Nadie es ilegal. Mike Davis
los liberales veían a los japoneses como competidores agrícolas implacables y subrayaban la necesidad de legislaciones para evitar que adquirieran más tierras. Ya inelegible para la ciudadanía de EE.UU. gracias a las anteriores leyes de exclusión, ahora se les prohibiría a los iseis la posesión de tierras.
Sin embargo, la propuesta Ley de Extranjería fue inmediata y drásticamente objetada por los rentistas europeos, especialmente los holandeses y británicos, viejos propietarios de grandes parcelas de tierra en California. La legislación controlada por los liberales rápidamente cambió, con una nueva fraseología que eximía a esos grandes intereses y que otorgaba menos margen a los iseis6. La aprobación de la ley en 1913, después de algunos cambios superficiales para apaciguar al secretario de Estado William Jennings Bryan, dio inicio a protestas masivas en Japón, que demandaban el envío de la Flota Imperial a California. Como explica Kevin Starr, los liberales californianos envenenaron irreparablemente la opinión pública del Japón haciendo virtualmente inevitable la guerra del Pacífico:
Durante la agitación por la Ley de Extranjería de 1913, apareció un partido de guerra en el gobierno japonés, estimulado por la ofensa producida en California, y sus representantes comenzaron a explorar la posibilidad de financiar la guerra contra Estados Unidos. En otras palabras, dieciocho años antes de Pearl Harbor y mucho antes del afianzamiento del círculo fascista en el gabinete japonés, la campaña “conservemos a California blanca” logró provocar a muchas personas en las altas esferas del gobierno japonés que veían la guerra contra Estados Unidos como la única respuesta adecuada al insulto racial recibido. Incluso se sugirió con el tiempo que Japón declarara la guerra sólo a California y no al resto de los Estados Unidos7.
La legislación pudo inflamar a Tokio pero no impidió a los iseis obtener las tierras en nombre de sus hijos nacidos en EE.UU. o arrendarlas a los propietarios blancos avariciosos. Sin embargo, las confrontaciones con los blancos fueron temporalmente pospuestas por la demanda de productos agrícolas en tiempo de guerra, que brindó elevadas ganancias a todos los productores agrícolas y menguó temporalmente la agitación racial. Pero el nativismo demagógico regresó en represalia durante la recesión de posguerra en 1919 y persistió en la década de 1920 disfrazada de varias formas violentas y malignas.
Esta nueva ola de activismo anti-japonés luchaba contra el éxito de los japoneses en la agricultura y contra los intentos de sus hijos, ciudadanos angloparlantes, de integrarse en la vida californiana. Bajo el generalato de dos venerables liberales –el senador (y antiguo gobernador) Hiram Johnson y el retirado editor del Sacramento Bee, V. S. McClatchy– una amplia coalición nativista, que incluía a Hijos Autóctonos del Oeste Dorado, Legión Americana, Federación de Trabajadores del Estado, Grange, Federación de Clubes de Mujeres y Orden Real del Alce, dieron un empujón a una nueva ley sobre el arriendo de tierras a extranjeros a través de la legislatura de California en 1920, y luego se mudaron a Washington D.C. para cabildear a favor de la prohibición total de la inmigración japonesa.
Mientras el Congreso debatía la aprobación de la ley Johnson-Reed (o Cuota de Inmigración), los xenófobos Hijos Autóctonos, presionaron a las academias para que despidieran a los profesores “pro-japoneses” y advirtieron a los familiares de las peligrosas predilecciones sexuales de los Nisei (americano de origen japonés, “¿Acaso quieres casar a tu hija con un japonés?”). Una demanda nativista frecuente (resurgida en el 2005 por republicanos anti-inmigrantes) fue la enmienda para negar la ciudadanía a los niños de padres extranjeros nacidos en EE.UU. Entretanto, los grupos anti-japoneses en el área de Los Ángeles, inclusive los Hijos Autóctonos y el Ku Klux Klan, así como asociaciones de propietarios, organizaron un movimiento de vigilantes “destinado a hacer imposible la vida de los japoneses residentes”. En esta campaña “Aplastar al japonés” de 1922-23 se utilizaron desde carteles, boicots, escupitajos a transeúntes japoneses hasta asaltos y agresiones, siendo mayor la violencia si el norteamericano de origen japonés persistía en mudarse a un barrio de blancos y actuase como un ciudadano estadounidense común.
