La Chica Y El Elefante De Hannibal. Charley Brindley
podía ceder, pero luego se tranquilizó y estiró la trompa hacia mi mano. Escuché su aliento, pensando que tal vez había percibido mi olor, tratando de entender.
Sabiendo que sus enormes patas podrían aplastarme como a un ratón bajo un árbol muerto o que podría derribarme con la trompa, respiré profundamente, fui hacia él y le di una palmadita en una pata.
—Pensé que estabas muerto, y nunca te agradecí por haberme sacado del río. Me salvaste la vida.
—¡Aléjate de mi elefante! —gritó alguien.
Ignoré al hombre y miré a uno de los grandes ojos marrones de Obolus. Era tan alto que dos hombres, uno sobre los hombros del otro, apenas podrían tocar la parte superior de su cabeza. Continuó haciendo ruidos amenazantes, pero se volvieron más suaves cuando giró la cabeza para mirarme. Si quería, podía simplemente levantar su pata y lanzarme por el sendero de una patada, pero no movió la que tenía libre. Con la pata encadenada, sin embargo, continuó pisoteando el suelo y tirando contra la sujeción de metal.
Manos ásperas me agarraron de los hombros, tirando de mí.
—¡Déjame en paz! —grité.
—Estás asustando a todos los animales —me gruñó el hombre—. Una niña inútil no debe correr por aquí, asustándolos. Mira lo que has hecho. Todo el lugar es una algarada.
Mientras me arrastraba hacia atrás, pateé y luché.
—¡Suéltame! —grité.
—Te romperé tu flaco cuello si no dejas de gritar.
Me agarró con ambas manos, apretando sus dedos alrededor de mi garganta, asfixiándome. Le arañé las muñecas, intentando soltarme de sus manos, pero era demasiado fuerte. Mi corazón latía con fuerza y mi pecho se agitaba mientras luchaba por respirar.
El hombre me volteó, dándole la espalda a Obolus.
—¿Por qué una niña ignorante viene aquí, gritando y…?
Sus palabras fueron interrumpidas y sus dedos se soltaron de mi garganta. La trompa de Obolus se envolvió alrededor de la cintura del hombre, levantándolo del suelo.
—¡No, Obolus! —grité—. ¡Bájalo!
Me palpé la garganta y sentí las huellas de las manos donde el hombre me había apretado.
Obolus sostuvo al hombre que gritaba boca abajo, en el aire. La túnica del hombre le caía sobre la cabeza y un bastón cayó de su cinturón mientras pateaba e intentaba agarrar la trompa del elefante.
Eché un vistazo al bastón. Era del largo de mi antebrazo, acabado en oro y grabado con viñas y hojas. El oro del extremo tenía forma de gancho romo, y el extremo opuesto era plano. El palo parecía una especie de cayado. Noté que algunos de los otros hombres tenían bastones similares, pero acabados en plata o cobre en lugar de oro.
Varios hombres se acercaron con ellos, pero en vez de hacer que Obolus lo soltara, empezaron a reírse. Esto enfureció aún más al hombre.
—¡Golpeadlo! —gritó—. ¡Matadlo! ¡Bájenme de aquí!
Los hombres solo se rieron y señalaron al hombre colgante. Incluso los chicos del agua vinieron a ver la diversión.
—¡Obolus! —grité y le di una palmada en la pata—. Por favor, no le hagas daño.
El elefante inclinó la cabeza para mirarme. Levanté la mano y le di una palmadita en la parte inferior de la oreja. Parpadeó, miró al hombre por un momento, y luego me miró a mí.
Sabía que solo hacía falta un poco de presión de la enorme trompa de Obolus para exprimir la vida del hombre.
—Bájalo —mi voz se quebró, no sonaba nada contundente.
Obolus bajó al hombre hacia el suelo, y lo soltó. El hombre cayó aterrizando mal sobre una cadera, y luego de espaldas. Dos trabajadores se arrodillaron, tratando de ayudarlo a levantarse.
