Marta y María: novela de costumbres. Armando Palacio Valdés

Marta y María: novela de costumbres - Armando Palacio Valdés


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de la orquesta se despojan del manto que las transformaba en espectros. Pero la luz no sonreía; cada vez se mostraba más triste y severa. Por delante de las grandes nubes de un color violeta obscuro que se amontonaban allá en el horizonte sobre las cuatro o cinco casas de El Moral cruzaban velozmente otras pequeñas y blancas como jirones arrancados de una gasa; signo cierto de borrasca.

      María sintió de pronto vibrar el cristal en que se apoyaba. Una ráfaga de aire y de lluvia había azotado con fuerza la ventana. Se apartó un poco hacia atrás y vio llorar a todos los cristales a la vez. Por algún tiempo se entretuvo en seguir con la vista el camino más o menos rápido y tortuoso que las gotas de agua seguían al bajar por la superficie tersa del vidrio. El redoble intermitente de la lluvia le trajo a la memoria las muchas tardes que había pasado cerca de aquella misma ventana escuchándolo con un libro abierto en la mano. El libro era siempre una novela. Más de cuatro meses anduvo solicitando de sus padres que la dejasen habitar el gabinete de la torre, con objeto de entregarse de lleno, y sin temor de que nadie la molestase, a su recreo favorito. Pero don Mariano temía concederle este permiso porque los cuartos de la torre eran fríos y la salud de la niña delicada. Al fin, rendido por sus ruegos y halagos, consintió en ello, después de haber tapizado las habitaciones esmeradamente y con la condición de que Genoveva durmiese cerca de ella.

      Fue una época feliz para María. Tenía entonces dieciséis años, y el pensamiento inquieto y atrevido. La música, en la cual había hecho prodigiosos adelantos, había fomentado en su corazón cierta tendencia a la melancolía y al llanto. Lloraba por cualquier cosa; a veces sin motivo alguno y cuando menos se esperaba; pero las lágrimas eran tan dulces y sentía con ellas placer tan intenso, que en muchas ocasiones las provocaba con artificio. ¡Cuántas veces, contemplando desde aquella ventana los celajes del horizonte teñidos de grana y los últimos resplandores del sol moribundo, sintió su corazón acongojado por una profunda melancolía que venía a deshacerse en sollozos! ¡Cuántas veces había atormentado a su padre con lloro intempestivo, cuya causa no acertaba a decir porque no la sabía ella misma! El conocimiento de la pintura, en la cual también había descollado, despertó su inclinación hacia la luz y el paisaje, lo cual contribuyó asimismo a que solicitase con ardor las habitaciones de la torre. Una vez instalada en ellas con su piano, pinceles y novelas, se juzgó la mujer más dichosa de la tierra. Cuando en mitad de un día esplendoroso de sol, bajo un cielo azul reverberante, abría todas las ventanas del gabinete y dejaba pasar el viento fresco y acre que levantaba sus cabellos y arrojaba por el suelo los papeles de la mesa, pensaba con deleite que había ascendido en un globo y se hallaba en mitad del espacio nadando por el aire a merced de todas las venturas. Y esta ilusión, que procuraba conservar con empeño, la hacía feliz algunos momentos. Por la noche solía abrir también algunas veces las contraventanas y encender, además de la lámpara, todas las bujías de los candelabros para imaginarse que se hallaba metida dentro de un gran farol. «Desde la ría, esta torre debe parecer un faro y mi habitación la lámpara que acaba de encenderse», se decía con gozo infantil. Y se ponía a inspeccionar por los cristales si alguna embarcación cruzaba entonces hacia El Moral, hasta que, amedrentada por la obscuridad de fuera y ofuscada por la claridad de adentro, concluía por asustarse de tanta iluminación y empezaba a apagar las luces apresuradamente.

      Don Mariano llamaba a aquel gabinete ligero y aéreo la jaula de María. Y en verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niña revoloteaba sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladando los objetos de un sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro. Para que la semejanza fuese más completa, cuando la familia se hallaba en el comedor oíanse muchas veces los trinos lejanos de alguna cavatina o romanza que estudiaba. Don Mariano nunca dejaba de exclamar con su habitual y bondadosa sonrisa: «¡Ya canta el pajarito!» Y todos sonreían también llenos de complacencia; porque en la casa todo el mundo quería y admiraba a la niña.

