Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas. Diego Maenza

Todas Las Cartas De Amor Son Ridículas - Diego Maenza


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de angustia.

      Quizá las mañanas sí sean premonitorias. Porque justo ahora me llega la imagen de un hipotético futuro, con tu cuerpo caliente reposando junto al mío en un abrazo matutino, en un despertar que tiene mucho de ensoñación, cuando el rocío haya destilado el sudor sobre las hierbas cercanas y el primer crepúsculo del día ponga en evidencia la calidez que no será del sol sino de nuestro despertar.

Tuya hoy, mañana y siempre.

      CAPÍTULO TRES

      Nuestra historia empezó en el instituto. Una chiquilla exaltada vociferaba a voz de trueno su reclamo contra el rector. Era la agraciada Eloísa. Delgada, con su cintura de porcelana y su rostro de ángeles, su moño en retaguardia y el carisma desbordando por el ímpetu juvenil. Al conocernos, poco a poco, una cercanía disfrazada de amistad nos juntaba. El momento más importante de los recesos era poder verla y dirigirle un saludo con la mirada. Las mañanas se empeñaron en volcarme al lado de ella. Gradualmente mis ilusiones parpadeaban; a veces, exaltado, no cabía en mí, porque me elegía para una charla de su recreo; en otras ocasiones triste, porque ella agotaba sus minutos en la algarabía de su grupo de amigos.

      Una mañana, luego de haber salido del instituto y después de haber sido partícipe de algunos juegos de una feria que se había instalado en el pueblo, me paseé por un callejón no tan habitual en mis recorridos con la intención de dirigirme a casa. Escuché unos gritos a mi espalda. A lo lejos, una cuadrilla de muchachas de uniformes desaliñados me incitaban con las manos para que me acercara a ellas. Un parque tiznado de arenilla nos ofreció su piso como único asiento. Los comentarios llenos de puerilidades (de los cuales yo era ajeno) de aquellas nínfulas me impedían participar en la charla. Brillé por mi silencio y dirigieron sus miradas hacia mí. Ya dile, me dijo una chica de pecas dirigiendo la mirada a Eloísa. Los nervios se apoderaron de mi piel. Recordé que una semana atrás había despertado con la clarividencia de estar enamorado. Pretendí retrotraer un discurso amoroso que había repasado desde pocos días antes, pero las palabras volaron a una dimensión imposible de cruzar. Me reí con recato. Fue cuando escuche la expresión: Ya díganse. Lo había manifestado la amiga más allegada a Eloísa y esto me estimuló a hablar. La miré. Estaba sentada con las piernas entrecruzadas en la posición de loto.

      No tuvo que pasar más que un minuto para que un corto beso (corto en lo corporal pero substancioso en nuestro interior) se hiciera presente bajo el amparo de las miradas expectantes de las muchachas. El grito juvenil de las compañeras que habían permanecido suspendidas ante mi declaración amorosa retumbó acompasado, misteriosamente unánime, como preparado con prelación, develando la consumación del ritual al tocar su boca con la mía y extinguir por fin la virginidad labial de su querida amiga.

      Alguna vez fui virgen. Siempre pensé que al primer hombre al que entregaría mi pureza sería a él. Esa sensación de cosquilleo me llegaba cada vez que terminaba de leer sus cartas de amor, inteligentes, apasionadas y ridículas, como deben ser todas las cartas de amor. Después de todo teníamos una relación de algunos años.

      Pero me he desviado del tema, querida amiga, y ya que insistes en conocer mi historia procederé a intentar culminar mi relato.

      Si hay algo que aún no se me borra de la memoria, más que el registro visual, es el olor de sus cuerpos. Si algún día me pidieran que identificara a alguno de ellos por la naturaleza de su contextura estoy seguro de que erraría en mi exploración de mayor manera a que si lo hiciera por sus olores.

      El hombre silencioso, a quien con el paso del tiempo he preferido darle el nombre de mudo, tenía un olor particular a aceite de máquinas, como si su trabajo hubiese sido lubricar durante todo el día los engranajes de complicados mecanismos. El orondo apestaba a cebollas rancias, un tufo emanado de sus axilas y que se intensificaba a medida que caían las gotas de sudor de su frente sobre mi rostro. El joven olía a canela, pero a ratos marcaba en el ambiente una fragancia nauseabunda de marisco macerado.

