Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés

Marta y María: novela de costumbres - Armando Palacio Valdés


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Esto en cuanto a las señoras. En cuanto a las doncellas de labor y cocineras, no paraban aquí los galanteos de don Serapio. Se le consideraba como uno de los más terribles y dañinos seductores de este género; y era cosa bien sabida en Nieva que más de una vez y más de dos habían ido a la fábrica con algún tierno infante entre los brazos a armarle un escándalo mayúsculo, que él se había apresurado a conjurar con los rellenos de su gaveta. Ordinariamente hacía una vida arreglada, levantándose muy de mañana, yendo a la fábrica a despachar las cuentas y a inspeccionar el condimento de los pescados y mariscos y viniendo a eso de las cinco de la tarde a jabonarse y vestirse para emprender su paseo o sus visitas que no eran pocas, y que terminaban siempre a las once de la noche. La única lectura que le agradaba, las novelas de crímenes.

      La voz de don Serapio era poquita, pero desagradable, como decía un joven humorista de los que se arrimaban a las puertas. Nunca pudo averiguarse si era tenor, barítono o bajo. En cambio, cantaba con un sentimiento capaz de derretir a las piedras, del cual podía juzgarse por los movimientos infinitos de sus cejas y por la expresión de desconsuelo que tomaba su fisonomía así que se hallaba frente al piano. Nadie vio un rostro tan arqueado, estirado y compungido. La romanza Lontano a te, más que ninguna otra, tenía el privilegio de despertar su sensibilidad y dar a sus ojos expresión extremadamente amarga.

      Mientras el fabricante de conservas expresaba en italiano el dolor de hallarse lejos de su amada, la hija mayor de los señores de la casa seguía conversando en el paraje más retirado de la sala con un joven de fisonomía abierta y simpática, moreno, de ojos negros y bigote naciente.

      —Enrique no entendió bien mi encargo—decía el joven—. Yo le pedía que me remitiese un aderezo de valor y lo que me manda es medio aderezo vulgarísimo hasta más no poder; tanto, que pienso devolvérselo mañana mismo sin mostrártelo siquiera.

      —No te moleste más; es igual uno u otro.

      —¡Cómo ha de ser igual! ¿De cuándo acá, señorita, se ha vuelto usted tan indiferente en asuntos de tocador? Estoy seguro de que si te trajese el dichoso aderezo reirías en grande.

      —No lo creas.

      —¿Te figuras acaso que no me acuerdo de la burla que has hecho del sombrero que tu tía Carmen te regaló hace pocos días?

      —Hice mal en burlarme; pero tú haces también mal en echármelo en cara. La verdad es que, en resumidas cuentas, lo mismo da un sombrero o un aderezo que otro.

      —Corriente; dale expresiones. Te conozco bien y no me dejo engañar. El aderezo se devolverá y en su lugar vendrá otro a mi gusto y al tuyo... Dejemos el aderezo... Algo tenía que decirte y ya no me acuerdo... ¡Ah, sí! Es necesario que escribamos a tu tío Rodrigo, pues según la carta que de él recibí hoy, no sabe todavía el día en que nos casamos. Creo que debemos escribirle los dos en una misma carta, ¿no te parece?

      —Como tú quieras.

      —Bien, pues mañana, antes de comer, pasaré por aquí y lo haremos.

      Ambos callaron algunos instantes y atendieron al canto de don Serapio, que se lamentaba cada vez con acento más patético de la soledad y tristeza en que su dueño le tenía. Una de las señoritas de Delgado se llevó el pañuelo a los ojos, declarando en voz baja a los que estaban cerca que desde hacía poco tiempo se le saltaban las lágrimas por cualquier cosa.

      —¡Qué majadero es este don Serapio! Con tanto mover la frente se le va a correr hacia atrás el peluquín.

      —No seas malo, Ricardo; ten un poco de caridad y déjale al pobre que goce sin ofender a Dios ni al prójimo.

      —No, lo que es por mí ya puede cantar hasta que reviente... Pero observo, niña, que te has vuelto muy moralista de algún tiempo a esta parte. ¿Tratas de hacerle competencia al cura de la parroquia?

