La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley Brindley

La Chica Y El Elefante De Hannibal - Charley Brindley


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rel="nofollow" href="#ulink_d34b7384-1495-54e3-91c6-bac2b642a2ba">Capítulo Treinta y Cuatro

       Capítulo Treinta y Cinco

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      Sobre un árbol muerto fui a la deriva por las oscuras aguas, en aquella noche tranquila, esforzándome por escuchar el menor sonido. Pero el silencio me envolvía como un manto grueso y húmedo.

      ¿Por qué estoy en el río? ¿Solo me han tirado a mí?

      El río se movía como una serpiente despierta. Me puse un mechón de pelo mojado detrás de la oreja y miré a mi alrededor en la acechante oscuridad.

      Un sonido como de trueno distante se convirtió en un murmullo.

      ¿Qué es ese ruido?

      El tronco al que me había subido durante la noche giraba a cámara lenta, flotando hacia la orilla fangosa. Pensé que finalmente escaparía del agua helada, pero entonces el río descendía y se aceleraba, arrastrándome hacia la rápida corriente. Lo que vi en la tenue luz del amanecer me aterrorizó.

      —¡Rápidos! —Grité.

      Los enormes peñascos se alzaban como brillantes dientes negros. Me tiré del tronco, intentando escapar, pero el furioso río parecía decidido a engullirme.

      Una enorme roca sobresalía frente a mí. Grité, tratando de agarrarme a cualquier cosa para salvarme. Me retorcí, pero mi cabeza se golpeó contra la piedra, enviando destellos de dolor por todo mi cráneo.

      Cuando abrí los ojos, otro tronco me inmovilizaba contra la roca. Algo verde y viscoso cubría la corteza podrida, y dos ramas puntiagudas sobresalían como huesos rotos de un brazo. Mientras me esforzaba por apartarlo, un dolor agudo me salió de la cabeza hacia los hombros.

      La corriente atronadora me tiraba de las piernas y me arrastró a los rápidos. Intenté agarrarme al tronco pero no lo conseguí.

      Me estrellé contra las rocas y me hundí bajo el agua blanca espumosa hasta que caí en una piscina profunda.

      Cuando salí a la superficie, luchando por respirar, el tronco viscoso apareció a mi lado. Me agarré a él, dejando que el remolino me arrastrara en lentos círculos.

      Cada movimiento me causaba un dolor insoportable desde la parte posterior de la cabeza hasta la sien. Mientras me sujetaba con una mano y flotaba en el agua, las nubes y los árboles giraban bajo el sol de la mañana.

      Los pájaros trinaban en las palmeras, y una suave brisa traía el olor terroso de la tierra firme y plantas en flor.

      ¿Por qué estoy en el río?

      Me dolía la cabeza cuando intentaba concentrarme. Todo lo que recordaba eran dos hombres lanzándome desde un puente.

      ¿Qué les ha pasado a las demás?

      Agotada por la lucha contra el río, me quedé sin energía. La voluntad de continuar… tampoco estaba. Así que respiré hondo y me solté. Mientras me hundía en las frías profundidades, sentí alivio mientras el mundo giraba en espiral y desaparecía en la oscuridad.

      De repente, algo que se movía en el agua me sobresaltó. Algo me agarró por la cintura. Traté de soltarme y luché, pensando que una serpiente de agua me atrapaba. La serpiente me levantó por encima de la superficie. Intenté gritar pero solo pude toser y atragantarme con el agua que había tragado.

      La serpiente me apretó más, tratando de estrujarme. Me resistí, pero era demasiado fuerte. Me levantó hasta que acabé mirando fijamente un gran ojo rodeado de piel gris arrugada. Asustada por esa imagen terrorífica, no pude hacer más que temblar ante el apretón de semejante criatura.

      La bestia parpadeó y, agarrándome del vientre húmedo, me alejó un poco. Dos largos cuernos salían de su boca y se curvaban a ambos lados.

      Empujé con todas mis fuerzas.

      —¡Suéltame!

      Mi chillido sorprendió a una bandada de golondrinas de las palmeras. Sus alas batieron el aire provocando un alboroto sordo.

      El ruido debió asustar al animal, porque me soltó y barritó tan fuerte que me sacudió las entrañas. En el momento en que me soltó, me agarré a lo que no era una serpiente, sino una larga trompa retorcida. La rodeé con los brazos, sujetándome con fuerza. No quería que el monstruo me comiera, pero tampoco quería caer sobre uno de esos cuernos.

      Grité mientras la bestia barritaba, chapoteando y zarandeándose hacia la orilla del río, tratando de sacudirme. Me agarré fuerte cuando levantó la trompa hacia el cielo, bramando como si algo le hubiera pegado un mordisco.

      Puede ser que, presa del pánico, le mordiera la trompa, pero era imposible haberle causado tanto dolor como para justificar esa reacción. La criatura tropezó con la arena y cayó sobre la maleza hasta estamparse de culo contra un enorme algarrobo. El árbol se tambaleó hasta las ramas más altas, temblando tan fuerte que una gran parte del tronco muerto se soltó y cayó, golpeando la cabeza del animal.

      Se revolvió. Cerró los ojos y entonces se derrumbó, cayendo al suelo en medio de una nube de polvo, hojas y ramas. Su cabeza golpeó una roca, y su trompa, enroscada en mi mano, quedó apoyada en la parte superior de su enorme cara.

      Me senté, tratando de recuperar el aliento mientras me quitaba el pelo mojado de los ojos. Eché un vistazo a la figura inmóvil de aquella bestia gris.

      ¿Lo he matado?

      Unas risas sonaron a mi espalda, y me volví para ver a seis soldados. Llevaban gruesas corazas de cuero talladas con escenas de batalla, junto con protectores de metal ornamentado en las muñecas y espinillas.

      —¿Habéis visto alguna vez algo así?

      Un hombre de barba roja me señaló con su dedo torcido. Llevaba un casco brillante, con pelo largo de animal que sobresalía de la parte superior y caía recto por la espalda. Cada uno llevaba una lanza y una espada en su cinturón.

      Otro soldado arrojó su escudo a la arena, riendo tan fuerte que apenas podía hablar.

      —¡Obolus, el poderoso elefante de guerra, derribado por una chiquilla! —Le dio una palmada en el hombro a su compañero—. Y una media niña debilucha, además. Dudo que tenga doce veranos siquiera.

      Anchas tiras de cuero con adornos plateados colgaban de los cinturones de los soldados, formando faldas protectoras sobre sus túnicas cortas.

      —El bravo Obolus —dijo el primer hombre—, tan valiente en la batalla que pisotea a cien hombres de una vez, pero una niña terrible le agarra la trompa y se muere de miedo.

      Esto provocó más risas.

      Quería huir, pero me rodearon.

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      —¡Esta noche nos damos un banquete! —gritó un hombre corpulento con el pelo negro y grasiento. Colocó su casco en la punta de su lanza y lo agitó en el aire—. De pata de bestia asada y guiso de orejas de elefante.

      —Oh, sí. Dos orejas muy grandes —dijo el hombre de barba roja.

      Sacó su daga e hizo un movimiento cortante por el aire. Los pocos dientes que le quedaban estaban amarillos y torcidos, y uno de ellos estaba roto, dejando un raigón puntiagudo. Sus ojos pequeños y brillantes y su nariz torcida le hacían parecer bizco.

      Vino hacia mí, haciendo un gesto para que los demás lo siguieran. Una sensación de frío me recorrió la columna vertebral como una uña de hielo.

      ¿Qué me van a hacer?

      Yo


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