      Las embestidas de la alimaña gorda eran las más atroces. Soportar el peso de su corpulencia tosca y repulsiva era lo menor comparado con sentirlo en mis entrañas.

      CARTA TRES

      ¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar?

La Poeta

      Aseguraba un francés que las cartas de amor se escriben empezando sin saber lo que se va a decir y se terminan sin saber lo que se ha dicho.

      Siempre que te escribo trato de hacerlo con una idea fija que paulatinamente voy desarrollando. Esto no es algo que he inventado, sino que lo he extrapolado de una teoría del cuento, según la cual las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas. He entendido esta fórmula como la definición de la escritura, en cualquier ámbito.

      Pero entremos en materia. Una filósofa africana ha profundizado en el tema del amor, y en su obra que precisamente lleva de título Profundidad de las artes amatorias nos ilustra al mostrar el lado pasivo del deseo que llega a su clímax al satisfacerse y el carácter diligente del amor como fuente de actividad. Lo condensó en una frase poderosa: El amor es la insatisfacción infinita. No existe verdad más irrefutable.

      Esta es la tesis que desarrolla a lo largo de su obra, a veces un poco hiperbólica, es verdad, pero nunca exenta de encanto. La parte interesante es aquella frase. El deseo, según la pensadora, culmina cuando se satisface. Deseamos algo y cuando lo conseguimos pues fin del cuento.

      Pero cuando el deseo está ligado al amor, es diferente: Existe la posibilidad de que el deseo pueda encaminar hacia el amor; lo amado, irrefutablemente lo deseamos, agrega la filósofa.

      Hoy quiero que sientas que a través de mis palabras puedo acariciarte, y no con los roces prosaicos que nos tributan las delicias del pudor, sino, más bien, con estas caricias indelebles.

      Tal como los bardos inmortalizan a sus amadas, este humilde practicante desearía poder glorificar tu ser con canciones que te refresquen tu sed juvenil, con poemas que te arrullen las tardes. Declararte lo enamorado que me encuentro de ti, diosa virginal, todopoderosa, de mi amor la dueña, de mi amor la esclava, como las beatas esclavas del Antiguo Testamento, con un candor de cosmos como Proserpina, reina infernal, o alguna diosa pagana. Eres Musa de poesía. Tú: mil mujeres en una. Mil diosas en una. Mi Pandora, mi Eva, mi María Magdalena tan purificada entre los besos de Jesús.

      Tú, que tan bien sabes dominar mi espíritu, eres mi dueña. Y estás a cada momento. Porque me cura de la melancolía tu recuerdo afable: de tus palabras susurradas en el viento y de tu rostro iluminando el espacio que podría estar vació a no ser porque adoras a este loco que vive solo para ti.

      Tu ser me resulta más hipnótico que un cuento fantástico, tan envuelto en misterios como una historia de suspenso, pero al mismo tiempo tan real y profundo como una novela de crudeza realista. Y no se trata de ninguna contradicción, porque a veces me resultas tan certera y paradójica.

      Con una visión que excede a lo cotidiano trato de llegar a ti y adentrarme en lo más recóndito de tu amor. Y consigo ver a través de tus ojos (que son infinitos receptáculos de clarividencia, como lo sería una bola de cristal para una vieja versada en cristalomancia, pero tan delicados y puros como el oráculo de Delfos), puedo ver, decía, por medio de tus ojos, esa profundidad de mujer madura, esa fuerza indomable que llevas en lo profundo, y me hace pensar en la fortaleza de un dios. A veces me resultas demasiado divina para proceder de descendencia terrenal. Tus antecesoras solo pueden ser las mismas que las de Ariadna, divina casta de diosas.

      Y mientras tanto, solo tengo un oscuro minotauro que gira y gira en el laberinto circular de mi cerebro, esperando que un Teseo (divino amor que me profesas) rompa con su hilo esta soledad brutal.

      Por eso me pregunto, junto a la poeta: ¿Padece más quien espera la caricia de su amor, o aquella tristeza que no tiene a nadie a quién esperar? Aunque la respuesta es obvia, el dolor, cuando es producto de la espera del amor, no es amargo, y aparece mi promesa de que aun teniéndote cerca nunca dejaré de escribirte cartas de amor. Porque me amas y porque te amo, porque te espero, y porque tú también esperas, pero sobre todo


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