Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas. Diego Maenza

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de amor son ridículas

Todas las cartas de amor son ridículasDiego Maenza

      © Diego Maenza, 2020

      © Tektime, 2020

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      PRÓLOGO

      Abelardo mira hacia el cielo. Sonríe, satisfecho, como no lo ha hecho en días, como no lo ha hecho en semanas. Las nubes se agolpan en un gris brumoso, premonitorias. Sus piernas, nerviosas y excitadas, lo conducen por la vereda, pero su mente se encuentra imaginando el inminente encuentro con Eloísa, el amor de su vida. Bajo su axila derecha porta el manuscrito, apretándolo como si lo protegiera con anticipación de la borrasca que se avecina. Siente la brisa rozar su rostro, despeinar sus cabellos saltones, acariciarle los pómulos. Abelardo mira hacia el suelo. Observa la basura que vibra al compás del viento. Sus pies bajan a la calzada, despreocupados, al igual que su instinto soñador, al igual que sus ojos inquietos que se extravían por nueva ocasión en las formas del celaje. Por ello no se percata del coche que atraviesa raudo la avenida, por ello no avanza a escuchar sino hasta en el último e inútil instante la bocina desesperada del también imprudente conductor. El metal del vehículo impacta el cuerpo de Abelardo. Su piel cruje, su carne se lacera, sus huesos se destrozan, su golpeada anatomía es eyectada varios metros en el mismo sentido que lleva la brisa. Ciertas salpicaduras de su sangre se confunden, mixturan, integran, con el capó bermellón del automóvil. La cabeza del muchacho se impacta contra el pavimento y propicia el traumatismo. La lluvia empieza a caer, muy delicadamente. El viandante más despreocupado, cuya naturaleza inquisidora propia del ser humano en él estará más enfocada en verificar los detalles circunstanciales que en encauzar su atención hacia el centro del incidente (quizá con la intención de sacar provecho materialmente de la trágica situación), será la única persona que notará las cuatro palabras que encabezan el manuscrito que ha ido a parar cerca de una alcantarilla, aquellos cuatro vocablos que ya empiezan a diluirse por toda la página debido a la insipiente garúa, y que constituyen el título de la obra que anhela publicar el malherido joven Abelardo: Teoría de los afectos.

      CAPÍTULO UNO

      Hablar de ella (siempre lo he dicho y lo mantengo) es hablar de la criatura menos común. ¿Qué podría decir de ella que no suene a algo trillado o a frase fácil, a tópico manido? El problema no radica en la carencia de anécdotas sobre las cuales disertar, la complicación resulta lo contrario, porque de hecho hay demasiados prodigios que podría comentar acerca de su vida que el asunto es que no me decanto por el que dará inicio a esta historia. Y debo tomármelo con calma. Detallar su vida será un proceso interesante, pero podría ser un inexcusable desliz de mi parte errar por un momento. Quizá algún otro interlocutor más locuaz sea la persona apropiada para captar su esencia con exactitud y objetividad; no obstante, mi pretensión es mucho más ambiciosa: necesito, en este proceso, poner de manifiesto lo que ella ha significado para mí. ¿Dónde encontrar la más cristalina fuente de verdades sino en ella? Para sus labios la mentira está vedada y esto la faculta para hacer conmigo lo que desee. Su lucha por ser mujer ha forjado al más utópico animal que porta una desesperada idolatría hacia la vida. Le gusta amar… Le gusta amarme. Entrar en detalles de su ser sería profanarla. ¿Acaso los creyentes han intentado describir a sus dioses? Pero debo asumir el riesgo, aun a costa de no salir indemne del intento. Su carácter crudo y señorial, los senos altivos que dibujan curvas en el aire, la voz de melodía pegajosa y dulce, la mirada traviesa pellizcándome en caricias indelebles, su inteligencia práctica y su espíritu generoso, el zarpazo invisible de sus caderas chocando contra el viento en su peculiar manera de caminar, su sentido del humor, la hábil sonrisa diseñando su perfil picaresco. Eso y más es ella. El prototipo de mujer perfecta. Un ser novelesco transmutado a la realidad. Su nombre es Eloísa.

      Mi nombre era Eloísa y ya no soy joven. No después de todo lo que ocurrió. Incluso con el paso de los años y pese a la juventud de mis células, me encontré carcomida por una vejez espiritual que he conservado hasta hoy y que nunca abandonó mis venas. El cuerpo a veces es el reflejo del alma y en otras ocasiones su tortura. Porque nacimos en un tiempo y en un espacio en el que la belleza es sinónimo de desdicha, aunque se empeñen en decir lo contrario.

