Mare nostrum. Vicente Blasco Ibanez

Mare nostrum - Vicente Blasco Ibanez


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de sus praderas azules, saltaba sobre la superficie ó pasaba en rebaño bajo el lomo de las olas. El hombre le tendía la trampa de sus almadrabas en las costas de España y de Francia, en Cerdeña, el estrecho de Mesina y las aguas del Adriático. Pero esta carnicería apenas aclaraba sus compactos escuadrones. Luego de vagar por los recovecos del archipiélago griego, pasaban los Dardanelos, pasaban el Bósforo, conmoviendo con el hervor de su galopada invisible los dos callejones acuáticos, y dando la vuelta á la copa del mar Negro, volvían, diezmados pero impetuosos, á las profundidades del Mediterráneo.

      Formaba el coral rojos bosques inmóviles en el zócalo submarino de las islas Baleares y en las costas de Nápoles y África. El ámbar gris se encontraba en los acantilados de Sicilia. Las esponjas crecían en las aguas tranquilas al abrigo de los peñascos de Mallorca y de las islas griegas. Hombres desnudos, sin aparato alguno, conteniendo su respiración, descendían á la profundidad, como en los tiempos primitivos, para arrancar estos tesoros.

      El médico abandonaba su descripción geográfica. Le atraía más la historia de su mar, que había sido la historia de la civilización. Primeramente, tribus miserables y escasas vagaban por las costas, buscando el alimento de los crustáceos arrojados por las olas: una vida semejante á la de los pueblos rudimentarios que Ferragut había visto en las islas del Pacífico. Cuando la herramienta de piedra ahuecaba los troncos de los árboles y los brazos humanos se atrevían á tender el primer cuero ante las fuerzas atmosféricas, se poblaban rápidamente las costas.

      Los templos del interior se reconstruían en los promontorios, y apuntaban las ciudades marítimas, primeros núcleos de la civilización presente. En este mar interior habían aprendido los hombres el arte de navegar. Todos miraban á las olas antes que al cielo. Por el camino azul habían llegado las maravillas de la vida y de sus entrañas nacían los dioses. Los fenicios—judíos metidos á navegantes—abandonaban sus ciudades en el fondo del saco mediterráneo, para esparcir los conocimientos misteriosos de Egipto y de las monarquías asiáticas por todas las orillas del mar interior. Luego les reemplazaban los helenos de las repúblicas marítimas.

      Para Ferragut, el honor más grande de Atenas era haber sido una democracia de nautas. Los ciudadanos servían á la patria como remeros. Todos sus grandes hombres eran oficiales de marina.

      —Temístocles y Pericles—añadía—fueron jefes de escuadra, que luego de mandar buques gobernaron á su país.

      Por eso la civilización griega se había esparcido y hecho inmortal, en vez de achicarse y desaparecer sin fruto, como otras de tierras adentro. Luego, Roma, la terrestre Roma, para no morir bajo la superioridad de los navegantes semitas de Cartago, tenía que enseñar el manejo del remo y el combate en las olas á los labradores del Lacio, legionarios de mejillas endurecidas por las carrilleras del casco, que no sabían cómo mover sobre las tablas resbaladizas sus pies de hierro dominadores del mundo.

      Las divinidades del mare nostrum inspiraban al médico una devoción amorosa. Sabía que no habían existido, pero creía en ellas como poéticos fantasmas de las fuerzas naturales.

      El mundo antiguo sólo conocía en hipótesis el inmenso Océano, dándole la forma de un cinturón acuático en torno de la tierra. Océano era un viejo dios de luengas barbas y cornuda la cabeza, que vivía en una caverna submarina con su mujer Tetis y sus trescientas hijas las Oceánidas. Ningún argonauta se atrevía á ponerse en contacto con estas divinidades misteriosas. Sólo el grave Esquilo había osado representar á las Oceánidas, vírgenes verdes y sombrías, llorando en torno del peñón en que estaba encadenado Prometeo.

      Otras deidades más asequibles eran las del mar interno, en cuyos bordes estaban asentadas las ciudades opulentas de la costa siria, las ciudades egipcias, que enviaban á Grecia destellos de su civilización ritual; las ciudades helénicas, hogares de claro fuego que fundían todos los conocimientos, dándoles una forma eterna; Roma, dominadora del mundo; Cartago, la de los audaces descubrimientos geográficos; Marsella, que hizo participar á la Europa occidental de la civilización de los griegos, derramándola costa abajo, de factoría en factoría, hasta el estrecho de Gades.

