Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León - Simone Arnold-Liebster


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todo lo que él hiciese, escalaría y correría sin quejarme una sola vez, y cuando él confesara que estaba agotado, yo le respondería:

      —¡Pues yo no!

      De vuelta en casa de la abuela, le dije orgullosamente a mi sorprendida prima Angele:

      —De ahora en adelante soy un chico.

      Y para demostrárselo, me encaramé al ciruelo amarillo para agitar las ramas más altas llenas de pequeñas ciruelas dulces. En el momento de saltar, el vestido se enganchó en una rama. Me balanceé hacia delante y hacia atrás hasta que la falda se rasgó y quedé libre. Caí al suelo sobre el estómago. Angele escapó gritando y Joly, el cachorro alsaciano, tiró de mí por el vestido hasta hacerlo pedazos. Me levanté lenta y dolorosamente. ¿Los niños lloran? Decidí morderme el labio y fingir que estaba bien. Tenía la cesta llena de ciruelas. Arrastré aquella pesada carga hasta casa con mucho esfuerzo.

      Todos los animales de la granja de la abuela tenían caras bonitas. De lo contrario, la abuela los vendía. Joly era un perro bonito y musculoso. También era muy fuerte. Pensé que era una lástima que Joly sólo se ocupase de ladrar mientras el tío Germain y el abuelo tenían que traer el heno sobre un inmenso trineo.

      —Angele, ¡podríamos adiestrar al perro para que tirase del trineo cargado!

      Subimos cuesta arriba con Joly y el trineo fabricado por el tío Germain a la parte de atrás de la casa. Atamos a Joly al trineo. En un principio el perro se negaba a andar y tuvimos que tirar de él. Pero tan pronto notó que algo lo seguía, comenzó a correr cada vez más rápido cuesta abajo. Al principio, nos reíamos, pero pronto nuestra risa se tornó en pánico. Joly bajó corriendo los ocho escalones entre el taller de Germain y el corral. Los ruidosos golpes del trineo contra los escalones de piedra hicieron salir a todo el mundo de casa, excepto al tío Germain que era sordo y estaba aserrando madera. Joly quería librarse de sus arreos. Saltó a la fuente labrada en granito e hizo pedazos el trineo al tiempo que salpicaba a todos los presentes. Los ojos se le salían de las órbitas y la lengua le colgaba. A nosotras se nos mandó a la cama a causa de lo que los adultos llamaron “travesura”. No comprendieron en absoluto nuestra brillante idea.

      ♠♠♠

      Mamá me llamó mientras sacaba un enorme libro negro del bolso.

      —Mira lo que he comprado: una Biblia católica.

      —¿Qué es una Biblia?

      —Es la Palabra de Dios, escrita por hombres como guía para la vida.

      Intenté leer algo de ella, pero la letra era tan pequeña que tropezaba con las palabras.

      —Todas las mañanas te la leeré, mientras desayunas.

      ¡Al menos mi madre no me trata como a un bebé!

      —Siéntate a mi lado —dijo, y abriéndola por la primera página, me mostró las firmas de algunos cardenales y obispos—. ¿Ves? Tiene la aprobación de la Iglesia Católica y del Papa. Todo párroco tiene un ejemplar. Papá no podrá prohibirnos leer una Biblia católica, ¿verdad?

      —No, claro.

      —La pondré aquí al lado de la radio. No queremos esconderla, ¿verdad que no?

      —No, así papá también podrá leerla.

      Pero no lo hizo.

      Las semanas que papá trabajaba de turno de mañana, disfrutaba de la prometida lectura de la Biblia mientras comía mis emparedados de mermelada y mantequilla y bebía chocolate caliente, cuyo olor impregnaba todo el apartamento. A veces, mamá me leía una o dos oraciones un par de veces, y añadía: “Recuerda esto” o “¿Lo has entendido?”, y me volvía leer unas cuantas palabras de la oración anterior. Así me facilitaba el aprendizaje y la repetición de los versículos. Gracias a estas lecturas diarias de la Biblia, tenía algo especial que compartir con mis compañeras de clase.

