La Larga Sombra De Un Sueño. Roberta Mezzabarba
él, como el anciano Giacomo, tenía el rostro tostado por las caricias del sol, sobre el que resaltaban dos ojos de un color indeciso entre el marrón y el verde.
Greta no dijo ni una palabra. El barquero, mientras tanto, sin esperar su respuesta ya se había subido a la pequeña lancha motora blanca y trasteaba con los cabos que hasta hacia poco la habían mantenido firmemente anclada al muelle. Todavía de pie sobre el atracadero, siempre con el maletín en la mano derecha, Greta observaba las manos del desconocido, sus brazos musculosos, sus hombros sólidos. Luego, de repente, Ernesto se volvió hacia ella: el sol que resplandecía a sus espaldas esculpía la esbelta figura. La muchacha encontró de nuevo aquellos ojos: le tendía una mano mientras sonreía para ayudarla a bajar hasta la barca, como diciéndole que no tuviese miedo. Greta la cogió y le gustó el calor seco y el apretón seguro.
De nuevo estaba en una barca.
Mientras observaba la quilla de la pequeña embarcación fue atraída por la vegetación que se balanceaba lentamente debajo del agua. Parecía un bosque sumergido en las profundidades del lago. Ernesto, al verla tan atraída por la extraña vegetación se apresuró a darle explicaciones aunque ella todavía no le hubiese preguntado nada.
«Son muchas las plantas que pululan en las aguas del lago. Está el graminaccio3, la scopuccia y la pugnatella que, de la misma manera que cualquier mujer, es, al mismo tiempo, espinosa y frágil. Por desgracia hoy no es posible ver la loglia y la moracia que sólo crecen en primavera. La loglia saca su cabeza fuera del agua para poner al sol sus pequeñas espigas, como haría sólo una madre con sus pequeños. También la moracia hace lo mismo con sus hojas que tienen un color verde azulado y las flores de color rojo, pero encontrarla es un milagro».
«Nunca había visto nada parecido… ¿estas plantas crecen sólo donde hay poca agua?»
«Realmente, no. He oído contar que la crepitaia crece en los fondos marinos más profundos, tanto es así que, cuando los pescadores encontramos los hilos de las redes rotos, comprendemos que hemos sobrepasado los confines de la zona de pesca».
Los dos muchachos parecían unidos por el agua que los hacía sentirse a gusto: en el agua se entendían, parecía que se conociesen de siempre. Ernesto, de reojo, robaba imágenes de Greta con los cabellos sueltos que el viento desordenaba con sus mil dedos.
Un hálito de viento movía el lago encrespándolo con pequeñas olas, dulces y anchísimas que iban a romperse debajo de la proa con ligeros golpes.
En cuanto estuvieron un poco alejados de la costa Greta pudo, finalmente, descubrir el lago en toda su inmensidad.
«¿Es verdad que el lago de Bolsena es el lago volcánico más grande de Europa?», Greta estaba ávida de explicaciones.
«Cierto, es la pura verdad, pero, de todas formas, no pienses que un solo volcán habría podido tener un cráter tan grande. Algunos estudiosos han imaginado, y parece que es verdad, que todas estas depresiones y las sinuosidades presentes non son otra cosa que el testimonio de que había por lo menos tres cráteres de volcanes unidos. ¿Sabes que el punto más profundo del lago está entre las dos islas y que mide casi ciento cincuenta metros? Más que la cúpula de San Pedro», afirmó Ernesto serio, comprometido con su papel de cicerón.
Greta estaba asombrada por la multitud de cosas que sabía aquel muchacho de rostro broceado.
Las olas que movían el lago iban a romper en una miríada de otras más pequeñas que acababan aplastadas por la proa de la barca, recordando a Greta un ruido como de manos palmeando.
Mientras, la isla se aproximaba, cada vez más cercana.
Y era quizás por aquel movimiento de la barca sobre las aguas, quizás por el de las olas, quizás por el leve ondear de los árboles de la orilla, en los ojos de Greta se había creado la ilusión de que la isla se acercaba a la barca, como respondiendo a su deseo de conocerla.
Mirando cada vez más lejos Greta vio aparecer una imponente y sugestiva cúpula en medio de la espesa vegetación arbórea. Habían llegado.
