La Larga Sombra De Un Sueño. Roberta Mezzabarba
Ernesto le estrechó la cintura con su brazo fuerte, musculoso y cálido.
Los cabellos oscuros, despeinados por el viento, bailaban sobre sus ojos: él la apartó para ver todavía una vez más aquel rostro de mujer que le provocaba tantas sensaciones a la vez: habría querido poder leer en aquellos ojos oscuros como una noche sin luna.
«Greta, es todo tan extraño… esta tarde, ahora, me parece vivir los últimos momentos de un adiós, como si estuviésemos despidiéndonos para no vernos ya más. La isla Martana causa a menudo melancolía en el corazón de quien la visita, pero esta noche tengo miedo de lo que siento dentro de mí… estás tan triste, amor mío».
«No es culpa de la Martana, no es culpa suya… soy yo, yo que, vaya donde vaya, sólo soy capaz de causar dolor, incluso a una persona tan dulce como tú. Hay días en los cuales me siento muy distinta de la gente que me rodea, que me parece ser como uno de aquellos animales que se guardan dentro de las jaulas en un circo: un fenómeno de feria que sirve para atemorizar a los niños y para asombrar a los adultos. No sé lo que me sucede, incluso aquí, contigo. No consigo entender lo que tengo dentro: cientos, miles de voces murmuran, gritan su opinión, su historia y yo estoy condenada a no entender nada. Sólo una gran confusión, sólo eso percibo. Querría que el sonido relajante del mar que acaricia la orilla o cualquier escollo solitario en la noche, ahogase todo esto».
Ernesto se había quedado sin palabras.
Aquella muchacha lo atraía muchísimo pero, al mismo tiempo, era como si lo rechazase con todas sus complicaciones, con todos sus problemas que a una persona normal podían parecer puras tonterías. Veía la desesperación que anidaba en los rincones de la mente de la muchacha, la veía como la luz que se filtra desde una grieta, la sentía deslizarse sobre la piel como el agua, la respiraba en el aire como el incienso en las iglesias, habría querido evitarla como la sombra de un terrible presagio.
La estrechó entre sus brazos.
Le besó con dulzura los labios, luego se abrazaron un poco más, un largo rato, inmóviles bajo la luna, una hoz iridiscente apenas visible en el azul del cielo invadido por las negras nubes.
Se despidieron. Y desde lejos, sólo Ernesto se quedó mirando a Greta avanzar hasta ser engullida por las sombras de la noche, mientras se preguntaba si aquella muchacha había existido en realidad.
Cuando llegó de nuevo delante de la puerta Greta dudó, no quería entrar en su casa: no tenía ganas de dormir pero, sobre todo, no tenía ganas de quedarse a solas. Llamó con cuidado a la puerta de Giacomo: esperaba con todo su corazón que todavía estuviese despierto.
La puerta se abrió con un ligero chirrido que resonó en el aire de la plaza hasta que la llenarla del todo; apareció Giacomo con su cara oscura, sobre la que resaltaban dos cejas blancas. Estaban arrugadas, como queriendo preguntarle a Greta lo que sus labios no se hubieran permitido decir: ¿cuál era el motivo por el que se encontraba allí, a esas horas?
«Giacomo, necesito hablar con usted. Hoy por la tarde he ido a Martana con aquel pescador que ya me había llevado a la Bisentina…»
«Usted trabaja mucho… ¿ahora también a la Martana? Es necesario que vaya yo a hablar con aquel notario».
El anciano la había interrumpido enseguida, para desdramatizar un poco la situación: los había visto volver, los había visto en el muelle, había visto la manera en que se habían abrazado. Había visto, quizás, más de lo que Greta hubiese podido comprender.
«¡Qué va! ¿Qué dice? No he ido por trabajo, ojalá hubiese sido por eso; he ido con Ernesto a visitar la isla y… ¡Oh, Dios mío! He montado una buena, ¡un bonito lío! Mi madre me lo dijo, siempre la misma, Giacomo, ¿qué debo hacer? Dígamelo usted, ¿qué debo hacer?»
«Ante todo, entre, y luego ya hablaremos. Venid».
Greta habría deseado sobre todo tener una existencia tranquila, a lo mejor con Ernesto, pero no podía ni siquiera pensar en eso, al menos hasta que no consiguiese sacarse de encima los fantasmas que la acosaban continuamente, a cada paso. Giacomo tenía razón, ese era su auténtico problema.
Y Greta ya se había decidido. Partiría para Sicilia a la mañana siguiente.
Tenía delante de ella un folio en blanco sobre el cual comenzaría a escribir una carta para Ernesto.
Querido Ernesto:
Quizás ayer por la tarde tú tenías razón. La isla Martana realmente produce extraños pensamientos en sus visitantes y ha debido ocurrir de esta manera. Quizás sólo estaba esperando un pretexto al que aferrarme, quizás hacía ya tiempo que maduraba la decisión de volver a Sicilia. De todas formas, cuál ha sido el recorrido que han seguido mis decisiones poco importa. Me debo ir.
Llevaré conmigo la rosa que has cogido en la Bisentina y todas las cosas que he descubierto y encontrado junto a ti. Las llevaré conmigo con la esperanza de que me ayuden a vencer todos mis miedos y los fantasmas que se esconden detrás de ellos. Las llevaré conmigo para que un día me devuelvan a ti, aquí, en tu paraíso: y si un día, cercano o lejano, vuelvo… será para quedarme.
Querría tan solo que no me olvidases: sería el dolor más grande que podrías producirme. Recuérdame, a lo mejor como a una loca que deliraba con sus miedos y con las sombras que decía sentir en su interior, pero no dejes jamás que otros rostros se peguen al mío, sofocándolo.
Dulce barquero de mis más bellos pensamientos, me despido de ti y no te entretengo más.
Te amo y te amaré siempre.
Greta
Escribió aquellas palabras de un tirón, sin pensar demasiado en ellas y sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo.
Habría debido escribir dos líneas también al notario De Fusco: sabía perfectamente, sin que nadie se lo dijese, que se estaba comportando otra vez como una inconsciente. Tenía casi treinta años pero se sentía vacía como un recién nacido: todas sus experiencias, sus emociones, todo lo vivido habían pasado sobre ella sin dejar más que un rastro descolorido de dolor y remordimientos. Quería respuestas y las quería dar. Sabía demasiado bien que sólo cerrando un capítulo y partiendo de una página en blanco sería posible empezar de nuevo.
No sabía cuánto tiempo necesitaría para librarse de sus sueños, de los miedos que habían crecido dentro de ella, para purgar el veneno que, lentamente, corría por sus venas mezclado con la sangre.
Ni siquiera tenía la certidumbre de que lo conseguiría.
Pero valía la pena intentarlo.
SEGUNDA PARTE
Durante años había estado alejada de casa y ahora, delante de la puerta, no me atrevías a entrar, por miedo a que un rostro que nunca había visto mirase estúpidamente el mío y me preguntase qué quería. “Sólo una vida que he dejado ¿Quizás me ha quedado aquí?” Me apoyé en el temor, dejé pasar el tiempo, el instante se infló como un océano y se rompió contra mi oído. Reí con una risa rota que habría podido temer una puerta yo que conocía la consternación y nunca la había remontado. Acerqué a la manilla la mano de manera temblorosa por el miedo a que la puerta terrible se abriese de par en par y me dejase en medio del suelo luego saqué los dedos con cuidado como si fueran cristal, me tapé las orejas, y como una ladrona respirando