculosis?

      —¡Gracias a Dios no!

      Ya había reunido la suficiente información y las explicaciones necesarias. Podía ir al colegio y advertir a las niñas de que no recogieran nada de la calle porque podía haber pedazos de pulmones tirados por ahí. Como enfermera, era mi obligación hacerles temer la tuberculosis como la temía yo.

      Por fin llegaron las vacaciones de verano para mí y, por primera vez en su vida, para papá. No quería tomarse los días libres. “Pero, no me queda más remedio. La fábrica permanecerá cerrada durante dos semanas.” Como resultado de las concesiones obtenidas por los huelguistas, a partir de 1937 todas las fábricas de Francia estaban obligadas por ley a cerrar por vacaciones. Al menos, con estas vacaciones forzosas el humor de papá podría mejorar.

      Papá tenía un nuevo tema de conversación.

      —Emma, ¿por qué no nos compramos las bicicletas?

      —¿Podemos permitírnoslas?

      Mi muñeca de cinco francos que estaba sobre la estantería hizo que me sintiera incómoda una vez más.

      —Bueno, tendríamos que pedir prestado el dinero al banco. No me gusta la idea porque podría surgir algún imprevisto. Pero, por otro lado, las bicicletas también son una inversión. Podríamos ir en bicicleta por la montaña.

      Nuestras flamantes bicicletas nuevas se convirtieron en objeto de admiración de todo el vecindario. Las dos resplandecientes bicicletas eran de color rojo oscuro con adornos dorados y tenían tres velocidades. Llevaban un asiento especial para mí en el manillar de la bicicleta de papá y otro en la parte de atrás de la bicicleta de mamá. Si subíamos la montaña, me sentaba en la de papá, pero, para bajar, lo hacía con mamá. Planeamos subir hasta los lagos Longemer y Gerardmer. Más tarde, me enteré de que tendríamos que llevar a mi primo Maurice con nosotros. Malas noticias para mí.

      Maurice tenía catorce años, pelo rubio y ojos azules (como el acero).


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