Cañas y barro: Novela. Vicente Blasco Ibanez

Cañas y barro: Novela - Vicente Blasco Ibanez


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todas las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se parecían á sus progenitores. El abuelo, acariciando al pequeño, pensaba en el porvenir. Lo enseñaba á los camaradas de su juventud, cada vez más escasos, y vaticinaba el porvenir.

      «Éste será de los nuestros: no tendrá más casa que la barca. Antes de que le salgan todos los dientes ya sabrá mover la percha...»

      Pero antes de que le salieran los dientes, lo que ocurrió para el tío Paloma fué el hecho más inesperado de su vida. Le dijeron en la taberna que Tono había tomado en arriendo, cerca del Saler, ciertas tierras de arroz, propiedad de una señora de Valencia, y cuando por la noche abordó á su hijo, quedó estupefacto viendo que no negaba el crimen.

      ¿Cuándo se había visto un Paloma con amo? La familia había vivido siempre libre, como deben vivir los hijos de Dios que en algo se estiman, buscándose el sustento en el aire ó en el agua, cazando y pescando. Sus señores habían sido el rey ó aquel guerrero franchute que era capitán general en Valencia; amos que vivían muy lejos, que no pesaban y podían tolerarse por su grandeza. ¿Pero un hijo suyo arrendatario de una lechuguina de la ciudad y llevándola todos los años en metal sonante una parte de su trabajo? ¡Vamos, hombre! ¡Ya estaba tomando el camino para hablar con aquella señora y deshacer el compromiso! Los Palomas no servían á nadie mientras en el lago quedara algo que llevarse á la boca: aunque fuesen ranas.

      Pero la sorpresa del viejo fué en aumento ante la inesperada resistencia de Tono. Había reflexionado bien sobre el asunto y estaba dispuesto á no arrepentirse. Pensaba en su mujer, en aquel chiquitín que llevaba en brazos, y se sentía ambicioso. ¿Qué eran ellos? Unos mendigos del lago, viviendo como salvajes en la barraca, sin más alimento que los animales de las acequias y teniendo que huir como criminales ante los guardas cuando mataban algún pájaro para dar mayor substancia al caldero. Unos parásitos de los cazadores, que sólo comían carne cuando los forasteros les permitían meter mano en sus provisiones. ¡Y esta miseria prolongándose de padres á hijos, como si viviesen amarrados para siempre al barro de la Albufera, sin más vida ni aspiraciones que las del sapo, que se cree feliz en el cañar porque encuentra insectos á flor de agua!

      No; él se rebelaba; quería sacar á la familia de su miserable postración; trabajar, no sólo para comer, sino para el ahorro. Había que fijarse en las ventajas del cultivo del arroz: poco trabajo y gran provecho. Era una verdadera bendición del cielo: nada en el mundo daba más. Se planta en Junio y se recolecta en Septiembre; un poco de abono y otro poco de trabajo, total tres meses: se coge la cosecha, las aguas del lago, hinchadas por las lluvias del invierno, cubren los campos, y ¡hasta el año siguiente! La ganancia se guarda, y en los meses restantes se pesca á la luz del sol y se caza ocultamente para mantener la familia. ¿Qué más podía desear?... El abuelo había sido un pobre, y después de una vida de perro sólo logró construir aquella barraca, donde vivían eternamente ahumados. Su padre, á quien tanto respetaba, no había conseguido guardar un mendrugo para la vejez. Que le dejasen á él trabajar á gusto, y su hijo, el pequeño Tonet, sería rico, cultivaría campos cuyos límites se perderían de vista, y sobre el solar de la barraca tal vez se levantase con el tiempo una casa mejor que todas las del Palmar. Hacía mal su padre en indignarse porque sus descendientes cultivaban la tierra. Más valía ser labrador que vivir errante en el lago, pasando hambre muchas veces y exponiéndose á recibir el balazo de un guarda de la Dehesa.

      El tío Paloma, pálido de rabia al oir á su hijo, miraba fijamente una percha caída á lo largo de la pared, y las manos se le iban á ella para romperle de un golpe la cabeza. Se la hubiera roto de ocurrir la rebeldía en otros tiempos, pues se consideraba con derecho después de tal atentado á su autoridad de padre antiguo.

