Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez
si doña Pepa sería la inspiradora de tanto verso lacrimoso y entusiástico. Pero su buena fe se encabritaba ante tal suposición. No, no era posible; forzosamente debía existir otra.
El notario, que llevaba largos años de amistad con Labarta, pretendía dirigirle con su espíritu práctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios. Los autos voluminosos se cubrían de polvo en la mesa, y don Esteban había de preocuparse de las fechas, para que el abogado no dejase pasar los términos del procedimiento.
Su hijo, su Ulises, sería otro hombre. Le veía gran civilista, como su padrino, pero con una actividad positiva heredada del padre. La fortuna entraría por sus puertas como una ola de papel sellado.
Además, podía poseer igualmente el estudio notarial, oficina polvorienta, de muebles vetustos y grandes armarios con puertas alambradas y cortinillas verdes, tras de las cuales dormían los volúmenes del protocolo envueltos en becerro amarillento, con iniciales y números en los lomos. Don Esteban sabía bien lo que representaba su estudio.
—No hay huerto de naranjos—decía en los momentos de expansión—, no hay arrozal que dé lo que da esta finca. Aquí no hay heladas, ni vendaval, ni inundaciones.
La clientela era segura; gentes de Iglesia, que llevaban tras de ellas á los devotos, por considerar á don Esteban como de su clase, y labradores, muchos labradores ricos. Las familias acomodadas del campo, cuando oían hablar de hombres sabios, pensaban inmediatamente en el notario de Valencia. Le veían con religiosa admiración calarse las gafas para leer de corrido la escritura de venta ó el contrato dotal que sus amanuenses acababan de redactar. Estaba escrito en castellano y lo leía en valenciano, sin vacilación alguna, para mejor inteligencia de los oyentes. ¡Qué hombre!...
Después, mientras firmaban las partes contratantes, el notario, subiéndose los vidrios á la frente, entretenía á la reunión con algunos cuentos de la tierra, siempre honestos, sin alusiones á los pecados de la carne, pero en los que figuraban los órganos digestivos con toda clase de abandonos líquidos, gaseosos y sólidos. Los clientes rugían de risa, seducidos por esta gracia escatológica, y reparaban menos en la cuenta de honorarios. ¡Famoso don Esteban!... Por el placer de oírle habrían hecho una escritura todos los meses.
El futuro destino del príncipe de la notaría era objeto de las conversaciones de sobremesa en días señalados, cuando estaba invitado el poeta.
—¿Qué deseas ser?—preguntaba Labarta á su ahijado.
Los ojos de la madre imploraban al pequeño con desesperada súplica: «Di arzobispo, rey mío.» Para la buena señora, su hijo no podía debutar de otro modo en la carrera de la Iglesia.
El notario hablaba, por su parte, con seguridad, sin consultar al interesado. Sería un jurisconsulto eminente; los miles de duros rodarían hacia él como si fuesen céntimos; figuraría en las solemnidades universitarias con una esclavina de raso carmesí y un birrete chorreando por sus múltiples caras la gloria hilada del doctorado. Los estudiantes escucharían respetuosos al pie de su cátedra. ¡Quién sabe si le estaba reservado el gobierno de su país!...
Ulises interrumpía estas imágenes de futura grandeza:
—Quiero ser capitán.
El poeta aprobaba. Sentía el irreflexivo entusiasmo de todos los pacíficos, de todos los sedentarios, por el penacho y el sable. A la vista de un uniforme, su alma vibraba con la ternura amorosa del ama de cría que se ve cortejada por un soldado.
—¡Muy bien!—decía Labarta—. ¿Capitán de qué?... ¿De artillería?... ¿De Estado Mayor?
Una pausa.
—No; capitán de buque.
Don Esteban miraba el techo, alzando las manos. Bien sabía él quién era el culpable de esta disparatada idea, quién metía tales absurdos en la cabeza de su hijo.
