Cañas y barro: Novela. Vicente Blasco Ibanez

Cañas y barro: Novela - Vicente Blasco Ibanez


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seguía adelante, auxiliado únicamente por la Borda, una pobrecilla que su difunta mujer sacó de los expósitos, tímida con todos y tenaz para el trabajo lo mismo que él.

      —¡Salud, tío Tono, y no cansarse! ¡Que cogiera pronto arroz de su campo!

      Y la barca se alejó sin que el testarudo trabajador levantase la cabeza más que un momento para contestar á los irónicos saludos.

      Un poco más allá, en una barquichuela pequeña como un ataúd, vieron al tío Paloma junto á una fila de estacas, calando sus redes para recogerlas al día siguiente.

      En la barca discutían si el viejo tenía noventa años ó estaba próximo á los cien. ¡Lo que aquel hombre había visto sin salir de la Albufera! ¡Los personajes que tenía tratados!... Y agrandadas por la credulidad popular, repetían sus insolencias familiares con el general Prim, al que servía de barquero en sus cacerías por el lago; su rudeza con grandes señoras y hasta con reinas. El viejo, como si adivinase estos comentarios y se sintiera ahito de gloria, permanecía encorvado, examinando las redes, mostrando su espalda cubierta por una blusa de anchos cuadros y el gorro negro calado hasta las acartonadas orejas, que parecían despegársele del cráneo. Cuando el correo pasó junto á él, levantó la cabeza, mostrando el abismo negro de su boca desdentada y los círculos de arrugas rojizas que convergían en torno de los ojos profundos, animados por una punta de irónico resplandor.

      El viento comenzaba á refrescar. La vela se hinchó con nuevas sacudidas y la cargada barca inclinóse hasta mojar las espaldas de los que se sentaban en la borda. En torno de la proa las aguas, partidas con violencia, cantaban un glu-glu cada vez más fuerte. Ya estaban en la verdadera Albufera, en el inmenso lluent, azul y terso como un espejo veneciano, que retrataba invertidos los barcos y las lejanas orillas con el contorno ligeramente serpenteado. Las nubes parecían rodar por el fondo del lago como vedijas de blanca lana; en la playa de la Dehesa unos cazadores seguidos de perros duplicaban su imagen en el agua, andando cabeza abajo. En la parte de tierra firme, los grandes pueblos de la Ribera, con sus tierras ocultas por la distancia, parecían flotar sobre el lago.

      El viento, cada vez más fuerte, cambió la superficie de la Albufera. Las ondulaciones se hicieron más sensibles, las aguas tomaron un tinte verdoso semejante al del mar, se ocultó el suelo del lago y en las orillas de gruesa arena formada de conchas comenzó á depositar el oleaje amarillentas vedijas de espuma, pompas jabonosas que brillaban irisadas á la luz del sol.

      La barca deslizábase á lo largo de la Dehesa y pasaban rápidamente ante ella las colinas areniscas, con las chozas de los guardas en su cumbre; las espesas cortinas de matorrales; los grupos de pinos retorcidos, de formas terroríficas, como manojos de miembros torturados. Los viajeros, enardecidos por la velocidad, excitados por el peligro que ofrecía la embarcación arrastrando una de sus bordas á ras del lago, saludaban á gritos á las otras barcas que pasaban á lo lejos y extendían su mano para recibir el choque de las ondas conmovidas por la rápida marcha. En torno del timón arremolinábase el agua. Á corta distancia flotaban dos capuzones, pájaros obscuros que se sumergían y volvían á sacar la cabeza tras larga inmersión, distrayendo á los pasajeros con estas evoluciones de su pesca. Más allá, en las matas, en las grandes islas de cañares acuáticos, las fúlicas y los collvèrts levantaban el vuelo al aproximarse la barca, lentamente, como si adivinasen que aquella gente era de paz. Algunos se coloreaban de emoción viéndolos... ¡Qué magnífico escopetazo! ¿Por qué habían de prohibir los hombres que cada cual cazase sin permiso, como mejor le pareciera? Y mientras se indignaban los belicosos, sonaba en el fondo de la barca el quejido del enfermo y Cañamèl suspiraba como un niño, herido por los rayos del sol poniente que se deslizaban bajo su sombrilla.

      El bosque parecía alejarse hacia el mar, dejando entre él y la Albufera una extensa llanura baja, cubierta de vegetación bravía, rasgada á trechos por la tersa lámina de pequeñas lagunas.