      Yo era delgada y bella, grácil y frágil como la gacela que muestra su esbeltez sin percatarse de que hienas hambrientas y lobos famélicos acechan desde las sombras.

      Hoy, contándote esto, joven amiga, puedo incluso saber lo que pensó cada uno de ellos en el momento del incidente. El primero, el gordo, se había fijado en mis delgadas y morenas piernas que se mostraron apetecibles para su voracidad de rapiña. El segundo, el más fornido, se fijó en mis senos nacientes, pequeños botones que sobresalían en mi blusa y que incitaron al hombre a morderlos durante toda la faena. Y al tercero, al jovencito, le despertó el apetito la vistosidad luminosa de mis glúteos torneados y firmes a base de aeróbicos y danzas contemporáneas. Todos eran unos cerdos.

      CARTA UNO

      Te dibujo, como si delineara bajo la suave espesura de la lluvia un rostro imaginario y perfecto cuyos hoyuelos precisos se balancean paralelos sobre las mejillas. Te hago sonreír, haciendo que dormiten tus dolores y tus obligaciones consuetudinarias que manejan tu rostro como titiriteros de tu destino. Te hago vivir cual soñado anhelo implantado en lo más hondo de ti.

      Iniciar una carta de amor es tan difícil como dar comienzo a una historia que no contenga algún elemento deficiente que pudiera poner en manifiesto la satisfacción plena del escritor frente a su obra. Complacencia que, a mi entender, dicho sea de paso, nunca estará colmada, de la misma manera que no lo estará en esta carta de amor.

      Transcribir los sentimientos a veces se torna una dificultad casi insalvable. Proteica la tarea del escultor que debe hacer brotar del duro mármol la fina nariz del modelo y sus hermosos testículos. Heroico el cometido del pintor que, mixturando sus barnices, logra sobre el lienzo la perfección de una quijada ideal, unos senos llamativos por pequeños y que contrastan con el esplendor de una vulva maquillada de vellos. No menos ardua y compleja, por no decir imposible, es la labor del poeta que encaramado en su tarima de lucidez debe llevar a lo inasible lo que es palpable con comodidad, y en caso paradójicamente análogo, volver palmario las gracias que sin su intervención serían inaccesibles.

      Con esta pared me encuentro en este momento, no como pintor, escultor o poeta, que a tanto no llegan mis facultades. Choco con este muro no como artista sino como ser humano. Mi alma (denomino de esta forma al conjunto de mis escasas cualidades, no se piense más allá de eso) se enorgullece de pertenecer al bando que enaltece la condición de ser humano por sobre todo artificio del mundo, por muy sublime que resulte. Antes que nada somos humanos y como humano me expreso.

      A veces me pregunto para qué me desgasto escribiendo. La respuesta no puede ser sencilla. ¿Para denunciar los males que atañen a la sociedad? No, definitivamente. ¿Para desechar problemas personales al convertir la literatura en la gran masturbación psicológica? Tampoco. ¿Para alcanzar la fama y la riqueza, o para rejuvenecer el modo en el que empleamos la lengua (no el órgano sino el sistema de comunicación verbal)? Mucho menos. Y me explico: Mi modelo a seguir en su actitud es el Escritor Sombra. Solo pienso en escribir y lo demás no importa.

      Quizá las respuestas sean menos pragmáticas de lo que generalmente se cree. Trato de responder: Escribo para entender de mejor forma lo que me rodea. Quizá la respuesta sea la misma que me doy cada vez que me cuestiono el por qué frecuento la lectura: Para volverme más humano.

      ¿Me vuelvo más humano escribiéndote cartas de amor? ¿Crece el amor por el hecho de que escriba una carta? ¿El amor puede crecer como crecen los bebés o los sapos o los ríos? ¿O será que al escribirte una carta poco a poco voy desprendiendo (como si de un fractal infinito se tratara) los trozos que constituyen el amor entero y de esta forma poco a poco te vas quedando sin mi amor? ¿El amor disminuye como anciano o como carne asada o como fruta podrida? Quizá la única respuesta válida sea esta: Escribir me plantea dudas, irresoluciones, en el mismo sentido en el que intentar describir el olor marcado de tu cabello se me torna tan confuso, opaco frente a lo que mi cabeza me escupe. O del mismo modo en el que tu rostro se convierte en este instante en la palabra que se me escapa, o como la alabanza hacia tus ojos que se me escurre


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