Spaghetti Paradiso. Nicky Persico
extraído, previa rotación de 30º, de su lugar.
Yo, convencido, bajé los niveles de defensa a defcon 1, volviendo la mirada hacia el exterior, para comprobar que la persona que debía venir a por mí, mientras tanto, no hubiese llegado.
Sin más acontecimientos dignos de ser contados, la taza humeante se posó sobre el platito preparado precedentemente.
Pedí, siempre amablemente, un edulcorante, indicando al mismo tiempo con la mirada la zona debajo de la barra.
El camarero, con expresión sorprendida y de improviso reflexiva, sacó un sobrecito de la zona muerta, poniéndola sobre el platito, y muy probablemente pensó en una filtración de noticias sobre la logística de su bar.
El café estaba caliente, no viene al caso hacer otras observaciones.
Ni siquiera estuve tentado de hacerle notar que quizás no era excelente, porque sabía bien que la fatiga del cliente preveía, en tales casos, procedimientos operativos que se extendían desde la mirada torva al comportamiento que transmite el concepto de váyase a la mierda y gracias por habernos escogido.
Después de pagar el café en el silencio más absoluto, salí y miré a mi alrededor.
« ¡Abogado!»
Desde mi izquierda llegaba, corriendo y a pie, Cerrati.
Cerrati era amigo/casi cliente del casi abogado Alessandro, desde hacía mucho tiempo. Sus disputas eran, en su mayor parte, unos enredos embarullados e inextricables, pero en el fondo se trataban de situaciones de menor cuantía que incluso un estudiante como yo conseguía, de cualquier manera, resolver de un modo u otro. Nunca había necesitado un auténtico abogado y Cerrati, en cambio, me ofrecía su hospitalidad prestándome algunos fines de semana su casa en la playa, ignorante de que esto retrasaría mis estudios e ignorante, sobre todo, de que había hecho una copia de las llaves.
A esto es necesario añadir el lema de Cerrati: lo intento pero no me explico11. Normalmente, para entender algo de un nuevo caso era necesario bastante más de una hora de conversación y, al menos, seis o siete llamadas al orden.
La famosa frase me lo explique todo como si yo tuviese cinco años, pronunciada en una escena de Philadelphia por Denzel Washington (en el papel de abogado) provocó un rápido incremento de eficacia explicativa en Tom Hanks (en el papel de cliente).
La misma frase, pronunciada un poco antes por mí, provocó en Cerrati una reacción anómala: «Abogado, nunca me lo permitiría».
La vida no es una película.
Por otra parte mi brevísima vida profesional no había sido precisamente luminosa y pavimentada de éxitos.
No es que fuese estúpido, es verdad. Pero no estaba cerca del modelo primero de la clase. La definición más aproximada a mi modo de ser era probablemente un inteligente pero se distrae con facilidad.
Y de esa manera durante el tiempo preciso para licenciarme (más o menos dos eras) me distraje, efectivamente, muchísimo. En particular con el universo femenino, delante del que me quedaba realmente encantado.
El descubrimiento de nuevos universos, ya se sabe, despierta el instinto de exploración y otra serie de instintos.
En ocasiones, con el otro sexo, no se disparaba esa sintonía psico-socio-relacional-sexual, a pesar de las aparentes promesas y de que yo no era exactamente un depredador, como sujeto. Para entendernos, siempre había sido definido como un tipo extraño, desde este punto de vista: necesitaba más cantidad de hechos concomitantes para acabar en la cama con una chica. En definitiva, necesitaba algo que no sabría ni siquiera cómo definir bien, en caso contrario ni siquiera lo habría intentado. No era un chico guapo, seamos claros. Pero a mi manera, gustaba, y sucedía –cómo decirlo –no demasiado a menudo. Sea como sea, cuando la alquimia funcionaba saltaban chispas, emociones absolutas, pasiones líquidas, experiencias irrepetibles. Como la ejecución de una orquesta. El punto de equilibrio perfecto. Es inútil negarlo o fingir no saberlo, ciertas veces no es química, es magia: complicidad, frescura, curiosidad, trasgresión y novedad.
