7 Compañeras Mortales. George Saoulidis
el pelo. ¡Uf! Qué desastre. Y además tardaría media hora más en llegar allí, lo que la dejaría tirada en Kifisia después de medianoche sin forma de volver. Podría pillar un taxi a su casa pero pagando doble tarifa y en realidad, realmente, no podía permitírselo ahora mismo.
Con estos pensamientos revoloteando en su mente decidió empezar a prepararse y dejar de perder el tiempo. Podría cambiar de opinión en cualquier momento, se dijo.
Se preparó, se salpicó con agua fría, se afeitó las piernas, se cepilló el pelo…, hizo todo el cambio de imagen en tiempo récord.
No quería parecer desesperada, así que se puso una camiseta y unos vaqueros. Pero con maquillaje.
Se miró en el espejo por enésima vez.
Cierto.
¿Cómo lo había dicho Horace? ¿Ir o no ir?
Lo pensó, rumiando el pensamiento en su mente. Estaba a punto de desintegrarse.
¿Por qué se sentía así? ¿Era porque Horace había encontrado de repente a alguien con quien vivir? Podría ser sólo una compañera de piso. Pero nunca son solo compañeros de piso, ¿no? Esa era una de las principales razones por las que ella nunca aceptó su oferta de mudarse. El transporte no le importaba tanto como hacía ver.
Agitó la cabeza. No, no eran celos. Horace era su amigo y, como hombre, solo podía pensar con la polla. Y una mujer extraña, posiblemente drogadicta, que de repente se había mudado ahí era demasiado sospechosa. Querían aprovecharse de él. Robarle. Tal vez peor, sacarle los riñones y venderlos en el mercado negro.
Necesitaba salvar a su amigo.
Tenía que hacerlo.
Se puso brillo de labios.
Ir.
Capítulo 17: Evie
Evie miró el timbre de la puerta junto a la entrada del edificio.
Ya estaba oscuro, y los árboles hacían la atmósfera húmeda y fresca. Se agarró a su bolso y se dio una bofetada.
«¿Qué es lo que te pasa? Has hecho esto un millón de veces», murmuró para sí misma.
Entonces tocó el timbre.
Horace abrió la puerta. Ella le sonrió y él le devolvió la sonrisa algo incómodo.
―¡Evie! Yo, hum…, había cancelado. ¿No recibiste mi mensaje?
―Oh, sí, recibí tu mensaje. Pero he venido para protegerte.
―¿De qué? ―preguntó él, pero ella lo empujó a un lado y entró, lista para cualquier cosa.
No estaba preparada para nada en realidad. Se dirigió hacia el ruido en la sala de estar, y allí había una niña gordita, redonda y guapa. Estaba comiendo helado, justo al lado de una anoréxica que giraba su cuchara en su tarrina derretida.
«Pero. Qué. ¿Coño?», dijo para sus adentros.
―¡Hola! ―soltó en un tono agudo, tratando de ser amigable.
―Hola ―dijo la gordita.
―Hola ―dijo la anoréxica, mucho más despacio.
Horace se acercó a ella.
―Esta es, hum…, mi mejor amiga, Evie. Se ha pasado a saludar.
―Y ya lo he dicho ―trinó Evie―. Disculpadnos un segundo ―dijo y se llevó a Horace a su habitación. Estaba igual que siempre, una apoteosis de estatuillas coleccionables y figuras de mujeres fantásticas.
―¿Qué coño estás haciendo?
―¿Qué? Ya te lo conté todo. Bueno, hasta hoy. Iba a contarte. ¡Conseguí trabajo de gerente en Zillions! ¿No es grandioso? ¿Quieres un poco de helado?
Ella agitó la cabeza.
―Sí, me alegro mucho por ti, pero ese no es el problema ahora mismo. ¿Esas dos viven aquí?
―Sí, por ahora. Tenemos una especie de contrato en marcha… Bueno, no un contrato, un acuerdo. Me están ayudando en mi vida y solo tengo que alimentarlas y dejarlas ver la televisión. No es gran cosa.
―Espera, retrocede. ¿Ayudándote cómo? ―dijo Evie con tono cansado.
―Nada siniestro. Solo…, ya sabes, asesorándome. Gracias a eso conseguí el trabajo de gerente. Ni siquiera lo había pensado y Ava se puso en plan: «tú lo vales», y entonces todo tenía sentido. ―Por alguna razón se subió los párpados e imitó a una mujer asiática con un palo en el culo. Ninguna de esas dos era asiática, así que debía haber una tercera chica.
¿Una tercera chica?
¿A cuántas estaba viendo?
Iba a llegar al fondo del asunto, pero más tarde. Lo primero es lo primero.
―Horace, soy yo, tu amiga. Evie.
―Lo sé ―asintió sin entender.
―¿Confías en mí?
―Por supuesto, Evie.
―Vale. Entonces créeme cuando te digo que esto es sospechoso. Creo que te están estafando.
―¿Qué? ¡No! ―Se alejó de ella.
―¡Horace! Deja de pensar con la polla por un segundo.
―No lo estoy haciendo, de verdad.
Ella le clavó las uñas. ¡Ah! Quería arañarlo, para que lo entendiera.
―¡Horace! ¿Sabes siquiera quiénes son estas mujeres?
―En realidad no. Pero nos estamos conociendo.
Evie se estremeció.
―Por supuesto.
Sonó el timbre de la puerta.
―Disculpa, Desidia definitivamente no se va a levantar y Gula es muy tímida.
Ella frunció el ceño ante el espacio que Horace acababa de dejar, y luego salió corriendo detrás de él.
Había abierto la puerta. De pie, allí mismo, había otra mujer.
Mierda, era delgada y alta y tenía una excelente estructura ósea. Llevaba un abrigo de piel y una mochila con ruedas. ¿Rusa, tal vez?
―Hola, Horace ―dijo con acento ruso―. Soy Lascivia Porneia. ―Ella se inclinó hacia él y exhaló sobre su oreja, luego dijo susurrando―: Me gusta que me llamen Lasci cuando gimen de placer.
Ella vio claramente a Horace estremecerse y su piel electrizarse.
¿Cómo coño hizo eso? Evie nunca había conseguido tal reacción de un hombre.
La mujer a la que le gustaba que la llamaran Lasci en la intimidad caminaba con sus piernas perfectas como si fuera la dueña del lugar. Y Horace la dejó, aunque, en su defensa, Evie no creía que tuviera la fuerza mental para impedirle hacer nada ahora mismo. La mujer entró en el salón y saludó a las demás.
Horace cerró la puerta y Evie le susurró enfadada.
―¿Pero qué coño, Horace? ¿Ahora una prostituta?
―Yo no pedí una prostituta ―dijo inocentemente.
―Claro que no ―le musitó Evie―. Hasta ha traído su bolsa de juguetitos sexuales. Qué discreta y profesional ―dijo irónicamente.
Horace tragó y levantó un dedo para explicarlo.
―Eso no es… Esa es su ropa, probablemente. Ya sabes, cosas de aseo y tal.
―¿En serio? ¿Tengo que decirlo de nuevo?
―Evie, no es así. Y lamento haber cancelado la noche de cine, pero estaba muy ocupado.