      Un hermano de las Oceánidas, el prudente Nereo, reinaba en las profundidades mediterráneas. Este hijo de Océano era de barbas azules y ojos verdes, con haces de juncos marinos en las cejas y el pecho. Cincuenta hijas suyas, las Nereidas, llevaban sus órdenes á través de las olas ó jugueteaban en torno de las naves, enviando al rostro de los remeros la espuma levantada por sus brazos. Pero los hijos del Tiempo, al vencer á los gigantes, se repartían el mundo, jugándolo á la suerte. Zeus quedaba dueño de la tierra, el fatídico Hades reinaba en los abismos plutónicos, y Poseidón se enseñoreaba de las llanuras azules.

      Nereo, monarca desposeído, huía á una caverna del mar helénico, para vivir la calmosa existencia del filósofo, dando consejos á los hombres, y Poseidón se instalaba en los palacios de nácar con sus blancos corceles de cascos de bronce y crines de oro.

      Sus ojos amorosos se fijaban en las cincuenta princesas mediterráneas, las Nereidas, que tomaban sus nombres de los colores y aspectos de las olas: la Glauca, la Verde, la Rápida, la Melosa... «Ninfas de los verdes abismos, de rostros frescos como el botón de rosa; vírgenes aromáticas que tomáis las formas de todos los monstruos que nutre el mar», cantaba el himno orfeico en la ribera griega. Y Poseidón distinguía entre todas á la nereida de la espuma, la blanca Anfitrita, que se negaba á aceptar su amor.

      Conocía al nuevo dios. Las costas estaban pobladas de cíclopes como Polifemo, de monstruos espantables, producto de sus copulaciones con diosas olímpicas y con simples mortales. Un delfín complaciente iba y venía llevando recados entre Poseidón y la nereida, hasta que, rendida por la elocuencia de este proxeneta saltarín de olas, aceptaba Anfitrita ser esposa del dios, y el Mediterráneo parecía adquirir nueva hermosura.

      Ella era la aurora que asoma sus dedos de rosa por la inmensa rendija entre el cielo y el mar; la hora tibia del mediodía que adormece las aguas bajo un manto de oros inquietos; la bifurcada lengua de espuma que lame las dos caras de la proa rumorosa; el viento cargado de aromas que hincha la vela como un suspiro de virgen; el beso piadoso que hace adormecerse al ahogado, sin cólera y sin resistencia, antes de bajar al abismo.

      Su marido—Poseidón en las costas griegas y Neptuno en las latinas—despertaba las tempestades al montar en su carro. Los caballos de cascos de bronce creaban con su pataleo las olas que tragan á los navíos. Los tritones de su cortejo lanzaban por sus caracolas los mugidos atmosféricos que tronchan los mástiles como cañas.

      ¡Oh, madre Anfitrita!... Ferragut la describía lo mismo que si hubiese pasado ante sus ojos. Algunas veces, cuando nadaba en torno de los promontorios, como los hombres primitivos, sintiéndose envuelto por la fuerza ciega de las potencias naturales, había creído ver á la diosa desembocando entre dos rocas, con todo su risueño cortejo, luego de haber descansado en una cueva marina.

      Una concha de nácar era su carroza, y seis delfines tiraban de ella con jaeces de purpúreo coral. Los tritones, sus hijos, llevaban las riendas. Las náyades, sus hermanas, golpeaban el mar con las escamosas colas, irguiendo sus troncos de mujer envueltos en la magnificencia de una cabellera verde, entre cuyos bucles asomaban las copas de los senos con una gota temblona en el vértice. Unas gaviotas blancas y arrulladoras como las palomas de Afrodita aleteaban sobre las caricias y los encuentros amorosos de esta parentela inmortal entregada al sereno incesto, privilegio de los dioses. Y ella, la soberana, los contemplaba desnuda desde su movible trono, coronada de perlas y estrellas fosforescentes extraídas del fondo de sus dominios, blanca como la nube, blanca como la vela, blanca como la espuma, sin más alteración en su alba majestad que un rubor de rosa húmedo, igual al barniz de las caracolas, que coloreaba su boca y sus calcañares, el pétalo final de sus pechos y el botón convexo de su vientre, mar de nacarada tersura, en el que se borraban las huellas de la maternidad con la misma rapidez que los círculos en el agua azul.

      Toda la historia del hombre europeo—cuarenta siglos de guerras, emigraciones y choques de razas—la explicaba el médico por el deseo de poseer este mar de marco armonioso, de gozar la transparencia de su atmósfera y la vivacidad de su luz.

      Los


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