Pickle Pie. George Saoulidis
alrededor de él. Normalmente usaría la camioneta, incluso para una distancia tan corta, pero hoy quería sentir el aire conocido, absorber el monóxido de carbono. Cruzó la avenida Syggrou, ignorando las prostitutas en sus esquinas. Se desvió dos calles de su ruta para ir al lugar usual de reuniones de Diego, detrás de un sitio de apuestas.
Héctor no estaba interesado en los deportes. Por primera vez en su vida se dio cuenta de los carteles y las estadísticas sobre el fútbol, básquetbol y Fórmula 1, clásica y eléctrica, pero sus ojo se fueron hacia el torneo de Ciberpink. Era difícil no notarlo, todo el espectáculo estaba diseñado para atraer la mirada masculina, al tiempo que te robaba tus ahorros.
Entró al sitio de apuestas. Pantallas sobre pantallas con estadísticas, repeticiones, partidos, todos con Realidad Aumentada (RA) controlada y con sonido holográfico direccional para que cada quien pudiera oír el partido que le interesara, lo que hacía que el lugar tuviera un raro efecto de eco, como si estuviera embrujado. Hombres y mujeres apostaban a los equipos, los resultados, los jugadores, el Jugador Más Valioso (JMV) y para sorpresa de Héctor, a las heridas de los jugadores.
Se dio cuenta que no sabía nada sobre Ciberpink. ¿Había algunas mujeres en los equipos? ¿Y algo sobre una calavera? ¿Una calavera de perro por alguna razón? ¿Y puntos?
Eso era todo lo que sabía. Su implante útilmente destacó el resultado de una búsqueda en su RA pero lo descartó. Se sentía muy cansado para aprender cosas nuevas en ese momento.
¿Dónde estaba Diego? Este era su sitio usual. Le preguntó al dependiente.
“Vaya hombre. ¿También te debía dinero?”
Héctor se dio cuenta del uso del verbo en pasado. “Sí, pero no es por eso que estoy preguntando. Conozco al bastardo desde hace años”.
“Oh, hombre, lo lamento entonces. Mis condolencias”.
Héctor retrocedió. “¿De qué puto estás hablando?”
“Lo mataron esta mañana, hombre, a dos cuadras de aquí. Estaba frágil por todas esas drogas y se desangró antes que alguien pudiera ayudarlo. Lo siento, en verdad lo siento y no vas a recuperar tu dinero. Diego no tenía cuenta bancaria ni nada. También me debía y tuve que hacer que un hacker revisara todo”.
Héctor forzó una sonrisa. “Una actitud muy comercial de tu parte”, dijo sin expresión.
El hombre se encogió de hombros. “Es lo que es, hombre. Si supieras cuan a menudo he tenido que hacer esto, no me juzgarías. En cualquier caso ¿te interesa colocar una apuesta? Las Beasties son fuertes candidatas para ganar la copa este año”. Levantó un ORA en la palma de su mano. Un Objeto de Realidad Aumentada que podía ser visto por cualquiera en su veil, es decir, casi todo el planeta. Era una mujer con armadura, endiabladamente sexy, con el culo levantado y labios seductores. “Esa es Sirena, mi favorita. Preciosa, ¿No? ¿Cuál te gusta?”
El hombre levantó la vista y en realidad parecía interesado en saber su respuesta.
“Uh, no estoy interesado en los deportes. ¿Dónde dices que mataron a Diego?”
El dependiente tocó el número de una calle y compartió el mapa con Héctor.
“Gracias”.
“De nada. Ven y apuéstale a Sirena ¿Sí? ¡Dinero garantizado!” Le gritó mientras se iba.
CAÍDA OCHO
Nadie se había preocupado por lavar la sangre.
Héctor se quedó allí con las manos en los bolsillos de su chaqueta. La sangre era roja en los bordes, seca, ahora se veía negruzca-marrón. No era rosada. Esto no era un partido deportivo. No era un espectáculo en el veil, o en la red o en Realidad Virtual.
Había conocido a Diego por más de 10 años y eso es bastante tiempo cuando sólo tienes 30. Prácticamente toda tu vida de adulto. En realidad no era un amigo, pero conocía al bastardo bastante bien.
Se habían emborrachado algunas veces juntos, compartido algunas risas. Menos cuando se volvió un adicto, desde ese momento todo se reducía a la siguiente apuesta de Diego. Nunca fue el mejor de los clientes, pero siempre pagaba sus deudas con datos que conseguía en la calle y otras oportunidades. La mayoría era pura mierda, pero algunos de sus datos en realidad habían dado resultados.
Y ahora todo lo que quedaba de él era una mancha al lado de la calle. Un envoltorio de comida botado se había pegado en la sangre seca.
Basura pegada a la basura.
Se pasó la media hora siguiente caminando arriba y abajo por el callejón tratando que alguien le atendiera el teléfono. El cuerpo de Diego había sido recogido e iba a ser dispuesto por la ciudad de Atenas. Él quería ser reciclado, que una planta naciera de él. Le informaron a Héctor que su amigo era un adorador de Deméter.
Héctor sonrió con sorpresa. No había conocido este lado de consciencia ambiental de Diego. La ciudad había declinado la solicitud del testamento por falta de fondos, naturalmente. Ni siquiera una iglesia corporativa daba donaciones a la gente, mucho menos a los muertos.
Héctor lo pensó durante un minuto.
“Pagaré por el funeral y por su deseo. Envíenme la cuenta”. 1.200 euros decía en el email.
Revisó su cuenta bancaria, tenía 1.700 euros. “Lo añadiré al resto de lo que me debes, bastardo estúpido”, le dijo a la mancha de sangre.
“¿Perdón, señor?”
“Nada, me encargaré de ello en este momento”.
Trancó el teléfono, pagó la cuenta electrónicamente y fue por los víveres, aunque ante el sólo pensamiento de la comida en ese momento lo hacía vomitar.
CAÍDA NUEVE
De regreso en su taller, algo molestaba a Héctor. Leyó el último texto que Diego le había enviado y se lo leyó en voz alta a Armadillo.
“¿Alguna idea? ¿No?”
Soltó las herramientas y se dirigió al frente. Se paró en el sitio en que había visto a Diego por última vez. Cuando le había dado la espalda. Miró alrededor.
La alacena de la derecha, cerca de la salida.
La abrió.
El pendrive estaba allí. Limpio. Precioso.
El astuto bastardo. Le había dado la espalda, ¿Qué, cinco segundos? ¿Diez, máximo?
Héctor lo asió con fuerza y se fue a ver a otro artesano que conocía.
CAÍDA DIEZ
“Hermosa pieza tienes allí”, dijo el hombre con sobrepeso mientras buscaba en su computadora. El cubil del hacker estaba lleno de computadoras desarmadas y refrescos.
“Tony, aun no entiendo esta cosa de ser propietario de una cadena de bloques.
“Violador, hombre. Ese es mi nombre”, se quejó el Hacker.
“Nunca te voy a llamar así. Ahora, deja de hacerme perder el tiempo y explícamelo”, dijo con cara de aburrimiento y haciéndole señas para que siguiera adelante.
El hacker Tony tomó un sorbo y lo pensó. “Mira, la cadena de bloques es pública e inmutable, Es un registro de quién envió qué”.
“Yo uso criptomonedas y más o menos lo entiendo. Ahora, ¿en qué me beneficia este pendrive?”
“Este pendrive contiene un contrato de manumisión, la propiedad de la clave segura asignada a una atleta. En este caso la de una Patty Roo”. Tony mostró la imagen de la atleta.
Nombre | Patricia Georgious |
Alias
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