—Así está mejor —le dije a Obolus y agarré el extremo de su trompa con las manos, luego lo miré—. Gracias por salvarme la vida otra vez, pero este hombre solo estaba enojado porque te molesté a ti y a los demás elefantes.
El hombre en el suelo jadeaba mientras el alboroto a lo largo del camino se calmaba. Las crías de elefante dejaron de correr y bajaron las trompas al vernos a mí y a Obolus, que puso la punta de la trompa en mi mejilla y me olisqueó la cara y el pelo.
—Ahora —dije—, te daré un melón para comer, y prometo no volver a venir corriendo y gritando si tú no te vuelves loco por cada pequeña cosita.
Cogí un gran melón amarillo de al lado del almiar y se lo llevé. Enroscó la trompa y abrió la boca. Lo metí y me reí cuando lo espachurró. Bajó la cabeza para mí y le di una palmadita en la cara.
—Buen chico.
—¡La voy a matar!
Cuando escuché la voz ronca de atrás, me di vuelta y me apoyé en la pata de Obolus.
El hombre se puso de pie.
—No —dijo otro hombre que sujetó al primero por el brazo—. ¿No ves cómo lo ha calmado? —Era un hombre grande, de hombros anchos y musculosos, pero sus ojos eran profundos y pensativos. Me miró con una expresión amable—. Tú eres la niña que Obolus sacó del río, ¿no es así?
Asentí con la cabeza.
—Me lo imaginaba. —Tomó al otro hombre por el brazo—. Ukaron, sabes que estos pobres animales reaccionan a cosas que no podemos comprender. Viste cómo obedeció sus órdenes como si hubieran entrenado juntos toda la vida. Solo he visto esto una vez antes, cuando trajeron a ese chico de las Indias, el que fue abatido por una jabalina romana en Messina. ¿Cómo se llamaba?
—Ponichard. —Ukaron se sacudió el polvo—. ¿Y qué?
Miré fijamente a Ukaron. La piel de su cara estaba demasiado tensa, tirando de sus labios hacia atrás en una constante mueca de desprecio, y sus pómulos y barbilla casi perforaban la superficie. Sus ojos estaban caídos y húmedos como los de un hombre enfermo, pero tal vez eso era porque Obolus casi lo mata.
—Es lo mismo, Ukaron —dijo el otro hombre— que ese chico, Ponichard, cuando conoció al elefante Xetos. Recuerdas lo travieso que podía ser ese animal. Sin embargo, desde el primer momento en que Ponichard le puso las manos encima, Xetos estuvo a las órdenes del chico, tanto que tuvimos que sacrificar a la bestia cuando el chico murió en la batalla. Y ahora Obolus ha formado un fuerte vínculo con esta niña, y ella con él. No me atrevo a explicar el propósito de los dioses para tales cosas, así como no cuestiono su infinita sabiduría. Te sugiero que no alteres esta relación entre la bestia y la chica.
—Estás muy equivocado, Kandaulo. —Ukaron mantenía sus ojos en mí mientras hablaba con el hombre—. Es una niña endemoniada. Trató de provocar una estampida de los animales para que destruyeran el campamento. Si hay algún dios involucrado, son los dioses del inframundo. —Se limpió el peludo antebrazo en la boca, tomó su bastón de un hombre que estaba a su lado y se marchó.
—Vete ahora, chica —dijo Kandaulo—. Y la próxima vez que te pierdas en la Elephant Row, te sugiero que lo hagas en silencio.
—Sí, Kandaulo. Lo haré. —Le di una palmadita al final de la trompa, que apoyó en mi hombro. La piel gris del elefante parecía áspera y vieja con todas esas arrugas, pero se sentía suave, y tenía un tacto agradable. —Adiós, mi gran amigo. Que duermas bien esta noche.
Obolus estiró la trompa para alcanzar más heno, y yo agarré un puñado para él, pero luego recordé.
—¡Oh, no! —susurré—, ¡la jarra de vino de Yzebel!
Dejé caer el heno y corrí Elephant Row de vuelta.
Capítulo Cuatro