      —Lo que trato es de que no seas murmurador. Si me quieres tanto como dices, no debían ofenderte mis consejos.

      —No me ofenden; todo lo contrario, los escucho siempre con gusto y los sigo... cuando puedo. Ya conoces mi genio y sabes que no puedo menos de hablar en broma. En fin, tiempo te queda para sermonearme a tu gusto, ¿verdad? No sólo tiempo sino espacio también. Puedes ir echándome sermones desde Nieva hasta Madrid, después de Madrid hasta París, y desde París a Milán, y desde Milán a Venecia, y después hasta Roma y Nápoles, y otra vez de vuelta por Ginebra, Bruselas, París y Madrid hasta casa. ¡Con qué gusto iré escuchando a un predicador tan monísimo por todos esos países extranjeros! ¿Qué te parece el itinerario de nuestro viaje?

      —Bien.

      —¡Bien, bien! Eso no es decir nada. ¡No parece sino que el asunto no te interesa tanto como a mí! Yo no lo declaro definitivo mientras tú no hagas en él las modificaciones que creas convenientes o lo varíes por entero si te place. El mismo interés tengo en ir a París y Roma que a Berlín o a Londres. ¡Figúrate lo que me importará, yendo contigo, viajar por un lado o por otro!

      —Lo que tú determines estará bien.

      —Dejémonos de cuentos: ¿te gusta el viaje que te propongo, sí o no?

      —Ya te he dicho que sí.

      —Pero, hija, ¿qué tienes? En toda la noche no he podido hacerte sonreír una vez siquiera, ni pronunciar más que las palabras estrictamente necesarias. ¿A qué viene esa gravedad? ¿Estás enfadada conmigo?

      —¿Por qué había de estarlo?

      —Eso pregunto yo, ¿por qué? Lo cierto es que lo estás, pues de otro modo no tiene explicación el tono displicente con que me respondes hace rato.

      —Es una suspicacia tuya. Te respondo como siempre.

      Ricardo contempló en silencio a su novia, que separó la vista fijándola en don Serapio.

      —Podrá ser; pero no lo veo claro. Si realmente estuvieses enfadada, harías mal en no decirme el motivo, para reparar mi falta, si por ventura la hubiese cometido. La conciencia no me acusa de nada...

      —Te digo que no estoy enfadada: ¡no seas pesado!

      María pronunció estas palabras con evidente sequedad y sin apartar la vista del cantante. Ricardo la contempló otra vez largamente.

      —Bueno, bueno..., más vale así... Yo creía, sin embargo...

      Ambos guardaron silencio buen espacio. Ricardo lo rompió diciendo:

      —Cuando acabe don Serapio te van a hacer cantar a ti; estoy seguro... Todos ganarán en ello menos yo...

      —¿Pues?

      —Por dos razones: la primera porque todo lo que gozo oyéndote cuando estamos en familia, me disgusta cuando cantas en público; la segunda porque vas a separarte de mí.

      —No sé por qué te disgusta que cante en público. A mí es a quien disgusta... y mucho. Lo de la separación es una tontería, porque estamos juntos mucho más tiempo de lo que debiéramos.

      —Es largo de explicar y difícil el porqué no me gusta que cantes en público. Lo de la separación, aunque lo juzgues tontería, es la pura verdad. Por más que estemos juntos algunas horas del día, aun me parece poco. Quisiera que lo estuviésemos todas. En un hombre que se va a casar dentro de mes y medio no creo que tenga mucho de particular este deseo...

      Y bajando la voz, con acento apasionado, añadió:

      —Ni me sacio ni me saciaré jamás de estar a tu lado, vida mía. En los años que llevo adorándote, ni un solo momento he sentido la sombra del hastío. Cuando estoy cerca de ti pienso que ni en el cielo estaría tan bien; cuando estoy lejos pienso que estaría mejor junto a ti. Esto es una garantía de que nunca nos cansaremos el uno al lado del otro, ¿no es verdad? Por mi parte te hago juramento de que si llegamos a viejos me gustará más estar a tu lado que tomando el sol... ¡Qué vida tan dichosa nos espera y cuánto tiempo hace que sueño con ella!... ¿Te acuerdas cuando un día, en la huerta de casa, teniendo tú


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