La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley Brindley
Solté mi piedra esperando que no la oyera caer al suelo.
—Tienes el pelo mojado. —Tomó un largo mechón, me lo alisó sobre el hombro, y luego me cogió la mano—. Ven aquí, al calor.
Yzebel me llevó a la chimenea, donde me senté apoyada en un tronco. El fuego calentó mi cuerpo dolorido, y el humo de los crepitantes nudos del pino me envolvió con un agradable y relajante olor. Miré fijamente al fuego, viendo las llamas serpentear y danzar. Me pareció el vaivén de la vida misma.
¿A dónde va el fuego cuando toda la madera se quema?
—¿Puedes comer contu luca con wuhasa? —preguntó.
—Sí.
Nunca había oído hablar de contu luca, pero podía lo que fuese.
Yzebel cogió un cuenco de barro y lo limpió con la esquina de su delantal. Usó una cuchara de madera para llenarlo con humeantes granos de sémola mezclados con trozos de carne. Una olla de arcilla reposaba en una piedra plana junto al hogar con una salsa roja espesa. Extendió una cucharada de la salsa sobre el cuenco.
Lo cogí y sumergí mis dedos en él. La comida estaba demasiado caliente, pero no podía esperar para llevármela a la boca. El delicioso sabor de la suave sémola de trigo y los sabrosos trozos de cordero calentaron mi espíritu, y la salsa wuhasa caliente tenía sabor picante. Tragué sin masticar y volví a meter la mano en el guiso. Antes de poder dar el segundo bocado, mi estómago vacío se rebeló contra la comida. Me mareé. Mi vientre se contrajo y rugió. Intenté poner el cuenco en la mesa, pero Yzebel alcanzó a agarrarlo antes de que se me cayera.
Me agarré el estómago y me tropecé con un lado de la tienda, donde vomité lo poco que había comido. Mi estómago continuó sonando y retorciéndose.
Las suaves palabras de consuelo de Yzebel y el paño húmedo en la nuca me ayudaron a sentirme mejor. Pronto, mi estómago se calmó y ella me dio la vuelta para lavarme la cara.
—¿Cuándo comiste por última vez?
Traté de pensar.
—Hoy no.
—Venga. Creo que deberías beber un poco de vino de pasas antes de meter comida en tu estómago vacío. Un poco de vino tiene efecto calmante, pero si tomas demasiado estarás borracha como el cuervo después de comer uvas fermentadas.
Sonreí, pensando en un cuervo borracho dando vueltas por el aire. Cuando levanté la vista, Yzebel me guiñó el ojo.
Me senté junto al fuego envuelta en la capa de Tendao y bebí el vino dulce que ella había aguado para mí.
—Toma solo un poco —dijo Yzebel—. Esperemos a ver si a tu estómago le disgusta el vino igual que la comida.
Asentí y dejé a un lado el tazón. Un calor ardiente me alivió la barriga, y parecía que el vino no volvería a subir. Cogí un cuchillo que estaba en una piedra y uno de los nabos de la cesta para pelarlo, como había hecho Yzebel antes. Me sonrió mientras cortaba zanahorias en la gran olla de arcilla. El guiso olía delicioso, pero no tenía intención de provocar a mi estómago por segunda vez.
—Creo que nunca he conocido a nadie tan tranquilo —dijo Yzebel—. ¿No tienes nada que decir?
Corté mi nabo en la olla, tratando de pensar. Mis pensamientos aún estaban nublados, y me dolía la cabeza más que nunca. Yzebel probablemente pensó que yo era imbécil o una tonta.
Finalmente, pregunté:
—¿Qué come un elefante?
La ceja levantada de Yzebel fue la única señal de que le pareció extraña la pregunta.
—¿El elefante? —dijo—. ¿Por qué? Se come todo lo que crece. Si tiene suficiente hambre, se comerá la copa entera de un árbol crecido. —Buscó otra zanahoria—. Un gran elefante de guerra puede comer un carro de melones o medio campo de trigo duro. A veces incluso un pajar entero.