      Era el llano de Sancha. Un rebaño de cabras guardado por un muchacho pastaba entre las malezas, y á su vista surgió en la memoria de los hijos de la Albufera la tradición que daba su nombre al llano.

      Los de tierra adentro que volvían á sus casas después de ganar los grandes jornales de la siega preguntaban quién era la tal Sancha que las mujeres nombraban con cierto terror, y los del lago contaban al forastero más próximo la sencilla leyenda que todos aprendían desde pequeños.

      Un pastorcillo como el que ahora caminaba por la orilla apacentaba en otros tiempos sus cabras en el mismo llano. Pero esto era muchos años antes, ¡muchos!... tantos, que ninguno de los viejos que aún vivían en la Albufera conoció al pastor: ni el mismo tío Paloma.

      El muchacho vivía como un salvaje en la soledad, y los barqueros que pescaban en el lago le oían gritar desde muy lejos en las mañanas de calma:

      —¡Sancha! ¡Sancha!...

      Sancha era una serpiente pequeña, la única amiga que le acompañaba. El mal bicho acudía á los gritos, y el pastor, ordeñando sus mejores cabras, la ofrecía un cuenco de leche. Después, en las horas de sol, el muchacho se fabricaba un caramillo cortando cañas en los carrizales y soplaba dulcemente, teniendo á sus pies al reptil, que enderezaba parte de su cuerpo y lo contraía como si quisiera danzar al compás de los suaves silbidos. Otras veces el pastor se entretenía deshaciendo los anillos de Sancha, extendiéndola en línea recta sobre la arena, regocijándose al ver con qué nervioso impulso volvía á enroscarse. Cuando, cansado de estos juegos, llevaba su rebaño al otro extremo de la gran llanura, seguíale la serpiente como un gozquecillo, ó enroscándose á sus piernas le llegaba hasta el cuello, permaneciendo allí caída y como muerta, con sus ojos de diamante fijos en los del pastor, erizándole el vello de la cara con el silbido de su boca triangular.

      Las gentes de la Albufera le tenían por brujo, y más de una mujer de las que robaban leña en la Dehesa, al verle llegar con la Sancha en el cuello hacía la señal de la cruz como si se presentase el demonio. Así comprendían todos cómo el pastor podía dormir en la selva sin miedo á los grandes reptiles que pululaban en la maleza. Sancha, que debía ser el diablo, le guardaba de todo peligro.

      La serpiente crecía y el pastor era ya un hombre, cuando los habitantes de la Albufera no le vieron más. Se supo que era soldado y andaba peleando en las guerras de Italia. Ningún otro rebaño volvió á pastar en la salvaje llanura. Los pescadores, al bajar á tierra, no gustaban de aventurarse entre los altos juncales que cubrían las pestíferas lagunas. Sancha, falta de la leche con que le regalaba el pastor, debía perseguir los innumerables conejos de la Dehesa.

      Transcurrieron ocho ó diez años, y un día los habitantes del Saler vieron llegar por el camino de Valencia, apoyado en un palo y con la mochila á la espalda, un soldado, un granadero enjuto y cetrino, con las negras polainas hasta encima de las rodillas, casaca blanca con bombas de paño rojo y una gorra en forma de mitra sobre el peinado en trenza. Sus grandes bigotes no le impidieron ser reconocido. Era el pastor, que volvía deseoso de ver la tierra de su infancia. Emprendió el camino de la selva costeando el lago, y llegó á la llanura pantanosa donde en otros tiempos guardaba sus reses. Nadie. Las libélulas movían sus alas sobre los altos juncos con suave zumbido, y en las charcas ocultas bajo los matorrales chapoteaban los sapos, asustados por la proximidad del granadero.

      —¡Sancha! ¡Sancha!—llamó suavemente el antiguo pastor.

      Silencio absoluto. Hasta él llegaba la soñolienta canción de un barquero invisible que pescaba en el centro del lago.

      —¡Sancha! ¡Sancha!—volvió á gritar con toda la fuerza de sus pulmones.

      Y cuando hubo repetido su llamamiento muchas veces, vió que las altas hierbas se agitaban y oyó un estrépito de cañas tronchadas, como si se arrastrase un cuerpo pesado. Entre los juncos brillaron dos ojos á la altura de los suyos y avanzó una cabeza achatada, moviendo la lengua de horquilla, con un bufido tétrico que pareció helarle la sangre, paralizar su vida. Era Sancha, pero enorme, soberbia, levantándose á la altura de un hombre, arrastrando su cola entre la maleza hasta perderse de vista, con la piel multicolor y


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