Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés

Marta y María: novela de costumbres - Armando Palacio Valdés


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primer lugar, don Máximo, un ferrocarril militar, como usted mismo confiesa que es el de Miramar, no es el que tenemos derecho a exigir de la Nación. Necesitamos un ferrocarril verdadero y adecuado para el fomento de nuestros intereses y que no sirva únicamente para proteger una fábrica. Hágase usted cargo de que es obra para siempre y que, si desde su origen adolece de un vicio grave, este vicio pesará eternamente sobre nuestra villa. En segundo lugar, los carlistas no pasarán jamás de Somosierra. En cuanto a que aquí levanten la cabeza, demasiado comprende usted que no es posible, porque cuentan con muy pocos elementos..., y eso que bien lo trabajan.

      —¡Ya lo creo que lo trabajan! Hay que estar prevenidos... y no dormirse... Y en último resultado, más vale pájaro en mano... Pero dígame usted, don Mariano, hablando de otra cosa, ¿han terminado ya de arreglar las cocheras?

      Don Mariano, antes de responder, se palpó con aire distraído todos los bolsillos de la ropa, y no hallando lo que buscaba, dirigió la vista hacia un rincón de la sala.

      —Martita, ven acá.

      Una niña que estaba sentada en el extremo de un diván, sin hablar con nadie, llegó corriendo. Podría tener trece o catorce años, pero estaban ya bien señaladas en ella las formas de la mujer: vestía de corto, sin embargo. Era blanca, con ojos y cabellos negros, mas su semblante no ofrecía la expresión provocativa que suele tener esta clase de rostros. Las facciones no podían ser más correctas ni el conjunto más armonioso. Faltaba a aquella belleza, no obstante, un soplo de vida que la animase. Era lo que se llama vulgarmente un rostro parado.

      —Oye, hija mía; ve a mi cuarto, abre el segundo cajón de la izquierda de la mesa de escribir y tráeme la petaca.

      La niña se alejó presurosa y no tardó en volver con ella.

      —Vamos a fumar al comedor—dijo don Mariano tomando a don Máximo del brazo.

      Y ambos salieron del salón por una de las puertas laterales.

      Marta volvió a sentarse otra vez en el mismo sitio. Las señoras que se hallaban cerca estaban empeñadas en una conversación animadísima en la cual ella no tomaba parte. Quedose, pues, sentada, paseando su mirada indiferente de una a otra parte de la sala, deteniéndola ahora en un grupo, ahora en otro de circunstantes y fijándola más particularmente en el pianista que ejecutaba a la sazón la sinfonía de Semíramis.

      Pocas veces había presentado el salón de los señores de Elorza aspecto tan brillante. Todos sus divanes de damasco floreado estaban ocupados por señoras ricamente ataviadas, con los brazos y el pecho al aire. La araña de cristal que colgaba en el centro despedía hermosos cambiantes de luz que iban a caer sobre su tersa piel produciendo visos nacarados. Los espejos reflejaban de uno y otro lado aquellos pechos hasta el infinito. El severo papel verde botella del salón realzaba su blancura. Marta tenía frente a sí a las señoras de Delgado; tres hermanas, una viuda y dos solteras. Todas pasaban de los cuarenta. Las solteras no fiaban de su juventud, pero tenían absoluta confianza en el poder de sus espaldas lustrosas y en sus brazos redondos y crasos. Cerca de ellas estaba la señorita de Morí, carirredonda, vivaracha, de ojos negros maliciosos, huérfana y rica. Un poco más allá la señora de Ciudad, dormitando sosegadamente hasta que llegaba la hora de recoger a las seis hijas que tenía diseminadas por los distintos parajes de la sala. Allá, en un rincón, su hermana María charlaba íntimamente con un joven. Los ojos de la niña rodaban de un sitio a otro lentamente. La música le interesaba poco. Parecía estar segura de no ser observada por nadie, y su rostro tenía la expresión glacial e indiferente del que se encuentra solo en su cuarto.