      En dos o tres años entró un cargamento de novelas en el gabinete de la torre, y volvió a salir después de haber entretenido largas horas los ocios de nuestra joven, que puso a contribución para ellos no sólo la biblioteca de su padre y su bolsillo, sino también las librerías de todos los amigos de la casa. Don Serapio fue su primer proveedor. Así que durante una larga temporada no leyó más que relaciones sangrientas de crímenes terribles y monstruosos, en las cuales tanto se placía el fabricante de conservas alimenticias. En aquella temporada no gozó gran cosa, porque estas novelas, aunque excitaron en alto grado su curiosidad, teniéndola suspensa y sujeta a la lectura gran parte del día y de la noche, no dejaban en su espíritu ningún recuerdo dulce ni poético con que recrearse, y las olvidaba al día siguiente de leídas. Además, la aterraban demasiado: no pocas veces le habían quitado el sueño, y hasta en algunas ocasiones pidió a Genoveva que se acostase a su lado porque se moría de miedo.

      Después de haber agotado la librería de don Serapio, pidió a una de las señoritas de Delgado que le abriese la suya, que tenía fama de hallarse ricamente abastecida. En efecto, contenía gran número de novelas, todas de la escuela romántica primitiva, cuidadosamente encuadernadas, pero muchas de ellas ya grasientas por el uso. En los pasajes más tiernos solían tener las hojas algunas manchas amarillentas, lo cual ponía de manifiesto que las distintas lectoras en cuyas manos había estado el libro habían tributado algunas lágrimas a las desdichas del héroe. Ya sabemos que una de las señoritas de Delgado lloraba con extrema facilidad. Las novelas que entonces leyó fueron, entre otras: Ivanhoe, La dama del lago, Maclovia y Federico o Las minas del Tirol, Saint Clair de las islas o Los desterrados a la isla de Barra, Oscar y Amanda, El castillo del Águila Negra, etc. Estas le hicieron gozar muchísimo más. Entró de lleno, con vida y alma, en la región de las quimeras deliciosas con que el ilustre Walter Scott y otros novelistas no tan ilustres solazaban a nuestros padres creando una Edad Media para su uso, poblada de trovadores y torneos, de hazañas estupendas, de castillos góticos, de héroes y de amores invencibles. Lo que más seducía a la señorita de Elorza era la inquebrantable constancia de afectos que los protagonistas de aquellas novelas manifestaban siempre. Ya fuese varón o hembra, cuando una pasión amorosa les prendía no había que empeñarse en llevarles la contraria, porque todo era inútil. Al través de la oposición de los padres y tutores, y por encima de las asechanzas que les tendían, los amantes desdeñados, purificados con mil pruebas diversas, padeciendo mucho y llorando mucho más, al cabo salían siempre triunfantes. Y bien lo merecían. La señorita de Elorza prometía secretamente en el santuario de su alma guardar la misma fidelidad al primer novio que la Providencia le deparase, e imitar su fortaleza en las adversidades.

      Cada una de aquellas novelas dejaba huella duradera en su juvenil espíritu, y durante algunos días, en tanto que los personajes de otra no lograban cautivarla, pensaba sin cesar en los hermosos milagros que el amor de la heroína, puro como el diamante y tan firme, había realizado. Y tomando la acción donde el novelista la había dejado, que era siempre en el acto de celebrarse las bodas de los atribulados amantes, la proseguía en su imaginación fingiéndose con todos sus pormenores la vida venturosa que los esposos llevarían rodeados de sus hijos y recorriendo con las manos enlazadas los sitios donde tan frecuentemente habían caído sus lágrimas. Nuestra joven ansiaba que una de estas pasiones irresistibles y lacrimosas se apoderase de su corazón, pero no concebía que ningún joven de los que visitaban su casa vestidos de chaquet o americana lograse inspirársela. Para ella el amor tomaba siempre la forma de un guerrero y se le representaba con casco y loriga viniendo jadeante y cubierto de polvo, después de haber sacado a su competidor fuera de la silla de un bote de lanza, a doblar la rodilla delante de ella para recibir la corona de su mano, que después besaba con ternura y devoción. Otras veces, despojado del casco y con disfraz de villano, pero dejando adivinar por su gallardo porte la nobleza y bravura de su sangre, llegaba por la noche al pie de la torre y entonaba, acompañándose con el laúd, preciosas endechas en que la invitaba a huir con él por los campos hasta algún castillo ignorado, lejos de la tiranía de su padre y del esposo aborrecido que le quería dar. La noche estaba obscura, los centinelas del castillo narcotizados con un filtro, la escala colgada ya de la ventana y los raudos corceles piafaban no muy lejos... «¿Qué aguardas, dueño mío, qué aguardas...?» María oía tocar suavemente a los cristales, y más de una vez se había levantado del lecho con los pies desnudos a cerciorarse de que no era su guerrero, sino el viento, quien la llamaba


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