¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'
Sentí su perfume. Era fresco, parecía recién puesto. En ese momento, noté las dos grandes valijas que había traído consigo para ese viaje, me asombró pensar que las había transportado sola, sin la ayuda de nadie. Me levanté y sentí que mi cuerpo, en cambio, desprendía un desagradable olor a sudor. Me avergoncé tanto que decidí volver a sentarme. Decidí esperar a que ella se baje del vagón para volver a levantarme sin temor a bautizar el aire con mi olor a cloaca. Pero ella no se fijó en mí. Quizás había comprendido mi problema o quizás no. Nunca lo supe.
–Me voy adelantando, nos vemos afuera —me dijo con una sonrisa.
–De acuerdo, busco mi valija y te alcanzo en seguida.
Ella me miró mientras yo estiraba el brazo hacia el compartimiento situado arriba de mi butaca, sobre mi cabeza. No se movió.
–¿Eso es todo? ¿Este es todo tu equipaje?
–Sí. Traje pocas cosas. El resto las dejé en casa, no me servirán de mucho aquí.
Ella se mostró perpleja.
–¡Si tú lo dices, Mel! ¡Vamos, adelante, vámonos antes de que el caballo decida partir con los asnos arriba!
–¿Cómo?
–Nada, es algo que decimos aquí. ¡Nosotras seríamos los asnos, eso es todo!
Se echó a reír, era evidente que se sentía feliz por volver a casa, a su casa, por restablecer la vida, su vida. Y por llevarse a rastras los escombros ajados de mi existencia. Caminaba delante de mí, y yo la seguía, como un perro sigue a su dueño, unido por una correa invisible. Admiraba lo bonito que era su cuerpo joven de veinticinco años, envidiaba su físico, que parecía haber sido creado por las manos hábiles de un escultor. Tenía el busto generoso, el trasero sólido y unas bonitas piernas, largas y rectas, que se amoldaban perfectamente a sus vaqueros ajustados. Toqué un instante mis caderas y mi fantasía se esfumó de inmediato. Una vez más —y no la última—la envidia permaneció para sostenerme la mano.
Durante los años transcurridos en la universidad, pese a todo, logré obtener pequeñas satisfacciones personales. Era una estudiante modelo, una de esas jóvenes siempre en orden, con el cuello del uniforme limpio y bien planchado, preparada, siempre al día con las clases y las tareas bien hechas. Más allá de todo eso, no me integraba. Por propia elección, aunque también por necesidad, nunca entré a formar parte de una de las tantas bandas que poblaban el campus. Y por este motivo, creo, fui envidiada y señalada como una alcahueta por la mayor parte de mis compañeras, como una de esas personas que, detrás de la cara de ángel, esconde muchos intereses personales y segundas intenciones.
Con el paso del tiempo, algunas de esas voces se volvieron cada vez más insistentes y, una de ellas, quizás la más injuriosa para una mujer de esa época, llegó a oídos del rector. Él conocía muy bien mi trayectoria de estudios, mis éxitos académicos y mi comportamiento, tanto dentro como fuera del instituto. Pero, sobre todo, conocía bien a mi padre y su carácter.
Habían batallado juntos. También él recordaba la escena desgarradora de mi padre sosteniendo entre sus brazos a su amigo y compañero de guerra, mientras trataba de contener las lágrimas, la desesperación y el miedo. Pero ese hombre, una vez que había regresado junto a sus seres queridos, había logrado olvidar todo aquello, había llevado a cabo una brillante carrera académica y se había convertido en rector de ese mismo instituto. Quizás, por ese mismo motivo, se había preocupado por tenerme bajo su ala protectora, defendiéndome de todo y de todos. Pero, por el cargo que desempeñaba en el establecimiento, no podía manifestarlo públicamente.
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