¿Sientes Mi Corazón?. Andrea Calo'

¿Sientes Mi Corazón? - Andrea Calo'


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trabajos que personas de buen corazón, que me conocían, habían querido asignarme. Conocían mi condición de huérfana de madre suicida y la mala situación en la que, seguramente, debía encontrarme a causa de un padre indigno, con el cual también ellos habían tenido que lidiar más de una vez. Había guardado celosamente ese dinero en una caja de metal escondida bajo una tabla del piso, a la espera del momento justo para poder utilizarlo. El ogro nunca me había permitido trabajar, no quería que yo ganara mi propio dinero, que me vuelva autónoma y, quizás, lo suficientemente fuerte como para encontrar el coraje de denunciarlo ante las autoridades. Afirmaba ser él mismo la autoridad, yo le pertenecía y así debería haber permanecido por el resto de mi vida o, al menos, hasta que él hubiera decidido echarme a patadas de su casa.

      Cuando todo estuvo listo, aguardé con impaciencia la llegada de la noche. Seguí cada uno de sus pasos mientras se preparaba para salir, tratando de no traicionar mis emociones. Reflexionaba sobre las noches anteriores, sobre cómo me sentía al ver salir de casa a mi padre y sobre lo que vendría después, cuando, en su lugar, fuese un ogro el que regresara a su guarida. Deseaba representar todo, incluso en ese momento, como lo habría hecho un mimo durante uno de sus números, inclusive las expresiones de mi rostro. Se acercó a la puerta y la abrió. Luego se detuvo y se giró hacia mí.

      –¿No vas a la cama?

      –Aún no.

      –¿Por qué?

      –Porque no tengo sueño. Iré en un rato.

      –Como quieras, pero no te canses. Sabes que me siento mal si te veo cansada, me haces sentir un mal padre.

      El corazón se me detuvo un instante. Si en ese momento me hubiera llegado la muerte, la habría recibido con los brazos abiertos. No respondí, lo miré y luego asentí con un tímido movimiento de cabeza.

      –¿He sido un mal padre, Melanie? —continuó como si sintiese placer en proseguir con aquel sanguinario interrogatorio—. ¡Respóndeme, coño! ¿He sido un mal padre?

      –No —respondí llorando y moviendo frenéticamente la cabeza para confirmar una respuesta en la cual, obviamente, no creía.

      Temblaba. Agarró mi oreja torciéndola con fuerza, con tanta violencia que comencé a pensar que ese día me la arrancaría de la cabeza.

      –Bien, muy bien. Ahora está mucho mejor. Siempre has sido una buena niña, muy buena. Debes obedecer siempre a tu padre. Al final de cuentas, soy yo quien te mantiene, así como he mantenido a la puta de tu madre durante toda una vida, como a un parásito. ¡Y asegúrate de estar en la cama para cuando vuelva, si no te meterás en serios problemas! ¿Entendido?

      Dejó mi oreja y salió golpeando la puerta. Permanecí sentada unos minutos para asegurarme de que no regresaría para recoger algo que se había olvidado, como otras veces había sucedido. Recuerdo una vez que entró después de unos minutos para coger una pistola que tenía guardada en un cajón, ya cargada con las balas, lista para usar. Fue la primera y la última vez que vi esa arma, nunca supe dónde había acabado o si la había usado contra alguien. Él se dio cuenta de que lo estaba mirando mientras guardaba la pistola en la cintura del pantalón. Yo era muy pequeña. Me miró.

      –¿Y? ¿Qué miras? ¡Debes agradecerle al Padre Eterno que aún no la he usado en contra de ustedes!

      Permanecí inmóvil, petrificada, con los ojos y la boca bien abiertos, con una expresión de asombro similar a la que había tenido cuando recibí mi primer peluche, pero, esta vez, sin la sombra de la sonrisa. Me sorprendió que de su boca pudiese salir el nombre de Dios. Antes de ese día, solo había visto la imagen de un revolver en algunos carteles; aún no existía la televisión y, por lo tanto, no tenía idea de para qué servía ese objeto ni porqué él se había enojado tanto al ser descubierto. Llegó mi madre en mi ayuda.

      –Ven tesoro, ven conmigo. Papá tiene muchas cosas que hacer, no está enojado contigo. No debes pensar eso, ¿de acuerdo?

      –De acuerdo, mamita.

