Sola ante el León. Simone Arnold-Liebster

Sola ante el León - Simone Arnold-Liebster


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tenía que meter las manos bajo las tiras de la mochila. En un par de ocasiones tuve que posar en el suelo la carga. El murmullo del arroyo me hizo pensar en ir a refrescarme. Sin embargo, la advertencia de mamá me resonaba en la cabeza:

      —Si sudas, nunca te mojes los pies, si no quieres ponerte enferma. Mira la artritis que tengo en los pies… por hacer eso, los tengo así.

      Al volver a enfrentarme con el empinado camino que llevaba a la granja, me dieron ganas de gritar. Pero, al oír los ladridos de los perros, el cacareo de las gallinas y el borboteo de la fuente, recuperé las fuerzas. Cuando vi a mi prima pequeña, que no había crecido como yo de la noche a la mañana, erguí la cabeza.

      Cada día que pasaba la abuela estaba más y más irritable y melancólica. Su hija favorita, la tía Valentine, pronto se mudaría a Cusset, cerca de Vichy, donde su marido había encontrado un apartamento.

      Incluso la tía Eugenie ya no nos entretenía con acertijos, juegos ni canciones. Sus patronos, la familia Koch, también se habían mudado por seguridad al interior de Francia. No obstante, la abuela le había ordenado:

      —¡Tú te quedas aquí! ¡No tienes nada que hacer en Francia!

      Los rumores sobre una inminente guerra se extendían rápidamente. El abuelo estaba en contra de la guerra, la abuela a favor. En la planta de abajo, la conversación entre las cuatro mujeres se acaloró.

      —Angele, no te preocupes. Mi padre sabe cómo frenar la guerra, tan sólo hay que quitarles los uniformes a los soldados y dejarlos en ropa interior.

      ¡Ambas estábamos seguras de que funcionaría!

      La última reunión familiar se convirtió en un grupo de corazones rotos alrededor de una mesa servida para una fiesta. A Angele y a mí no nos afectó. Esa tarde llevaríamos a cabo una ceremonia solemne. Una vez en el ático, nos pusimos los vestidos y zapatos de señoritas del siglo anterior junto con lazos y cintas para realizar un juramento sagrado. En aquel ático habíamos descubierto todo aquel montón de periódicos amarillentos y sus historias, novelas felices y novelas tristes, e incluso dramas sobre la Inquisición. Pero ahora todo aquello pertenecía al pasado. Era el momento de realizar aquel solemne juramento de mantenernos fieles una a la otra. Nos comprometimos a intercambiar por correo los deberes de nuestras muñecas.

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      En el piso de abajo, la conversación de las cuatro mujeres estaba subiendo de tono.

      —¡Los Bibelforscher son espías de los comunistas! —gritó la abuela.

      —¡Debes ganar muchísimo dinero con esas visitas que haces! —chilló la tía Valentine.

      —¡Para eso sí que tienes bien los pies! —añadió la tía Eugenie.

      —¡No seas tonta! ¡Estás haciendo ricos a sus líderes americanos! —dijo sarcásticamente la tía Valentine.

      —¡Los judíos te pagan para que socaves la autoridad de la Iglesia Católica! —añadió la tía Eugenie.

      La abuela recalcó con voz amenazadora:

      —Si quieres seguir siendo miembro de esta familia, abandona esa secta.

      La tía Valentine, la tía Eugenie y la abuela continuaron con su ataque verbal.

      En un instante, bajé las escaleras y entré en la habitación.

      —¡Sois todas unas mentirosas injustas y mezquinas! —grité.

      Mamá me interrumpió y me sacó fuera de la mano.

      —Vete a jugar al granero. ¡Esto no es asunto tuyo! —dijo. Llamó a Angele. Mi prima de pelo rizo también estaba rabiosa por lo que había oído.

      —¡No pienso jugar con una pagana!

      —¡Soy cristiana!

      —¡Eres una pagana!