Ernesto condujo la lancha motora entre una multitud de cañas bajas que afloraban desde el agua, que crujieron al paso de la barca, para entrar en un canal que los condujo hasta la pequeña dársena de la isla: estaba cubierta por una marquesina de estilo modernista que provenía de la exposición universal de Torino del 1911.
Aquí estaba el lugar deseado por Greta: por fin había llegado.
Mientras tanto, Ernesto, que ya había salido de la barca, estaba asegurando las amarras al pequeño muelle. Y mientras ayudaba a Greta a descender de la embarcación se dio cuenta de que el viaje no la había disgustado, a continuación, esbozando una sonrisa, dijo:
«Señorita, cuando quiera volver, yo estaré aquí esperándola»
Hacía unos pocos segundos que Greta había apoyado sus pies en la tierra de la isla Bisentina y ya sentía la sangre hirviendo en sus venas: su espíritu de isleña resurgía del profundo de sus recuerdos haciendo que se sintiese viva y renovada.
Imaginarse de nuevo sobre un trozo de tierra, solo, aislado por el agua, la llenaba de emoción.
Todos los árboles temblaban con la brisa perfumada que provenía del lago, que sabía de agua límpida y de resina, mientras que, por todas partes, sus ojos vislumbraban arbustos floridos, mariposas de distintos colores y alegres pájaros que cantaban.
Inmersa en la confusión de todas las emociones que la atravesaban, Greta no había notado a un hombre distinguido que vestido con librea roja, probablemente, la estaba esperando.
«Usted debe de ser la señorita Greta Capua, la secretaria del doctor De Fusco. Venga, sígame, el señor Príncipe ya la está esperando en la villa».
Greta notó que tenía una forma de ser desapegada pero la justificó enseguida en su mente pensando que su jefe no le permitía socializar con sus huéspedes.
Sin ni siquiera esperar un gesto de asentimiento, el mayordomo se metió por el terreno herboso, con los zapatos brillantes, girando a la izquierda. En cuanto superó el alto arbusto de laurel, se abrió ante su vista el amplio jardín a la italiana: éste estaba compuesto por un rectángulo dividido en tres recuadros, cada uno de los cuales tenía en su interior un estanque central enmarcado por regulares parterres de boj. Más allá de los altos arbustos de laurel se extendía un prado muy verde, delimitado por un bosquecillo de antiguos y altísimos álamos. Continuaron andando y, poco después, apareció ante los ojos de Greta el monasterio convertido en villa sin demasiadas alteraciones, del que había leído en varios textos en la biblioteca municipal de Viterbo, con los muros desnudos, las puertas y ventanas pequeñas. La iglesia contigua a la villa, la dedicada a San Giacomo y Cristoforo, era la más grande de la isla. Tenía formas simples y grandiosas al mismo tiempo, en las cuales algunos apasionados del arte reconocen una sobriedad y una templanza que luego Vignola perdió. La iglesia presenta una planta en cruz latina con tres altares en los brazos superiores en el cruce de los cuales se alza la alta cúpula octogonal recubierta por la parte exterior de tejas de plomo. Enfrente de esta imponente construcción se alzaba hacia el cielo un austero grupo de pinos antiguos, y abajo, entre sus seculares troncos, resplandecía el silencio del lago.
Girando la mirada Greta vislumbró un gran prado ligeramente en declive, donde se decía que pululaban liebres y faisanes; ante aquella visión sintió crecer en ella el deseo de vagar por la isla, sintió la necesidad de soñar sin la pretensión de encontrar algo, ni de saber nada de la historia ni del arte presentes en la isla.
Hubiera querido tan solo soñar estar en su isla, sin tener que pensar en nada más.
Pero la voz del mayordomo, ligeramente nerviosa, por el hecho de tener que llamar la atención de aquella muchacha que parecía que tenía la cabeza siempre entre las nubes, la devolvió bruscamente a la realidad, recordándole los documentos que debía hacer firmar al Príncipe. Inspiró profundamente, llenándose los pulmones de aire y se obligó a pensar sólo en el trabajo sin más distracciones.
No había acabado de tener este pensamiento cuando un hombre de unos cuarenta
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Nota del traductor: Todas las plantas acuáticas que se nombran en este párrafo no tienen una traducción al español ya que son propias del lago de Bolsena.