La Larga Sombra De Un Sueño. Roberta Mezzabarba

La Larga Sombra De Un Sueño - Roberta Mezzabarba


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instalar las redes: las dos islas se perfilaban contra el horizonte oscuro como la noche.

      La Rocca2 di Capodimonte que miraba al lago desde la pequeña península en la que surgía la parte más antigua del pueblo, se alzaba con su soberbia figura poligonal. El bosque que coronaba la fortaleza, con sus antiguos magnolios frescos y brillantes, con las palmeras y las adelfas rosas, fue seguramente estudiado para disminuir prácticamente la visión de la altura de los grandes contrafuertes que la sostenían, pero su presencia embellecía aún más el cuadro que se dibujaba al observar la fortaleza, incluso desde lejos. Greta se encaminó hacia su casa pensando en la primera vez que había visitado aquel palacete: recordaba el patio, con sus puertas, sus ventanas, con el triple porche proyectado por Sangallo, recordaba los pisos superiores, accesibles a través de una escalinata probablemente utilizada en tiempos antiguos incluso por los caballos, recordaba escaleras largas, derechas y oscuras. Todo estaba desierto en la vieja fortaleza y, si bien desde cada ventana, desde cada agujero, el lago se extendía con sus brillantes colores, no se advertía más que tristeza filtrarse de los muros que un tiempo habían acogido los fastos y el esplendor de nobles linajes, y que ahora sólo vivían años de soledad.

      Si bien en la melancolía de aquellos recuerdos los pensamientos de Greta corrían hacia el día siguiente, cuando finalmente podría ir a la isla Bisentina, minúsculo trozo de tierra, y sin embargo tan fascinante como para ocupar, aquella noche, todos sus pensamientos.

      Siempre con la mirada vuelta hacia el lago caminó por la empinada cuesta pavimentada con adoquines grises que conducía a la parte más alta del pueblo, donde se encontraba su casa. Greta conocía bien las callejuelas empinadas y tortuosas llenas de escaleras, muros, arcos entre edificios, con las casas que se asomaban a ellos, construidas con la piedra oscura del lugar, hendidas a veces por oscuros pasillos, o animadas por la nota roja de una franja o de un simple remiendo con ladrillos. Conocía el perfume de las macetas y jardineras llenas de hierbas y de flores que asomaban desde las pequeñas ventanas, o puestas para adornar cualquier pequeño tabernáculo en los ángulos de los edificios. De repente, resurgiendo de la contemplación de aquel puesto idílico que se mostraba sin pretensiones en su simplicidad, sintió que se le había acercado alguien cuya sombra se alargaba cerca de la suya.

      «Buenas noches, señorita Greta, esta noche habéis vuelto realmente tarde. Usted trabaja demasiado.»

      Una ancha sonrisa, enmarcada por miles de minúsculas arrugas esculpidas en un rostro quemado por el sol: era el vecino de Greta, el viejo pescador.

      «¡Caramba! Señor Giacomo, ¡me ha dado un buen susto! Quién sabe quién pensaba que fuese a estas horas… Esta noche tengo la cabeza en otro sitio, creo que estoy ya en medio del lago.»

      Siguieron caminado durante un tramo del camino, uno al lado del otro, sin decir palabra, inmersos cada uno en sus propios pensamientos, Greta con la maleta llena de documentos en la mano derecha y Giacomo con una cesta llena de productos frescos de su huerta: zanahorias estilizadas, tomates rojos y jugosos, patatas amarillas, melocotones de piel rosada y aterciopelada y huevos todavía recién cogidos. Sobre los productos de la huerta Giacomo había colocado un manojo de flores, unidas a la perfección por una ramita anudada: distintos tipos de cinia, delicados aster y gladiolos apenas floridos. Ahora ya habían llegado a la plazuela: Giacomo habría querido regalar a Greta aquella cesta con los productos de su huerta pero la muchacha nunca había querido aceptar nada de él, respondiendo que el hecho de que ocupase aquella preciosa casita a cambio de un alquiler bajísimo era ya un regalo demasiado grande para una desconocida.

      «Me gustaría que usted aceptase esta… esta cesta, señorita Greta. Ya es hora de que también usted conozca las primicias de mi huerto. Os lo ruego, yo vivo solo y siempre tengo fruta y verdura de sobra. No es ningún sacrificio para mí, es más, sería un placer».

