Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León - Simone Arnold-Liebster


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soy yo!

      Mamá me dio instrucciones rápidamente:

      —¡Simone, apresúrate a vestirte para ir a la iglesia con papá!

      Protegidos bajo los paraguas del viento y la helada lluvia de noviembre que venían de frente, papá me preguntó:

      —¿Mamá te dijo que no eras católica?

      —Oh, no, ¡fueron mis compañeros de clase!

      —¿Acaso hablas de religión con ellos?

      —Sí, claro.

      —Porque mamá te enseña.

      —Sí, todos los días me lee una parte del libro del cura, la Biblia.

      —¿Eso es todo lo que hace? —preguntó con voz dubitativa.

      —Bueno, a veces me lee las mismas palabras dos o tres veces para que pueda aprenderlas y repetirlas exactamente tal y como están escritas en la Biblia católica. —Papá se quedó callado—. Papá, dicen que no soy católica. ¿Lo soy o no?

      —Tú eres católica y ¡ya me encargaré yo de que así siga siendo!

      Durante la misa no podía estarme quieta, estaba muy nerviosa. Dondequiera que miraba veía ojos que no podían ver y oídos que no podían oír. Todos aquellos santos y ángeles de la casa de Dios me obsesionaban. Por un lado, la Palabra de Dios decía que las imágenes estaban prohibidas, pero por otro, su casa estaba llena de ellas. Al final llegué a la conclusión de que Dios era como mis padres: te dicen que no toques el fuego, pero ellos lo tocan; que no subas por la escalera, pero ellos suben.

      A pesar del frío que hacía, papá decidió tomar otra ruta de vuelta a casa. Dijo que nadie nos molestaría.

      —¿Cómo llegaron tus compañeros de clase a esa conclusión? ¿Qué pasó?

      —Fue porque me negué a recitar una poesía con mi muñeca.

      —¿Cómo? —la voz de papá se puso tensa.

      —Con la ayuda de mi muñeca tenía que recitar unos versos en clase. Mademoiselle me pidió que recitase el tercer verso. Era una oración matutina de la muñeca, así que me negué.

      Los ojos de papá se oscurecieron y con las cejas formó el conocido signo de interrogación.

      —¿Mamá te dijo que te negases?

      —No, ella nunca oyó el poema.

      —Y ¿entonces?

      —¡No podía hacerlo!

      —¿Por qué no? —Se paró en seco y me miró.

      —Porque Claudine no tiene un corazón con el que orar a Dios, y no está bien jugar con una oración. Claudine no ora. Tiene oídos, pero no puede oír; tiene piernas, pero no puede caminar… sólo es una muñeca. ¡Y las muñecas no oran, papá!

      Por el momento, aquel receloso interrogatorio había concluido.

      Nada más llegar a casa, nos recibió el maravilloso aroma de los platos que mamá cocinaba los domingos. Había preparado una de sus comidas favoritas: chucrut de Bergenbach y un sabroso pastel de Linzer de postre. Pero papá todavía no se había recuperado de su enfermedad, apenas comió. Se levantó de la mesa y se fue al salón a fumar y a tomar el café. Zita no se tumbó a sus pies porque papá estaba inquieto. Tan pronto como mamá se sentó a su lado, explotó y comenzó a acusarla con violencia:

      —¡Estás adoctrinando a Simone a mis espaldas!

      Decidí acudir en rescate de mi madre. ¡Aquella terquedad de mi padre hizo que llegase a odiarlo!

      —¡No volveré a jugar contigo nunca más! ¡No crees lo que te digo! —grité. Y con una patada en el suelo para dar más fuerza a mis palabras, añadí—: ¡Y no volveré a ir a la iglesia! ¡No soy católica!

      Papá se levantó, alto y rígido como una estatua.

      Lentamente levantó su brazo y señaló mi habitación. Con fuerza dijo:

      —¡Tú, escandalosa niña, vete a tu habitación hasta que se te pase ese espíritu rebelde! ¡No quiero volver a verte en lo que queda de día!

      Me alejé a punto de añadir algo.

      —¡Y no digas una sola palabra más, si no quieres recibir una buena tunda!

      No se movió de donde estaba hasta que entré corriendo en mi habitación. Estaba enfadadísima. Me senté en la alfombra, me apoyé en la cama y comencé a llorar, más por frustración que por el castigo que había recibido.

      Mis padres se pusieron a discutir acaloradamente. Hablaban rápido, demasiado para mí. Las únicas palabras que oía era cuando papá se acercaba a mi puerta. De vez en cuando, también me llegaba a través de la puerta alguna palabra de mamá.

      —¡Adolphe, me sorprende que puedas llegar a ser tan irrazonable! ¿Por qué no lees la Biblia católica? ¡Compruébalo por ti mismo!

      Lleno de rencor, e incluso desprecio, respondió:

      —¡Eres una sabelotodo! ¡Claro, desde que lees la Biblia te crees más lista!

      Yo ardía de rabia en mi habitación. ¡Nunca había oído semejante vocabulario!

      Mamá dijo:

      —Déjame hacerte una pregunta: ¿Por qué no enseñan los sacerdotes lo que dice la Biblia?

      Esa pregunta me hizo levantar de un salto.

      —Los sacerdotes la han estudiado durante años. Son los guardianes de la tradición. Esas enseñanzas les pertenecen a ellos. ¿Quién te crees que eres? Tú dejaste la escuela a los doce años.

      ¡Cómo la humillaba papá! Había cambiado tanto. ¡Y yo sin poder salir de mi habitación y decirle algo!

      Por fin mamá se levantó para defenderse. Sus palabras sonaron fuertes y con resolución, como si un martillo golpeara la casa:

      —Adolphe, sé leer francés y alemán. Y cuando en la Biblia se leen las palabras de Jesús: “No llamen a nadie sobre la tierra padre” o “Mi padre en el cielo es mayor que yo” o “Ustedes son mis amigos si siguen mis palabras”, dime, ¿qué hay que explicar? ¿Necesitas a alguien para que te ayude a entenderlas?

      ¡Muy bien mamá, le tienes acorralado! En la habitación la vitoreé en silencio.

      —¡Fíjate! Cuando Jesús dice “en tus manos encomiendo mi espíritu”, ¿se está hablando a sí mismo? ¿Y dónde está la tercera persona de la famosa Trinidad?

      —¡Déjame de textos bíblicos!

      ¡Cómo puede hablar papá tan mal de la Biblia católica! Papá se marchó de casa furioso con Zita pisándole los talones. Mamá me trajo un trozo de pastel y una taza de té.

      —¿Qué estabas haciendo?

      —Nada —murmuré.

      —No te preocupes, continuaré leyéndote la Biblia. Pero tú tienes que obedecer a papá. Compara lo que nosotras leemos juntas y lo que dice el sacerdote. Escucha las dos cosas y escoge.

      Salió de la habitación y, tras decirme que jugara con Claudine, regresó al salón.

      Yo estaba increíblemente triste. No quería obedecer a papá, pero eso era lo que mamá me había mandado. ¡Qué situación más frustrante!

      Más tarde, cuando papá regresó a casa, seguía enfadado. Con un tono que rayaba en el desprecio murmuró:

      —Investigaré ese libro de los Estudiantes de la Biblia, esos de Jehová —y riendo, añadió—: Seguro que ese libro Creación de los testigos de Jehová dice un montón de tonterías.

      ¿Has oído a papá, Claudine? Por fin, va a abrir ese libro que recibió por correo. Papá sabe mucho de astronomía porque estudia los libros.


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