      —¡Yo soy…

      Mamá tuvo que separarnos. Angele se introdujo en casa cantando su canción favorita, La Marsellesa, el himno nacional francés. Esto avivó todavía más la ira descontrolada de la abuela.

      —Papá acaba de salir para Krüth a ver a tu padrino. Vete con él —me ordenó mamá.

      ¡Buena idea! Me encantaba estar con el padrino. Era muy amable y valiente. Tenía un precioso jardín con árboles frutales, y mi primo Maurice ya no estaba allí, así que me podría divertir tranquila.

      Las ciruelas del padrino eran dulces como la miel. Fui hacia la ventana y miré al interior. Pude ver sobre la mesa dos vasos con un poco de kirsch y un libro que papá había traído de regalo.

      —¡Llévatelo o lo quemaré!

      —¡Pero si es una Biblia católica!

      —¡Cualquiera puede decir eso!

      —Te lo demostraré —le dijo papá mientras tomaba la Biblia—. Mira, aquí dice lo mismo que cuando se lee el evangelio en la iglesia. El problema es que lo leen pero no lo practican.

      Mi amable padrino se levantó de un salto y se puso rígido como una estatua. Tiró la Biblia afuera y señaló la puerta. Papá se irguió lentamente pálido y sin habla. El padrino lo agarró del cinturón y lo echó fuera de casa por la puerta principal. Al llegar yo a la puerta principal, vi lo que pasaba. Mi padre tenía los ojos vidriosos y estaba allí de pie sin decir una palabra.

      —¡Ojalá nunca te hubiera criado! No quiero volver a verte a menos que te arrepientas y vengas conmigo a confesarte y comulgar en mi presencia. Y no me mandes a Emma o a Simone a verme. ¡Para mí tu familia ya no existe, a menos que vuelvas a la Iglesia! ¡Seréis condenados!

      En Dornach, el señor Eguemann podía matarnos con un hacha. Éramos blanco constante del sacerdote de la parroquia, que cruzaba la calle sólo para escupirle a los pies a mi madre, aunque yo fuera con ella. Y ahora, expulsados de ambas familias, sí que nos sentíamos realmente “condenados”.

      OTOÑO DE 1938

      Mis padres intentaron reconciliarse sin transigir en cuanto a sus creencias. Sin embargo, ¿no habían fijado nuestros parientes un precio muy alto, fuera de nuestro alcance? ¿Cómo podríamos fingir nuestra vuelta a la Iglesia sólo para satisfacerles, sin sacrificar la paz de nuestros corazones? ¿Cómo podríamos negar la verdad de la Biblia? Tras muchos intentos de hablar con ellos, se nos puso claramente de manifiesto que su postura era inamovible. Para abrirnos sus puertas y corazones, nos exigían que volviéramos a la Iglesia.

      —No puedo actuar en contra de mis convicciones, de lo contrario, ¡sería un hipócrita! —concluyó papá.

      —Aunque mi madre me eche de su casa por bautizarme, he hecho un voto. ¡Y lo cumpliré, sin importar lo que me cueste! —dijo mamá.

      ♠♠♠

      Los Testigos celebraron una asamblea en Basel ese otoño. De pie junto a la piscina de Basel, con mi padre abrazándome, me entristecía no poder bautizarme por ser todavía ¡una “niña”! Estaba tan cerca de papá, que pude sentir su profunda emoción cuando mamá se introdujo en la piscina. Entonces, una lágrima resbaló por su mejilla y susurró:

      —Se ha cumplido. —Me miró y añadió—: A partir de este momento, tu madre pondrá a Dios antes que a nadie, aunque tenga que morir por Él si es necesario.

      —¿Y tú, papá?

      —Yo todavía no estoy listo.

      Más tarde pregunté:

      —Mamá, ¿qué quiso decir papá con que todavía no estaba listo? ¿Es que papá no quiere a Dios?

      —Tu padre se toma las cosas muy en serio. Tiene unas normas muy elevadas. Tan pronto como se bautice, tendrá que asumir unas responsabilidades muy importantes en la congregación. Y él todavía no se siente preparado para eso.

      ¿Sería


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