La Tercera Parca. Federico Betti
en el edificio.
–No creo –respondió el hombre.
–Entiendo. Y... otra cosa... quizás ya se lo han preguntado en su momento pero, haciendo memoria, ¿Santopietro recibía visitas mientras estaba aquí? –preguntó todavía Zamagni –Querríamos saber sobre todo si veía con frecuencia a alguien.
–Sinceramente nunca he puesto mucha atención, pero me parecía una persona bastante solitaria y que no veía nunca a nadie –dijo el hombre. –Aunque en alguna ocasión, pocas a decir verdad, vi que llegaba a casa llevando en vilo una persona. Siempre distinta, quiero decir. Como si esta persona estuviera sin sentido o quizás borracha. De todas formas, no se tenía en pie.
–¿Nunca se hizo preguntas con respecto a esto? –preguntó Finocchi al hombre.
–Sinceramente no. A menos que suceda algo realmente particular, dada mi naturaleza pienso sólo en mis asuntos. Por lo que respecta a los episodios de los que estamos hablando, siempre he pensado que podían ser consecuencia de haber salido a beber y a divertirse, en las que quizás se había levantado demasiado el codo.
Los dos policías asintieron.
–Le damos las gracias por el tiempo que nos ha dedicado –dijo el inspector después de una mirada de entendimiento con el agente Finocchi –Si se acuerda de algo más no dude en contactarnos. Le dejo mi tarjeta de visita.
–De acuerdo –dijo el hombre.
–Una última cosa –añadió Zamagni mientras ya estaba bajando las escaleras para volver a la calle. –¿Podemos saber, por favor, cómo se llama usted?
–Claro. Mariano Bonfigioli.
–Gracias. Que tenga un buen día.
–Y ustedes.
Una vez hubieron regresado a la comisaría Zamagni y Finocchi, de nuevo pusieron al corriente al capitán y dijeron que volverían a aquel edificio otra vez para hablar con la familia que vivía actualmente en el apartamento en que había estado Daniele Santopietro.
–Perfecto –comentó Luzzi.
El hombre había sido localizado telefónicamente mientras estaba preparando una infusión a base de frutos rojos.
Pulsó la tecla verde del teléfono móvil y respondió a la llamada. El número del emisor no era visible en la pantalla.
–¿Diga? –dijo, imaginando ya quién estaba en la otra parte de la línea.
–El próximo movimiento será mañana por la mañana a las once en la librería enfrente de las Due Torri, a la derecha de Portugal.
Una frase sencilla y relativamente enigmática, luego la comunicación fue interrumpida.
Como había intuido, quien había hablado era su cliente. El que le había llamado mientras estaba en Sevilla.
Llegado a este punto, no le quedaba más que esperar al día siguiente, ir a donde le habían dicho y enterarse de lo que tendría que hacer.
El murmullo del agua lo apartó de sus pensamientos que le estaban dando vueltas en la cabeza en ese momento.
Apoyó el teléfono móvil sobre la mesa, a continuación puso el filtro a la infusión dentro de la taza de cerámica y echó encima el agua caliente.
Beber la infusión le sirvió para meditar y para prepararse para el trabajo inminente.
Esa noche se fue a dormir temprano y a la mañana siguiente llegó al lugar que le habían dicho con más o menos diez minutos de anticipo respecto del horario de apertura.
Al principio dio una vuelta por las estanterías de la librería, luego se paró delante de las guías de viaje.
Después de haber hojeado un par de ellas fingiendo interés, cuando estuvo seguro de que no sería visto por nadie puso la mano derecha sobre la última guía de Portugal y lentamente la movió hasta notar algo en el costado de la misma.
Rápidamente extrajo el objeto: se trataba de un sobre de papel, como los usados para mandar cartas, con la parte superior pegada.
Sin pensárselo mucho, ya que podría perder un tiempo muy valioso y llamar la atención de alguien, dobló en dos el sobre, se lo metió en un bolsillo de los pantalones y continuó dando una vuelta por el interior del negocio hasta la salida pasando delante de las cajas registradoras.
Por lo que parecía, afortunadamente para él todo había ido como la seda.
V
A la mañana siguiente el inspector Zamagni y Marco Finocchi abandonaron pronto la comisaría para ir a la periferia a un depósito de la policía.
Cuando llegaron estaba esperándoles el vigilante, un hombre de unos sesenta años que trabajaba en aquel lugar desde hacía ya más de un decenio y que había visto pasar delante de sus ojos los más diversos objetos embargados en el curso de las investigaciones, accidentes y otras ocasiones en las que los agentes de policía creían era necesario incautar algo.
–Buenos días, inspector –dijo el hombre.
Zamagni y Finocchi lo saludaron a su vez, luego fueron acompañados al interior del local.
Se trataba de un almacén de grandes dimensiones, esencial en lo que podía ser definido como mobiliario.
–Por aquí.
El vigilante los guió entre coches accidentados, objetos de todas las dimensiones y de las utilidades más dispares, efectos personales diversos, todos subdivididos y ordenadamente dispuestos en el área.
Cada cosa era catalogada e identificada por un número progresivo, de manera que se pudiese encontrar fácilmente, dentro de unos archivos de unos centímetros de alto y colocados en orden en muebles lacados de color negro puestos al fondo del depósito.
–Me han dicho que vosotros estáis aquí para ver en concreto dos cosas –dijo el vigilante después de unos minutos de silencio en los que los tres sólo habían caminado.
Para llegar al fondo del depósito pasaron primero por una zona que parecía un aparcamiento lleno de automóviles confiscados, luego por en medio de unas estanterías de algunos metros de alto.
Y a los lados del depósito había otras habitaciones, todas adaptadas al mismo fin.
–Debemos buscar el 134 y el 528 –explicó el vigilante cogiendo el primer registro –que se encuentran respectivamente... veamos un momento... ¡aquí están! Localización AB004 y H000... parecen letras y números puestos al azar pero en realidad tienen un significado: la primera letra indica un pasillo y el número indica el piso de una estantería. H000 quiere decir que lo que buscamos está en la zona H a la altura del suelo, de hecho se trata de algo de grandes dimensiones, que ha sido puesto en una habitación en la que no existen pasillos ni estanterías.
Los dos policías siguieron al vigilante sin decir nada.
–Ahora estamos yendo a buscar el 528 –dijo el vigilante.
Cuando llegaron a donde encontrarían lo que estaban buscando el hombre cogió una escalera provista de ruedas y subió hasta lo alto de la estantería.
–¡Encontrado! –exclamó, luego descendió hasta el suelo y entregó el objeto al inspector: se trataba del libro rojo que Zamagni había encontrado sobre el suelo de la bodega del local de Mauro Romani el día en el que se topó con Daniele Santopietro la primera vez.
Tener el libro en la mano le hizo recordar el momento mismo en que lo había hallado más de diez años atrás y las sensaciones que había fomentado el resplandor cegador que surgía de aquel objeto.
Instintivamente el inspector tocó la cubierta de raso y un escalofrío le recorrió la espalda.
–Ahora podemos ir a ver el 134 –dijo el vigilante arrancando al inspector de algunos pensamientos que le habían venido en mente desde que había tenido, durante unos segundos, el libro en