—¿Pero se comería a una niña?
Yzebel se rio.
—No, no come carne de ningún tipo; solo cosas verdes y amarillas que crecen en la tierra. Nunca se comería a un niño. Bebe un poco más de vino, pero no demasiado rápido.
Hice lo que me dijo, y pronto tanto mi cabeza como mi estómago se sintieron mejor.
—Ahora —dijo Yzebel—, toma un poco del contu luca, pero mastica esta vez antes de tragar.
La comida era muy sabrosa y todavía estaba caliente. Solo le di un bocado y dejé el cuenco.
—¿Cómo te llamas? —me preguntó Yzebel mientras buscaba una gran cebolla amarilla. Cortó el tallo y me miró.
Mis recuerdos llegaban hasta el momento en que esos hombres me arrojaron al río, pero igual que podía usar palabras para hablar con Yzebel, también sabía otras cosas. Como el vino de pasas. Reconocí el sabor y recordé cómo se hacía.
Algunos conocimientos regresaron a mi cabeza, poco a poco; sabía que las chicas enfermas eran desechadas junto con la cerámica rota y las cenizas del día, pero no recordaba haber tenido nunca un nombre.
Sacudí la cabeza.
La expresión de Yzebel se suavizó, y bajó la mirada. Tal vez la cebolla que había cortado en la olla era un poco más fuerte de lo normal. Miró alrededor de la chimenea como si buscara algo, y finalmente cogió una vieja cuchara de madera. Examinó una grieta en el mango durante un momento antes de hablar.
—¿No tienes un nombre?
Me limpié la mejilla con el dorso de los dedos.
—No.
—Bueno —dijo Yzebel—, vamos a encontrar un nombre para ti. Creo que es un gran honor cuando los dioses dejan que una chica elija su propio nombre. ¿No crees?
Quería estar de acuerdo y ya sabía qué nombre me gustaría tener, pero me mordí la lengua. Aunque no recordaba haber tenido nunca un nombre, era consciente de que los niños, especialmente las niñas, no debían dar su opinión.
¿Cómo sé eso?
Cada vez que intentaba recordar algo, mi memoria se disipaba como una paloma asustada entrando y saliendo de la neblina.
Yzebel me miraba, aparentemente esperando una respuesta, pero también mantenía su paciencia, como si supiera que yo luchaba con mis pensamientos.
No sabía qué decir.
Tal vez debería decirle a Yzebel el nombre que quiero para mí.
Mi estómago se sentía mejor, pero me dolía la cabeza. Cuando parpadeé, pequeños puntos negros se arremolinaron ante mis ojos, desaparecieron, y luego reaparecieron con el dolor. Sacudí la cabeza, tratando de aclarar mi visión.
—¿Te gustaría escuchar una historia mientras cocino? —preguntó Yzebel.
—Sí. —Alcancé mi cuenco de contu luca—. Por favor.
—Esta historia es sobre nuestra Diosa Madre, la Reina Elisa. Hace muchos, muchos veranos, incluso antes de la vida del abuelo de mi padre, la Reina Elisa, a quien los romanos llaman Dido, llegó a las costas de Birsa desde su antigua tierra natal, en el este. Le pidió a la gente que vivía aquí una pequeña parcela de tierra donde instalarse con los pocos seguidores que habían cruzado el mar con ella. El jefe de esa gente astuta y pícara le dijo a la Reina Elisa: «Puedes tener la cantidad de tierra que quepa en la piel de un solo buey, y el precio será un talento de plata».
—¿Talento? —Me levanté para poner el cuenco vacío en la mesa—. ¿Qué es…?
Todo lo que me rodeaba se desdibujó y empezó a dar vueltas. La última visión que recordé fue la de Yzebel viniendo hacia mí.
* * * *