La Larga Sombra De Un Sueño. Roberta Mezzabarba
el corazón pesado, como mil libras de plomo.
Volvieron a subir.
Después de haber atravesado un pequeño claro con cardos por todas partes y algunos olivos, llegaron a la cima del monte que dominaba la isla, donde se encontraba la segunda muralla defensiva. Hallaron encima de una gran piedra, esculpida por brazos y escalpelos quién sabe hacía cuánto tiempo, lo que quedaba de la torre, de la fortaleza, del monasterio y de la iglesia de S. Stefano. Todo era desolación entre aquellas piedras inundadas por hierbas invasoras que intentaban esconder incluso los últimos testimonios de aquellas instalaciones, pero al mismo tiempo todo era esplendor: aquellos escombros contrastaban grises contra el azul oscuro y espléndido del lago. Algunos de aquellos fragmentos se asomaban sobre el precipicio de setenta metros de alto desde la superficie del agua, tanto que parecía que quisieran deslizarse desde aquel precipicio aguzado y pavoroso para desaparecer de una zambullida bajo el agua.
«¿Sabes, Ernesto?», Greta rompió el silencio perturbado hasta ese momento sólo por el ruido de las aguas que había debajo «me gustaría morir, ahora, en este preciso instante, precipitándome en las aguas azules del lago, como podría hacer una de estas piedras; soy tan feliz que tengo miedo de que todo cambie de aspecto demasiado rápidamente. Todo lo que es hermoso siempre es demasiado fugaz. Querría que todo permaneciese de esta manera. Para siempre. Para siempre.»
Ernesto la observaba: tenía una figura muy menuda, casi transparente a la luz del sol.
«No quiero que digas estas cosas ni siquiera en broma. Quizás es la isla la que te las sugiere. Pero tú no la escuches. ¿Conoces la historia de Amalasunta, reina de los Godos?»
No había acabado Ernesto de decir estas palabras cuando una nube de esas que cuando desembarcaron estaban en el horizonte, cubrió el sol y lo oscureció, y junto con la isla oscureció también un largo trecho de agua. En un decir Jesús la isla adoptó la semblanza de aquel lugar trágico por su historia, que Greta todavía no conocía. Una historia de leyendas, de torturas, de luchas, de asesinatos.
«En el lejano año de 526 Teodorico, rey de los godos, que había reinado en Italia durante treinta y tres años, murió sin dejar un heredero directo. De su matrimonio había tenido tres hijas, de las cuales la primogénita, Amalasunta, estaba casada con un visigodo. Ésta tenía un niño, Atalarico, al que le correspondía el reino ya que , debido a las leyes góticas, un reino no podía ser heredado por una mujer. En el año en el que Teodorico murió, Atalarico era todavía un niño y Amalasunta asumió el gobierno en el lugar del chaval durante casi ocho años; luego, un día, Atalarico, todavía inmaduro para el gobierno de un reino, murió. Amalasunta, entonces, para no perder el reino tan amado por ella, se ofreció como esposa al hijo de una hermana de su padre: Teodato.
Éste habría llegado de todas formas al trono pero aceptó a Amalasunta como esposa para calmar los ánimos de todos los que eran partidarios de la mujer. Teodato era un hombre despiadado que no se preocupaba de otra cosa que no fuese asegurarse una vida tranquila circundándose de riquezas y de comodidades, sin interesarse por el bienestar de su propio pueblo. Teodato fingía siempre: probablemente habría querido deshacerse de Amalasunta enseguida en cuanto se casaron pero, para mayor seguridad, pensó que le convenía alejar el delito de los lugares en los que ella era amada y protegida. Así que la condujo mediante engaños a la Toscana, con la excusa de ver sus posesiones, para, a continuación, llegar a Roma donde ella podría exteriorizar la fe que siempre la había animado. Pero Amalasunta no llegó jamás a Roma: en cuanto alcanzaron una etapa del camino que costeaba el lago Bolsena fue sacada del carro que la transportaba y puesta en una barca que la llevó a Martana donde se dice que estuvo exiliada y murió. Fue muy poco el tiempo en que Teodato dejó viva a la pobrecilla: era demasiado peligroso posponer su asesinato, no tanto porque ella podía invocar la ayuda de los romanos sino por los numerosísimos godos que despreciaban a Teodato creyendo que, por compasión, había sido relegada a una isla perdida. El modo en que Amalasunta fue asesinada no está claro pero la tradición dice que fue lanzada desde lo alto del precipicio sobre el que estamos en este momento».
