¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'
se proyectaban sobre el piso y contra la fachada de la casa. Eran sombras palpitantes, lentas, como el latido de mi corazón.
–Soy el agente Parker, señorita. ¿Puedo pasar, por favor? —preguntó mientras me mostraba la placa con una foto suya de unos años atrás.
Lo dejé entrar y entorné la puerta, sin cerrarla.
–¿Y su compañero, allá afuera?
–No se preocupe, me esperará allí. Estoy aquí por su padre, el señor Brad Warren.
Permanecí en silencio, inmóvil, esperando para que continúe su discurso, para que diga todo lo que tenía que decir. Me hice mil preguntas. Me pregunté si el ogro podría estar involucrado en algún asunto y quién podría haber sido su víctima. Pensé en su participación en alguna pelea. Temí que hubiera regresado para buscarme, que hubiese contactado con la policía y que, a través de ellos, me hubiera hallado para obligarme a volver a su lado.
–¿Qué ha hecho mi padre? —exclamé mientras frotaba nerviosamente la tela de mi falda con las manos cerradas en forma de puño, liberando un sudor frío.
–Ha sido asesinado, señorita Warren, lo siento. La dinámica del hecho aún no es clara. El caso permanece abierto y todas las investigaciones del caso están en curso. Ha sido asesinado de tres disparos, de los cuales uno ha impactado directamente en la cabeza y le ha provocado la muerte. Los vecinos escucharon los disparos, tres tiros ejecutados de cerca desde un vehículo en marcha. Cuando salieron, vieron el cuerpo de su padre tirado en el piso, inmerso en un charco de sangre. Había perdido el sentido, pero se encontraba aún con vida. Murió poco después, durante el traslado al hospital. Parece haber sido una verdadera ejecución, un arreglo de cuentas.
Permanecí en silencio, extrañamente tranquila, casi relajada. No traicionaba ninguna emoción. Mis ojos miraban fijo hacia mis piernas, sin verlas, el sudor frío había desaparecido, las manos se habían abierto dejando finalmente libre la tela de mi falda, el corazón había vuelto a latir de modo regular. Estaba bien, endiabladamente bien. Me arrepentí por ese sentimiento de cruda maldad, me arrepentí también de haberme arrepentido por haber expresado ese sentimiento de forma natural.
–Señorita, ¿se siente bien?
Afirmé con la cabeza, todo estaba muy bien.
–¿Estaba borracho?
–No, no estaba borracho; el nivel del alcohol en sangre era el normal.
Lo miré a los ojos. No podía creer en ese cuento con final feliz, donde todos los malos se vuelven buenos de improviso y viven el resto de sus días felices y contentos. ¿O, acaso, mi padre había cambiado realmente después de mi partida?
–¿Su padre bebía? ¿Se emborrachaba con frecuencia?
¡Mentir! ¡Negar el dolor de la marca ardiente de la mentira impresa sobre la piel del alma! ¡Imperativo!
–Sucedió, como puede sucederle a todos, incluso a las mejores familias.
–¿Qué relación tenía usted con su padre?
Segundos de evidente inseguridad, búsqueda de palabras falsas y, por consiguiente, ausentes. Búsqueda de una verdad que no me pertenecía. Deseo de escribir para siempre la palabra “fin” a todo. Era el momento justo, ese que había estado esperando.
–Una relación normal, como cualquier relación entre un padre exmilitar y una muchacha.
–¿Su padre era muy severo con usted?
No respondí, dudé. Lo miré por un instante, casi enfrentándolo, luego cedí y alejé nuevamente la mirada de él.
–¿Le ha hecho daño? ¿La ha golpeado?
¡Mentir una vez más! ¡Insistir en la vergüenza para preservar la dignidad!
–No…
–¿No? ¿Está segura?
–Sí, estoy segura, agente…
–Bien. ¿Desde hace cuánto tiempo ha dejado la casa paterna?
–Desde hace cinco años.