A un paso del Paraíso. Y a dos de la Universidad.
Luego, después de fluctuantes compromisos de estudio, conseguí la licenciatura y llegaron las prácticas de abogacía.
Un período de aprendizaje fundamental en uno o más bufetes, durante el cual el futuro abogado debe probarse a sí mismo e intentar poner en práctica el bagaje teórico acumulado durante los cursos de estudio.
En definitiva, un recorrido formativo, para muchos, que en realidad, para algunos, era definido como la clásica experiencia de noventa grados.
Realmente no a todos se les daba la posibilidad de aprender. Yo, por mi parte, pude, efectivamente, comprender un montón de cosas.
Muchos sostienen que, en la vida, es importante tener unos valores. Una vez observé un furgón blindado, con guardias armados y su cartel de TRANSPORTE DE VALORES. Nunca la ética me había parecido tan maravillosa.
Cerrati me alcanzó cuando estaba ya sin aliento. Estaba vestido como de costumbre, una mezcla entre un burócrata y un director de cine de la transvanguardia francesa.
Llevaba una cartera en bandolera, de piel, ya completamente deforme y desgastada, llena de documentos de origen desconocido, y debajo del brazo unos folios, mezclados con páginas de periódicos y diversos tipos de correspondencia. El conjunto semi encerrado en un periódico semanal que habría hecho gozar a no se cuántos coleccionistas.
«Abogado, cielos, perdone la tardanza, pero aparcar en el centro es siempre muy difícil, piense que mientras buscaba un lugar me ha ocurrido una cosa… Escuche… una cosa terrible… una señora… justo cuando ya había localizado la plaza de aparcamiento… y teniendo en cuenta que yo soy muy prudente… pues esta señora llega disparada, abogado, y digo disparada… porque está claro que siempre se corre… pero a una velocidad de locura… digo yo… hay niños… no se…»
El Cerrati de siempre.
«Cerrati, perdóneme».
«No, abogado, por favor… perdóneme usted… es más… yo…»
«Vale, Cerrati. Comprendo lo que quiere decir. Son cosas que ocurren. A propósito, ¿ha traído los documentos?»
« ¡Claro, abogado!... Sí… aquí están: ¡los he puesto en orden como me ha dicho usted!»
Mientras pronunciaba estas palabras me dio los expedientes que había observado antes. El concepto de orden, desde el punto de vista de Cerrati, era la demostración científica de la eficacia del término relativo. Bien. El montón informe de papel arrugados era para mí. Dudaba instintivamente si cogerlo y Cerrati tendió las manos un poco más. Me armé de valor.
«Gracias, Cerrati: los miraré en cuanto pueda»
« ¡Por Dios! Claro… sí… yo pensaba… quizás usted, con todos sus compromisos importantes… yo debo estarle agradecido…»
Todos sus compromisos importantes, sí, claro.
«De acuerdo. Ahora tengo que irme, porque por desgracia, sabe, tengo otra cita, y no puedo llegar tarde.»
« ¡Ah! Pero escuche, abogado, que si tiene unos minutos le explico… a grandes rasgos…»
«Gracias, Cerrati, pero prefiero hablar de ello con conocimiento de causa: en cuanto termine yo le llamo…»
En cuanto escuchó esto Cerrati, de mala gana, se alejó, viendo como se desvanecía la ocasión de tenerme allí al menos una hora larga para ilustrarme sintéticamente sobre el caso. Yo, en cambio, a las 16:45 hora local estaba ya de vuelta: tenía una cita.
***
Apenas había cerrado la puerta a mis espaldas cuando el fax que estaba al lado de Fanny, después de un campanilleo sutil, comenzó a