“Aplasta al japonés”, que promovía los rituales de humillación pública, fue una espeluznante prefiguración del tratamiento a los judíos en la Alemania nazi, pero –como lo ejemplifica un folleto reimpreso por Daniels– tuvo una considerable resonancia en las disertaciones contemporáneas contra los inmigrantes latinoamericanos.
Vienen a cuidar el césped,
Lo aceptamos.
Vienen a cuidar la huerta,
Lo aceptamos.
Mudan a sus hijos a nuestras escuelas públicas,
Lo aceptamos.
………………
Proponen construir una iglesia en nuestra vecindad
NO LO ACEPTAMOS NI LO ACEPTAREMOS
……………….
NO LOS QUEREMOS, ASÍ QUE,
PONGAN MANOS A LA OBRA, JAPONESES,
Y LÁRGUENSE DE HOLLYWOOD8
El Congreso, bajo la intensa gestión de Johnson y otros representantes y senadores del oeste, aprobó la ley Johnson-Reed y eliminó las futuras inmigraciones de Japón. Pero la ley sobre el arrendamiento de tierras a los extranjeros y la supresión de la inmigración fracasaron en su intento de expulsar a los japoneses de sus granjas y negocios. Finalmente, Johnson y sus seguidores verían coronado el trabajo de su vida con la Orden Ejecutiva 9102, del 18 de marzo de 1942, que internaba a los japoneses-norteamericanos de California en campos de concentración. Como señaló Daniels, “Mazanar, Gila River, Tule Lake, White Mountain y los demás campos de reubicación fueron los últimos monumentos a su fervor patriótico”9.
1. Citado en Thomas Walls, “A Theoretical View of Race, Class and the Rise of Anti-Japanese Agitation in California” (PhD diss., University of Texas, 1989), p. 215.
2. Saxton, Indispensable Enemy, pp. 251-52.
3. Kevin Starr, Embattled Dreams: California in War and Peace: 1940-1950 (Nueva York: Oxford University Press, 2002), p. 43; y Philip Fradkin, The Great Earthquake and Firestorms of 1906 (Berkeley: University of California Press, 2006), pp. 297-98.
4. McWiIliams, Factories in the Field, p. 112.
5. Ibíd., pp. 113-14.
6. George Mowry, The California Progressives (Berkeley: University of California Press, 1951), p. 155.
7. Starr, Embattled Dreams, p. 49.
8. Ibíd., p. 97.
9. Ibíd., p. 105.
Nunca olvidaré lo que sufrí en este país a causa del prejuicio racial.
Carlos Bulosan (1937)1
La victoria de los exclusionistas anti-japoneses entre 1920 y 1924 agudizó la escasez de mano de obra en la agricultura que los grandes agricultores intentaron remediar importando trabajadores mexicanos y filipinos. Si la historia de California parece a veces como una implacable cinta transportadora que envía grupos de inmigrantes unos tras otros al mismo caldero de explotación y prejuicio, la experiencia filipina fue quizá la más paradójica. Como ciudadanos de una colonia norteamericana hasta 1934, los filipinos no eran técnicamente unos “aliens” y por lo tanto no estaban excluidos por el sistema de cuotas de 1924; pero al contrario de los mexicanos y japoneses, ellos adolecían de la protección de un país de origen soberano y estaban más a merced de los gobiernos locales y de los racistas californianos. La migración de obreros filipinos en la década de 1920, consistiría casi en su totalidad de hombres jóvenes y solteros cuya gravitación natural hacia los salones de baile y las zonas rojas provocó una histeria sexual-racial entre los blancos, de tal magnitud,