Y pensaba en su hermano el médico, que vivía retirado en la casa paterna, allá en la Marina, un hombre excelente pero algo loco, al que llamaban el Dotor las gentes de la costa y el poeta Labarta apodaba el Tritón.
II
MATER ANFITRITA
Cuando de tarde en tarde aparecía el Tritón en Valencia, la hacendosa doña Cristina modificaba el régimen alimenticio de la familia.
Este hombre sólo comía pescado. Y su alma de esposa económica temblaba angustiosamente al pensar en los precios extraordinarios que alcanza la pesca en un puerto de exportación.
La vida en aquella casa, donde todo marchaba acompasadamente, sufría graves perturbaciones con la presencia del médico. Poco después de amanecer, cuando sus habitantes saboreaban los postres del sueño, oyendo adormecidos el rodar de los primeros carruajes y el campaneo de las primeras misas, sonaban rudos portazos y unos pasos de hierro hacían crujir la escalera. Era el Tritón, que se echaba á la calle incapaz de permanecer entre cuatro paredes así que apuntaba la luz. Siguiendo las corrientes de la vida madrugadora llegaba al Mercado, deteniéndose ante los puestos de flores, donde era más numerosa la afluencia femenina.
Los ojos de las mujeres iban hacia él instintivamente, con una expresión de interés y de miedo. Algunas enrojecían al alejarse, imaginando contra su voluntad lo que podría ser un abrazo de este coloso feo é inquietante.
—Es capaz de aplastar una pulga sobre el brazo—decían los marineros de su pueblo para ponderar la dureza de sus bíceps.
Su cuerpo carecía de grasa. Bajo la morena piel sólo se marcaban rígidos tendones y salientes músculos; un tejido hercúleo del que había sido eliminado todo elemento incapaz de desarrollar fuerza. Labarta le encontraba una gran semejanza con las divinidades marinas. Era Neptuno antes de que le blanquease la cabeza; Poseidón tal como le habían visto los primeros poetas de Grecia, con el cabello negro y rizoso, las facciones curtidas por el aire salino, la barba anillada, con dos rematas en espiral que parecían formados por el goteo del agua del mar. La nariz algo aplastada por un golpe recibido en su juventud, y los ojos pequeños, oblicuos y tenaces, daban á su rostro una expresión de ferocidad asiática. Pero este gesto se esfumaba al sonreír su boca dejando visibles los dientes unidos y deslumbrantes, unos dientes de hombre de mar, habituado á alimentarse con salazón.
Caminaba los primeros días por las calles desorientado y vacilante. Temía á los carruajes; le molestaba el roce de los transeúntes en las aceras. Se quejaba del movimiento de una capital de provincia, encontrándolo insufrible, él, que había visitado los puertos más importantes de los dos hemisferios. Al fin emprendía instintivamente el camino del puerto en busca del mar, su eterno amigo, el primero que le saludaba todas las mañanas al abrir la puerta de su casa allá en la Marina.
En estas excursiones le acompañaba muchas veces su sobrino. El movimiento de los muelles tenía para él cierta música evocadora de su juventud, cuando navegaba como médico de trasatlántico; chirridos de grúas, rodar de carros, melopeas sordas de los cargadores.
Sus ojos recibían igualmente una caricia del pasado al abarcar el espectáculo del puerto: vapores que humeaban, veleros con sus lonas tendidas al sol, baluartes de cajones de naranjas, pirámides de cebollas, murallas de sacos de arroz, compactas filas de barricas de vino panza contra panza. Y saliendo al encuentro de estas mercancías que se iban, los rosarios de descargadores alineaban las que llegaban: colinas de carbón procedentes de Inglaterra; sacos de cereales del mar Negro; bacalaos de Terranova, que sonaban como pergaminos al caer en el muelle, impregnando el ambiente de polvo de sal; tablones amarillentos de Noruega, que conservaban el perfume de los bosques resinosos.
Naranjas y cebollas caídas de los cajones se corrompían bajo el sol, esparciendo sus jugos dulces y acres. Saltaban los gorriones en torno de