      Pero veía á la nuera con el nieto en brazos, y estos dos seres parecían engrandecer á su hijo, poniéndolo á su nivel. Era un padre, un igual suyo. Por primera vez se dió cuenta de que Tono ya no era el muchacho que guisaba la cena en otros tiempos, bajando la cabeza aterrado ante una de sus miradas. Y temblando de rabia al no poder pegarle como cuando cometía una torpeza en la barca, exhaló su protesta entre bufidos. Estaba bien: cada cual á lo suyo; el uno al lago y el otro á aplastar terrones. Vivirían juntos, ya que no había otro remedio. Sus años no le permitían dormir en medio del lago, pues arrastraba una vejez de reumático; pero, aparte de eso, como si no se conocieran. ¡Ay, si levantase la cabeza el primitivo Paloma, el barquero de Suchet, y viese la deshonra de la familia!...

      El primer año fué de incesantes tormentos para el viejo. Al entrar por la noche en la barraca encontraba instrumentos de labranza al lado de los aparatos de pesca. Un día tropezó con un arado que Tono había traído de tierra firme para recomponerlo durante la velada, y le produjo el mismo efecto que un dragón monstruoso tendido en medio de la barraca. Todas estas láminas de acero le causaban frío y rabia. Le bastaba ver una hoz caída á unos cuantos pasos de sus redes, para que al momento creyese que la corva hoja iba á marchar por sí sola á cortarle los aparejos, y reñía á su nuera por descuidada, ordenando á gritos que arrojase lejos, muy lejos, aquellas herramientas de... labrador. Por todas partes objetos que le recordaban el cultivo de la tierra. ¡Y esto en la barraca de los Palomas, donde no se había conocido más acero que el de las facas para abrir el pescado!... ¡Vamos, que había para reventar de rabia!

      En la época de la siembra, cuando las tierras estaban secas y recibían el arado, Tono llegaba sudoroso, después de arrear durante todo el día las caballerías alquiladas. Su padre rodaba en torno de él, husmeándolo con maligna fruición, y después corría á la taberna, donde dormitaban con el vaso en la mano sus camaradas de los buenos tiempos. ¡Caballeros, la gran noticia!... Su hijo olía á caballo. ¡Ji, ji! ¡Un caballo en la isla del Palmar! Ya había llegado lo del mundo al revés.

      Aparte de estos desahogos, el tío Paloma conservaba una actitud fría y aislada en medio de la familia del hijo. Entraba por la noche en la barraca con el monòt al brazo, una bolsa de red y aros de madera que contenía algunas anguilas, y empujaba con el pie á su nuera para que le dejase sitio en el fogón. Él mismo se preparaba la cena. Unas veces enrollaba las anguilas atravesándolas con una varita y las guisaba al ast, tostándolas pacientemente por todos los lados sobre las llamas. Otras iba á buscar en la barca su antiguo caldero lleno de remiendos, y guisaba en such alguna tenca enorme ó confeccionaba una sebollá, mezclando cebollas con anguilas, como si preparase la comida de medio pueblo.

      La voracidad de aquel viejo pequeño y enjuto era la de todos los antiguos hijos de la Albufera. No comía seriamente más que por la noche, al volver á la barraca, y sentado en el suelo en un rincón, con el caldero entre las rodillas, pasaba horas enteras silencioso, moviendo á ambos lados su boca de cabra vieja, tragando cantidades enormes de alimento, que parecía imposible pudieran contenerse en un estómago humano.

      Comía lo suyo, lo que había conquistado durante el día, y no se cuidaba de lo que cenaban sus hijos ni les ofrecía parte de su caldero. ¡Cada cual que engordase con su trabajo! Sus ojillos brillaban con maligna satisfacción cuando veía sobre la mesa de la familia, como único alimento, una cazuela de arroz, mientras él roía los huesos de algún pájaro cazado en el interior de un carrizal al ver lejos á los guardas.

      Tono dejaba hacer su voluntad al padre. No había que pensar en someter al viejo, y el aislamiento continuaba entre él y la familia. El pequeño Tonet era el único lazo de unión. Muchas veces el nieto se aproximaba al tío Paloma, como si le atrajese el buen olor de su caldero.

      —Tin, pobret, tin—decía el abuelo con cariñosa lástima, como si lo viese en la mayor miseria.

      Y le regalaba un muslo de fúlica, grasiento y estoposo, sonriendo al ver cómo lo devoraba el pequeñuelo.

      Cuando arreglaba algún all y pebre con sus viejos amigotes en la taberna, se llevaba al nieto sin decir palabra á los padres.

      Otras veces la fiesta era mayor. Por la mañana el tío Paloma, sintiendo la comezón de las aventuras, había desembarcado con algún camarada, tan viejo como él, en las espesuras de la Dehesa. Larga espera, tendidos sobre el vientre entre los matorrales, espiando á los guardas, ignorantes de su presencia.


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