      Los caballeros, con levita negra correctamente abrochada, se arrimaban lánguidamente a las puertas del gabinete y del comedor, lanzando desde allí miradas persistentes a los brazos y los pechos que ocupaban los divanes. Otros se mantenían en pie detrás del piano, esperando que un compás de silencio les diese tiempo para expresar por medio de exclamaciones reprimidas la admiración que rebosaba de su alma. Sólo muy pocos, bien quistos de la suerte, habían logrado que alguna señora refrenase con la mano, en obsequio suyo, el vuelo exuberante de sus faldas de seda y les hiciese un lugarcito a su lado. Orgullosos de tal prerrogativa, manoteaban sin cesar y derrochaban su ingenio para entretener a la magnánima señora y a las tres o cuatro amigas que tomaban parte en la conversación. El torrente de fusas y semifusas que salía del piano colocado en un ángulo del salón llenaba su recinto y apagaba enteramente el cuchicheo de las conversaciones. A veces, sin embargo, cuando los dedos del pianista herían suavemente las teclas en algún pasaje, se oía el ruido áspero de los abanicos al abrirse y cerrarse y sobre el murmullo tenue y confuso de los imprudentes que charlaban se percibía súbito una palabra o una frase entera que hacía volver con disgusto la cabeza de los que formaban detrás del piano. El calor era grande, a pesar de hallarse entreabiertos los balcones. La atmósfera, sofocante y cargada de un desagradable olor, mezcla del perfume de pomadas y esencias con los efluvios de los cuerpos que ya transpiraban. En esta mixtura de olores predominaba el aroma acre de los polvos de arroz.

      Doña Gertrudis, según costumbre cotidiana, se había dormido profundamente en la butaca. Tenía fuero de enferma y nadie se lo tomaba a mal. Isidorito levantose silenciosamente y fue a arrimarse a la puerta del gabinete. Desde aquella posición inexpugnable comenzó a lanzar miradas abrasadoras, largas y profundas sobre la señorita de Morí, que recibió los fuegos de la batería con una calma heroica. Isidorito había amado a la señorita de Morí desde que tuvo conocimiento de lo que eran dotes y bienes parafernales, asombrando después por su fidelidad a toda la villa. Aquella pasión había hecho presa de tal suerte en su alma, que jamás se le vio cruzar la palabra ni dirigir una mirada incendiaria a otra mujer que no fuese la citada señorita.

      Pero Isidorito, contra lo que pudiera creerse dados sus vastos conocimientos jurídicos y su formalidad no menos vasta, experimentaba una leve contrariedad en sus amores. La señorita de Morí tenía por costumbre prodigar sonrisas amables a todo el mundo, derrochar miradas largas y apasionadas con todos los jóvenes de la población; con todos... menos con Isidorito. Esta conducta inexplicable no dejaba de causarle algunas inquietudes, obligándole a meditar frecuentemente sobre la sabiduría de los legisladores romanos que jamás quisieron otorgar capacidad jurídica a la mujer. Había sido nombrado recientemente fiscal municipal del distrito, lo cual, al constituirle en autoridad, le daba gran prestigio entre sus convecinos. Pues bien, la señorita de Morí, lejos de dejarse fascinar por la nueva posición de su apasionado, pareció encontrar ridículo tal nombramiento, a juzgar por el empeño con que desde entonces trató de evitar toda comunicación visual con él. Pero nuestro joven no se dejó abatir por estas nubecillas tan frecuentes entre enamorados y continuó bloqueando, unas veces por medio de pláticas eruditas y otras con actitudes lánguidas y románticas, la carita redonda y los tres mil duros de renta de la inquieta damisela.

      Al lado de Marta cierto joven ingeniero que acababa de llegar de Madrid convertía en un edén con su charla insinuante y graciosa la tertulia que se había formado para escucharle. Era una tertulia o petit comité, como lo llamaba el ingeniero, compuesta exclusivamente de damas, donde el núcleo estaba constituido por tres señoritas de Ciudad.

      —Eso no es más que una galantería de usted, Suárez—dijo una señora.

      —¡Ya se ve!—repitieron varias.

      —Es la pura verdad, y cualquiera que haya vivido allí algún tiempo lo podrá decir. En Madrid no hay términos medios: o las mujeres son totalmente hermosas o totalmente feas. No hay el conjunto de rostros agradables y simpáticos que aquí veo. Porque no les extrañará a ustedes que les diga que el número de feas es allí mucho mayor que el de hermosas.

      —¡Bah! ¡bah! En Madrid es donde se encuentran las mujeres más bonitas y, sobre todo, más elegantes.

      —Eso ya es otra cosa: elegantes, sí; pero bonitas, no paso por ello.

      —Pues aunque usted no pase.

      —Señoras, hay una razón para que ustedes sean más bonitas que las madrileñas: es una razón que pueden apreciar mejor los que, como yo, se han dedicado a las bellas artes. Aquí hay el color y la forma, que allí no existen.


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