      Yo creía que papá estaba enfermo, que incluso podía padecer una enfermedad contagiosa, porque comenzó a separarse de nosotras e incluso de nuestros vecinos. Estaba muy preocupada por él. Cada día mamá preparaba sus comidas favoritas. No obstante, día tras día, se repetía la misma cantinela. Papá decía con el ceño fruncido y un tono de voz hosco mientras extendía la mano:

      —No eches tanto que no tengo hambre.

      Me sentía fatal. Papá sobrevivía a base de cigarrillos. Inmediatamente después de cenar, se levantaba de la mesa e iba a fumar un cigarrillo mientras escuchaba las noticias de la noche. Zita lo miraba, esperando que la acariciara. Pero papá no parecía darse cuenta de aquellos ojos implorantes. Sin embargo, tan pronto llegaba la hora de sacar a Zita, papá no nos lo pedía ni a mamá ni a mí. Él mismo se encargaba de sacarla a dar un largo paseo.

      Ya no hablábamos como una familia. E incluso cuando yo no estaba, mamá y papá tampoco hablaban. Una y otra vez llegaba a la misma conclusión: Papá tenía que estar enfermo, quizás había contraído algo contagioso. Si salía al balcón, se ocultaba detrás de la persiana para evitar hablar con nuestra curiosa vecina, la señora Huber. Es más, nuestros vecinos debían pensar que todos teníamos algo contagioso, porque ellos también nos evitaban.

      En el colegio, mi popularidad había disminuido. Ya no era la líder o la profesora. De algún modo había dejado de ser popular. “No importa”, me repetía a mí misma. Mamá siempre decía:

      —Tú no debes ser como todo el mundo, tú debes ser una señorita.

      Y durante bastante tiempo, este se convirtió en otro de mis objetivos en la vida. Algún día yo también calzaré zapatos de piel de cocodrilo y llevaré un collar de tres vueltas y guantes.

      Mi maravillosa mamá colaboraba para que yo alcanzase mi objetivo de ser una señorita. Cierto día acompañé a mamá a una tienda de telas, pues quería escoger un retal. Yo necesitaba un nuevo abrigo sólo para los domingos. Mientras la dependienta nos mostraba algunos tejidos, decía:

      —Este está de moda. Este o aquel lo escoge todo el mundo.

      Inclinándose hacia mí, mamá dijo:

      —Simone, escoge tú, pero recuerda que tú no debes ser como el resto de la gente. Debes ser tú misma. Solo hay una Simone Arnold. Cada persona tiene su propio gusto y tú debes ser una señorita. Las señoritas no copian, crean. Crean su propio estilo.

      El asombro de la anciana dependienta se reflejaba en sus ojos. Simplemente nos miraba boquiabierta. ¡Menos mal que no había moscas volando por allí!

      —Eres muy joven para hacer tu propia elección —acertó a decir finalmente.

      ¿Pero es que no se daba cuenta de que ya no era una niña? ¡Tenía siete años!

      —La calidad y el precio son los únicos límites que te pongo —añadió mamá.

      —¿Podría mostrarnos este, ese y aquel, por favor? —dije señalando varias telas.

      Mamá preguntó el precio y luego dijo:

      —Esta es muy cara, Simone. Estoy segura de que no quieres que tu padre tenga que trabajar toda una semana completa para pagar tu abrigo, ¿verdad? —Acto seguido la devolvió a su sitio en la estantería—. Puedes escoger entre estas dos.

      ¡Era tan emocionante! Yo sería diferente. Lo haría a mi gusto.

      “No debes hacerte una imagen tallada; ojos tienen, pero no pueden ver; oídos tienen, pero no pueden oír. Todos los que confían en ellos llegarán a ser como ellos.” Correspondía a la lectura de la Biblia de ese día. Antes de que mamá hubiera terminado de leerla por segunda vez y la taza de chocolate caliente estuviese vacía, yo ya había arrancado las medallas de la Virgen María de la cadena y de la pulsera, las había arrojado al inodoro y había tirado de la cadena. Inmediatamente después, corrí a mi habitación y rompí en pedazos mi altar. Mi madre se quedó muda y paralizada. Cuando regresé para terminar de desayunar, mamá dijo:

      —Podríamos haber


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