      «De acuerdo, señor Giacomo, acepto con gran placer vuestro regalo, a condición de que esta noche vengáis a mi casa a cenar conmigo. Estoy convencida de que, con todas estas maravillas, incluso un desastre como yo será capaz de preparar una exquisitez con guinda incluida».

      Esos días Greta se sentía un poco melancólica y quizás compartir mesa con aquel simpático anciano de cabellos blancos le vendría bien.

      Grieta se puso enseguida a cocinar y en poco más de una hora había ya preparado la comida y puesta la mesa para dos: le parecía raro compartir la mesa con otra persona después de casi seis años de soledad. Se asomó a la puerta para llamar a su vecino.

      Se sentía feliz.

      Giacomo, que para ella representaba el abuelo que no había tenido posibilidad de conocer, para aquella ocasión se había puesto el traje de los domingos, con el chaleco debajo de la chaqueta y además se había echado brillantina en el pelo.

      Se sentaron a la mesa los dos un poco incómodos: Greta había preparado una tortilla de patata, una ensalada de tomates y zanahorias y una macedonia de melocotones, y se había asegurado de poner en el centro de la mesa un jarrón con agua con las flores. Giacomo comió todo con buen apetito: también para él había pasado mucho tiempo desde la última vez que había compartido la mesa con alguien. Contó a Greta, con los ojos velados por las lágrimas, que su mujer había muerto hacía veinte años de tuberculosis. Debía de estar muy unido a su mujer, pensaba Greta, mientras Giacomo le hablaba describiendo su mansedumbre, mirando fijamente un punto al infinito delante de él.

      Durante un momento los pensamientos de la muchacha atravesaron el tiempo y el espacio, trasladándola hacia su Sicilia, reavivando dentro de ella el deseo de volver. Aunque sólo fue un relámpago el que atravesó sus negros ojos no pasó por alto a Giacomo.

      «Usted no es muy feliz, ¿verdad? Os he visto tan pocas veces sonreír… ¡y pensar que cuando lo hacéis estáis tan hermosa!»

      Greta había bajado los ojos y un rubor apareció ahora en sus mejillas. Era verdad, no era para nada feliz.

      No conseguía encontrar estabilidad en su alma, no encontraba la paz ni siquiera en las jornadas más tranquilas: seguramente sería más fácil no pensar nunca más en lo que había sucedido, la mejor solución era esperar que el tiempo pasase con la esperanza de olvidar, olvidar y volver a ser la de antes, la muchacha que iba a la Universidad de Catania, la muchacha que no sabía quién era Alberto.

      No había otro remedio

      Todo pasaría, pero ¿cuánto tiempo necesitaría?

      2

      A la mañana siguiente Greta se levantó muy temprano y dio una vuelta, hasta el momento en que debería embarcar, por el camino que recorría la costa del lago durante casi dos kilómetros. El sol de junio acababa de salir y brillaba ya entre el follaje lleno de los brotes en flor de los olmos antiguos, de los troncos y de las guedejas gigantescas que, en doble fila, parecían desplegados para escoltar a la muchacha en su recorrido.

      Mientras sus pies se movían con lentitud, sus ojos no tenían más miradas que para aquella isla que aparecía tan salvaje y que dentro de poco visitaría.

      En la tranquilidad de aquella aurora rosada volvía a pensar en la feliz velada que había pasado en compañía de Giacomo. Durante un instante, con aquel simpático anciano, había recordado lo que significaría compartir el techo con otras personas, y junto con esas sensaciones había aflorado a la superficie la nostalgia por volver a casa, tan intensa que todavía la tenía metida hasta los huesos. Pero tenía miedo incluso al solo pensamiento de volverse a enfrentar con lo que de lo que había escapado, siguiendo el impulso del momento.

* * *

      A las ocho en punto Greta ya se encontraba en el pequeño puerto de Capodimonte. De pie en el muelle parecía aferrarse al maletín negro, lleno de documentos, casi como si fuese su único salvoconducto para el paraíso. Observaba las pequeñas barcas ancladas en el muelle y pensaba que, después del viaje en el trasbordador, con el cual había dejado a sus espaldas Sicilia, no había tenido otra ocasión de navegar. Mientras estaba inmersa en la marea de sus pensamientos fue llamada a la realidad por un ruido de pasos a su espalda.

      Un muchacho de figura esbelta se dirigió hacia ella mientras comía con ganas una manzana.

      «Buenos


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Nota del traductor: En italiano, en el original. Es un tipo de fortaleza.