Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León - Simone Arnold-Liebster


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leyendo y tosiendo. Todas las mañanas tenía la misma tos horrible. Quizás también tuviera manchas en los pulmones. Sin duda estaba enfermo: se había vuelto pálido y arisco, a veces, incluso mezquino. Procuraba pasar a su lado sin ser vista.

      ♠♠♠

      En la escuela, el sacerdote hablaba mucho de la natividad, el día que Dios bajó a la Tierra y escogió el pueblo judío de Belén. Sin embargo, no había sitio para él, ni para María y José. Así que toda la familia tuvo que ir a un establo, y una vaca y un burro dieron calor a Jesús con su aliento.

      —Recordad —dijo el cura—, los judíos mataron a Jesús, que encarnaba a Dios, y pidieron que su sangre se volviese sobre ellos y sus hijos. Por eso los judíos están condenados por toda la eternidad.

      En casa, el olor de las galletas de anís había sustituido al de los muebles encerados. Mamá estaba muy ocupada terminando de cocinar los diferentes bizcochos y galletas tradicionales. Estaban repartidos encima de un mantel blanco sobre la mesa del comedor. Las fiestas de fin de año estaban próximas. Serían unas fantásticas Navidades. Desde que papá había leído el libro Creación, se había recuperado y ya volvía a disfrutar de la comida y los juegos.

      Mamá me llamó para ir a comer al comedor. Había puesto el árbol de Navidad en la esquina próxima a la alacena de madera tallada. Traía entre sus manos una caja enorme.

      —Ven a ayudarme —dijo.

      Dejó la caja sobre el sofá y levantó la tapa. Había guardado todas las bolas de cristal de colores del año anterior.

      —Las has guardado... ¡así el Niño Jesús no tendrá que traer más!

      —Simone, siempre hemos celebrado la Navidad, pero el Niño Jesús no existe. Los franceses lo llaman Papá Noel, pero cada país tiene su propio cuento de hadas. Mira cómo se hace. Nunca se ponen dos bolas del mismo color juntas, y los candelabros los pondremos aquí.

      Era divertido, y olía como en el bosque de la abuela. Un tímido rayo de sol se reflejó en el cristal e hizo que el “cabello de ángel” brillara.

      —El sacerdote nos contó que el día del nacimiento de Jesús es Navidad. Por eso se monta un pesebre en la iglesia cerca del altar y ponen encima un bebé tumbado rodeado de muchos animales.

      —El 25 de diciembre no es la fecha del nacimiento de Jesús. Y además, Jesús ya no es un bebé. Él también creció como tú. Luego murió, pero fue resucitado y ¡ahora es Rey en el cielo!

      —Mamá, Zita quiere una galleta. ¿Puedo dársela?

      —Solo una.

      Casi habíamos terminado de decorar el árbol cuando comprendí lo que mamá me acababa de explicar.

      —Pero, si no es el día que nació Jesús, ¿por qué ponemos el árbol? ¿Cuándo nació Jesús?

      —Jesús nació en otoño, no en invierno.

      —¿Y para qué sirve el árbol?

      —No tiene nada que ver con Jesús, su uso se remonta a antiguas tradiciones paganas.

      —¿Y entonces por qué lo hacemos?

      —No quería desilusionarte.

      Yo tenía un ángel de oro de cristal en la mano dispuesta a colocarlo en la punta más alta del árbol.

      —Mamá, ¿Dios aprueba un árbol pagano?

      —Me imagino que no.

      Dejé caer el adorno de cristal, tiré todos los demás al suelo y comencé a hacerlos pedazos con los pies. Me temblaba todo el cuerpo.

      En silencio, mamá barrió los fragmentos de cristal y llevó de vuelta el abeto al balcón.

      Esa noche, bajo las sábanas, el corazón me latía con desilusión e ira. Los adultos nunca decían la verdad. La cigüeña y el bebé, el cuento del Niño Jesús, el árbol que no tiene que ver con Jesús sino con una costumbre pagana... ¡y dicen que sólo es un bonito cuento como los de los hermanos Grimm! Hacen de la religión un cuento. Mi enfado cada vez aumentaba más.