      Mi madre había colocado las manos abiertas sobre mi boca y las apretaba tan fuerte —casi como si quisiera acallar una frase mía pronunciada fuera de lugar— que apenas logré responderle. O como si quisiera sofocarme para ahorrarme todos los dolores que, estaba segura, habría sufrido en el transcurso de los años. Sus manos olían a jabón. Amaba ese perfume porque olía a flores, olía a mi madre.

      No regresó. En esos minutos de espera había engañado al tiempo saboreando mis lágrimas, tratando de recordar en qué otro momento del pasado ya les había sentido ese mismo sabor. Tenía un amplio catálogo de sabores entre los que podía elegir, pero, en ese momento, ninguno parecía asemejarse a uno conocido. Había descubierto un nuevo sabor: mis lágrimas se habían endulzado levemente.

      Corrí hacia mi habitación, recogí el dinero y lo guardé en la valija. Bajé las escaleras en puntas de pie, abrí la puerta y miré hacia afuera, temerosa de encontrármelo allí, delante de mis ojos, listo para decirme: «¡Te lo advertí, debiste haberme hecho caso, mocosa! ¡Ahora te has metido en apuros!». Pero su sombra no estaba, ya no estaría nunca más. Un paso, dos pasos, tres pasos. Cada vez más rápidos, casi corriendo. Enfilé hacia la calle de la derecha, vi al señor Smith en la puerta de su casa mientras acomodaba las flores en las macetas situadas sobre las escaleras de ingreso. Sus hijos, Martin y Sandy, le daban vueltas alrededor como las mariposas a las flores. Él bromeaba con ellos y con su madre, que los había alcanzado en el umbral de la casa y los miraba sonriente. Disminuí el paso para observar mejor esa imagen de familia feliz, esa que yo jamás había tenido, para llevarla conmigo fingiendo que también me pertenecía un poco.

      En los cinco años que siguieron, mi padre nunca vino a buscarme. Por lo menos, ninguno me dijo jamás que lo hubiera hecho. El día que, a desgana, regresé a casa para su funeral, los vecinos me contaron que cuando regresó aquella noche en la que escapé, completamente borracho como siempre, comenzó a gritar alarmando a todo el vecindario. Nadie me había visto salir, ninguno fue capaz de responder a las preguntas que masculló con su boca envenenada de alcohol. Mi dijeron que, a través de sus siniestros contactos, había logrado averiguar mi paradero, pero que había decidido dejarme en paz, no perseguirme, porque sabía que no había sido un buen padre y que solo me causaría más daño si me obligaba a regresar. Había tomado la decisión de irme, y para él estaba bien así. Alguno afirmó que había decidido premiar mi coraje, así como la habilidad que había demostrado al ponerlo contra las cuerdas. No creí ni una sola de aquellas palabras, pronunciadas por gente que ni siquiera me conocía, pero luego me resigné al hecho de que podrían ser ciertas, porque, de cualquier manera, ya no me importaba nada más de él. El ogro había muerto a manos de otro ogro durante un ajuste de cuentas, quizás.

      Eran aproximadamente las nueve de la noche del 15 de septiembre de 1960. Llovía a cántaros y sin parar desde hacía tres días, y aún nos aguardaban más días de lluvia. Acababa de llegar a casa después de un largo día de trabajo; con frecuencia hacía turnos un poco más extensos para ganar un poco más de dinero. En cinco años había ahorrado lo suficiente como para decidirme a comprar una casa propia, ayudándome con un pequeño préstamo del banco. Mi vida había cambiado, finalmente estaba empezando a encontrar mi identidad. Débil quizás, pero toda mía. El trabajo me había ayudado mucho en todo este proceso, me había permitido remendar las heridas acumuladas durante años, aunque estas mantenían su dolor bajo las numerosas cicatrices repartidas por todo mi cuerpo. Un dolor extendido, más tolerable, aunque permanente, que no dejaba espacio para que mi alma esté en paz. Calenté mi plato precocido en el horno y me senté a la mesa a esperar a que estuviera listo mientras las manos sostenían el peso de la cabeza.

      La televisión existía desde hacía unos pocos años, pero solo las familias más adineradas podían permitirse comprar y mantener una. Sin duda, yo no. Las pocas veces que transmitían algo interesante, me detenía delante de los escaparates de las tiendas de electrodomésticos donde se agrupaban otras personas que, como yo, no podían tener una. Pero una vez que llegaba el horario de cierre de la tienda, el mismo hombrecillo gordinflón con bigotes se acercaba hacia nosotros, protegido por la vidriera, para anunciar, abriendo los brazos sin consuelo, que «las transmisiones del día habían acabado» o que, al día siguiente, se ofrecerían


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