–Desde 1955, entonces —repitió mientras tomaba nota en su libreta.
–¿Puedo preguntarle el motivo?
–¡Para tener una vida propia, agente! Tenía veintiséis años, no tenía casa, ni familia, ni trabajo. Ansiaba mi independencia, mi autonomía. Estaba cansada de que me mantengan y de tener que implorarle a la gente para poder tener algo para mí, para satisfacer mis gustos y demás.
El agente tomaba nota, imperturbable y sin mirarme, como un periodista durante una entrevista hecha al campeón de béisbol del momento. Me fastidiaba profundamente esa actitud de normalidad y soberbia, ese hacerle preguntas a la gente que llevaba a cabo sin problemas.
–Antes de dejar su antiguo hogar o en los años sucesivos, ¿se mantuvo en contacto con él?
–No —respondí. Me arrepentí y, luego, me corregí de inmediato—. Mejor dicho sí, pero ocasionalmente.
–¿No sentían el deseo de encontrarse, de hablar, de contarse cómo transcurrían vuestras jornadas?
–¿Pero usted es policía o psicólogo? —exclamé.
Mi nivel de paciencia había sido superado profundamente desde hacía rato; y un río más ancho que sus propios márgenes no puede seguir conteniendo el agua y haciéndola correr a lo largo de su recorrido sin derramarla y sembrar muerte y destrucción.
–Ambos, en efecto. Le ruego, Melanie, responda a mis preguntas. Serán de ayuda para cerrar el caso. Confío en su colaboración y me doy perfectamente cuenta del momento difícil que usted está viviendo.
No había comprendido nada en absoluto. Me resigné, como siempre, y respondí a sus preguntas con distancia, como si realmente no me importara nada de nada.
–A partir del día en que dejé esa casa, no tuve nada más para compartir con mi padre. Tomé las riendas de mi vida, mis cosas y me fui. Encontré este pequeño apartamento donde vivo ahora y un trabajo como enfermera en el hospital. Comencé a tener una vida independiente, todo parecía ir bien. Mi padre, por su parte, pudo retomar su vida, sin tener más una hija a la que mantener. Nunca nos buscamos, ni siquiera cuando vivía con él, jamás nos relacionamos. ¿Por qué motivo deberíamos haberlo hecho tras mi partida?
–Comprendo. Antes de dejar la casa, ¿percibió, alguna vez, algo en su padre que no estuviera bien o algún problema que pudiera tener con alguien por algún motivo?
–No, no que yo sepa, agente. No.
–Gracias, Melanie. Ahora querría hacerle unas preguntas sobre su madre, si no le disgusta.
En realidad, me disgustaba ¡y cuánto! No quería molestar, una vez más, a mi madre; ya había sido mortificada durante mucho tiempo a lo largo de su vida. Temí las preguntas que podría hacerme, pero igual acepté someterme a ese interrogatorio.
–Su madre, Jane, se quitó la vida en 1951. En las actas figura que fue precisamente usted la que encontró el cuerpo sin vida al volver de la universidad. ¿Fue así?
–Sí, fue así. Mi madre me entregó el manojo de llaves de casa por primera vez esa misma mañana.
–Por consiguiente, queda claro que su madre había premeditado su accionar, no se trató de un simple impulso del momento.
–Sí. Creo que sí…
¡Respuesta equivocada, Melanie!
–De acuerdo. ¿Podría hablarme de la relación que había entre usted y su madre, y entre su madre y su padre, por favor?
Jaque mate al rey. La reina había sido derrotada. No respiré, traté de encerrarme en mi caparazón buscando la vía de acceso más rápida. Pero el caparazón había permanecido abierto y el hombre me veía, me seguía, me aferraba y me tiraba hacia afuera. Todo el tiempo: no tenía escapatoria. Mentir, mejor seguir mintiendo.
–Mi madre estaba enferma. No era mala, ¡todo lo contrario! Pero era débil, y su mente,