      Mamá se disculpaba:

      —Sí, es cierto, te engañábamos. La gente que no estudia la Biblia no piensa que esté mal celebrar una fiesta pagana, y muchos ignoran que el origen de la celebración de las Navidades se remonta a una fiesta romana de culto al Sol. Tú has escogido la mejor opción, actúa siempre de acuerdo con tu conciencia. Juntos trataremos de desterrar todos los cuentos y todas las mentiras de nuestra adoración.

      Esto me apaciguó un poco, pero algo en mi corazón se quebró. Mis padres me habían estado mintiendo durante siete años ¡y el sacerdote todavía lo seguía haciendo! A partir de ese día, me volví más desconfiada al darme cuenta de que los mayores me podían mentir, engañar y confundir.

      Era imposible llegar a Bergenbach, estaba aislado por la nieve. Esperaríamos a la primavera. Papá jugaba conmigo y con Zita. Lanzaba bolas de nieve al aire y Zita las perseguía. Al terminar estas maravillosas vacaciones, papá me dijo:

      —Mañana, mamá irá contigo al colegio. Tus compañeros tienen razón. Ni tú ni nosotros somos ya católicos. Tu madre ha encontrado la verdad: la Biblia es la verdad y nos apegaremos a ella tanto como sea posible.

      ♠♠♠

      La música, las risas y los juegos habían regresado a nuestro hogar. Papá era feliz de nuevo y me mimaba siempre que podía, volvió a ser tan jovial como siempre. Al volver a pintar y a tocar el violín nos indicó hasta qué punto se había curado. Incluso había dejado de fumar. Debido a que dejé unos cigarrillos de chocolate en su cajetilla de tabaco para gastarle una broma, papá le había dicho a mamá:

      —Siempre critiqué a los sacerdotes que fumaban, así que yo también tengo que dejarlo. Además, ¡Simone necesita un padre que se apegue a lo que dice!

      Papá nunca volvió a fumar y la horrorosa tos que tenía todas las mañanas le desapareció.

      Con mucho entusiasmo, papá trajo el nuevo tejido estampado de algodón para mi habitación que me había prometido hacía tiempo y que había olvidado durante meses. Mamá tarareaba alegremente al ritmo de la máquina mientras me cosía las cortinas y la colcha de la cama. Nuestro joven vecino de abajo, Jean, empapelaría enseguida mi habitación mientras nosotros estuviéramos en Bergenbach. Después de darme una serie de lecciones sobre colores fríos y cálidos, papá me dejó escoger el color de mi habitación. No escogí el azul porque no quería congelarme en mi cuarto.

      En la escuela ya nadie quería oír mis citas de la Biblia, y la manera de reaccionar de la profesora era una muestra de cómo nos veía la gente. Ya no era su favorita. Siempre que podía, Mademoiselle me pasaba por alto y raras veces me daba la oportunidad de responder a las preguntas en clase. Sin embargo, la atmósfera apacible y feliz que reinaba en casa compensaba la frialdad de la clase. Me di cuenta de que esto ya había ocurrido en el pasado. La profesora hablaba a menudo de los primeros cristianos en la época de los romanos. Siempre que los niños habíamos hecho un buen trabajo, nos contaba la historia de Fabiola, Nadine, Ben Hur y del famoso libro “Quo Vadis”.

      Entre las obras de la colección de arte de papá que teníamos en casa, había una reproducción de un cuadro italiano que representaba a los primeros cristianos en la arena romana dispuestos a ser devorados por los leones o a morir quemados antes que renunciar a sus creencias. Desde el primer año que fui al colegio, quise ser como ellos. Pero había algo que no podía entender: ¿Por qué nadie quería saber más de la Biblia? La situación todavía empeoró más. Tan pronto como mis padres me sacaron de clase de catecismo, mis condiscípulas empezaron a odiarme. Las mismas niñas a los que yo les había dado pan, galletas y chocolate, ahora estaban en mi contra. Me preguntaba por qué lo hacían. ¿Qué había cambiado?

      Cuando el sacerdote impartía clase de catecismo, yo asistía a unas clases de educación cívica especiales que el director de la escuela me daba. Un día después de clase de


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