Ernesto había acabado con su relato y Greta se había perdido en no se sabe qué pensamientos: pensaba en Ernesto, en lo que le había dicho, pensaba en Amalasunta reina de los godos, en las historias que se entrelazaban en las piedras esparcidas por aquel terreno.
¿Quién sabe cuántas historias habrían visto aquellas piedras?
Seguramente habían conocido a Amalasunta y hoy habían visto a Greta rendirse por segunda vez en su vida a las dulces y dolorosas delicias de sus sentimientos.
6
El día estaba a punto de terminar: el sol, bajo el horizonte, iluminaba con luces variopintas las nubes todavía altas en el cielo y las emociones, que parecían poseer a los dos muchachos como mareas tranquilas, impredecibles y devastadoras. Mientras descendían desde la cima del monte, por los escalones excavados en la roca, Greta viendo algunos ejemplares de nopales, le contó a Ernesto lo gigantescas que eran esas plantas en Sicilia y lo espectacular que era su puesta en escena; en las palabras de Greta había nostalgia y afecto hacia una tierra, la suya, que hacía ya seis años que no veía.
Llegaron en poco tiempo a la pequeña barca que habían dejado en la orilla, acariciada dulcemente por las aguas del lago. Ernesto se apartó de la orilla de la isla clavando un remo en la tierra: el lago estaba moviéndose ligeramente debido a un viento fresco que se advertía fastidioso bajo los ligeros vestidos que acariciaba su piel y causaba ligeros escalofríos.
Decidieron, aunque ya era tarde, hacer el recorrido alrededor de la isla con la barca antes de volver a tierra firme.
Los acantilados oscuros, casi lúgubres, de los cuales Ernesto se mantenía a unos cincuenta metros de distancia, descendían de manera oblicua hacia el agua, los unos sobreponiéndose sobre los otros, como queriendo dar la sensación de que allí, en cualquier momento, podrían resbalar hacia las profundidades del lago, desapareciendo como si no hubiesen existido jamás. En cuanto llegaron a una punta en que la isla se dirigía hacia el este, se encontraron de frente a un bloque de piedra deslizado y que había quedado fuera del agua en una posición casi vertical.
Parecía una estela fúnebre.
Las ensenadas cortaban, con oscuras sombras, el acantilado que se elevaba alto hacia el cielo y con su forma de semicírculo hizo recordar a Greta un gigantesco anfiteatro en ruinas, único testimonio del consumido cráter de un turbulento volcán. Las piedras de la torre y de los diversos asentamientos, escombros esparcidos, que antes, vistos de cerca, le parecieron tan grandes y majestuosos, estaban demasiado lejos, en lo alto de aquella pared irregular, convertida en pavorosa por la oscuridad de la noche que avanzaba a pasos agigantados. También Ernesto le parecía muy distante, de aquellos momentos, gotas esparcidas por el rocío nocturno. Era tan irreal el pensamiento de él… sus palabras no eran más que un débil eco llevado por el viento oscuro del anochecer.
Finalmente salieron de la sombra pavorosa que la isla proyectaba sobre las aguas del lago convirtiéndolas en sombrías, para encontrar el sol, el último resquicio de una gran naranja que había ya manchado todo el cielo de un resplandor rojo que se reflejaba con olas bermellón sobre la superficie del lago hasta alcanzar la embarcación y lo más profundo de sus corazones.
La hora tardía y la extraña luz del sol al atardecer contribuían a suscitar en el alma de los dos muchachos una sensación de consternación, como si el fin estuviese ya próximo, como si el fin de aquel viaje no pudiese sino marcar, entre ellos, nada más que un adiós triste y doloroso.
Estaba ya oscuro cuando Greta, de nuevo en pie sobre el muelle, esperaba que Ernesto terminase de atracar la barca. Las luces se encendían una a una, reflejando su brillo sobre la superficie ligeramente encrespada del lago.
Se sentía avergonzada como la primera vez que consintió en salir con Alberto, hacía ocho años.
«Alberto»
El pensar en él la golpeó como una bofetada en plena cara, despertándola de sus sueños: en un cierto sentido ese día había traicionado, aunque sin darse cuenta, el recuerdo de aquel amor que ella había jurado que sería el único. Lo había traicionado acogiendo entre sus