Riverita. Armando Palacio Valdés
fin, de virtudes domésticas, el mimo de sus papás y el blanco del odio de Enrique y del primo Miguel.
—Oyes, Miguel—le dijo Enrique en voz baja, mientras descendían cautelosamente por la escalera del patio;—¿para qué te quería papá?
—Para decirme que mi papá va a casarse—respondió Miguel alzando los hombros con indiferencia.
—¿Con quién?
—Con una señora.
—¿Entonces vas a tener mamá pronto?
Miguel no juzgó necesario contestar.
—¿Estás contento?
—¿A mí qué me importa?
—¿No tienes miedo que haya?... (Enrique hizo una seña expresiva de vapuleo.)
Miguel le miró un poco turbado.
—¿Por qué?
—Las mamás pegan siempre más que los papás—afirmó sentenciosamente Enrique.
Miguel calló unos instantes y al fin dijo:
—Si me pegase, le pegaría a ella papá.
Enrique no quiso insistir.
En esto cruzaron el patio y entraron en la cochera. Lo que allí hicieron no es para contado y menos para descrito; un sinnúmero de travesuras, todas en manifiesta oposición con la integridad y aseo de los trajes: baste decir que a última hora entraron en la cuadra, montaron los caballos, les llenaron los pesebres de paja, les barrieron la porquería, y no satisfechos aún, tomando el cepillo y el rascador, se pusieron a sacarles el polvo (y a echárselo a sí mismos encima). Cuando se fue acercando la hora de comer, estaban ambos que daba asco mirarlos; tanto, que Enrique, el cual, como ya hemos dicho, no tenía inclinación bien determinada hacia la limpieza, quedó un momento pensativo mirándose y mirando a su primo.
—¿Sabes que estamos muy puercos, Miguel?
Éste asintió con la cabeza, mirándose y mirando a su primo también.
—Si vamos al comedor así, me da mamá una tocata... ¡Recontra qué tocata!
Miguel, con quien no había de ir el asunto, se contentó con sacudirse un poco el polvo.
—Mira, vamos al cuarto de Eulalia, al piso segundo, y allí nos podemos lavar... Yo con estas manos no voy al comedor.
En efecto, las manos de Enrique en aquella sazón no estaban visibles.
Subieron con la misma cautela que habían bajado por la escalera de servicio, echó Enrique una ojeada al gabinete de su madre, y enterándose de que estaba allí Eulalia, subieron ya sin temor alguno al piso segundo y se posesionaron del cuarto de aquella señorita. Lo primero que hicieron fue echar el pasador a la puerta a fin de que no los sorprendiesen. Después comenzaron a usar y a abusar de los copiosos medios de aseo que allí existían; sumergieron ambos las manos en la jofaina, que trasvertía de agua clarísima; apoderáronse de una magnífica pastilla de jabón de almendras, y en pocos minutos, a fuerza de sobarse con ella, la redujeron casi una tercera parte; tomaron las esponjas, las empaparon en el agua del jarro y se las pasaron repetidas veces por el rostro y la cabeza; no contentos con esto, llevaron sus manos sacrílegas al tarro de la pomada, al frasco del aceite y a los pomos de las esencias, adobándose y perfumándose con todo ello sin duelo alguno; no satisfechos aún, osaron coger la misma borla de los polvos de arroz que servía a la pulcrísima sultana para ocultar ciertas rosetas importunas que la erisipela había hecho nacer en su rostro, y se embadurnaron con ella en medio de groseras carcajadas; después llevaron todavía su audacia a usar de un frasco de colorete, pintándose los labios, las narices y hasta las orejas, como cerdos inmundos que eran; después tornaron a lavarse con la esponja y a secarse con las inmaculadas toallas colgadas de entrambos lados del tocador; finalmente, se lavaron los dientes y las muelas esmeradísimamente con los cepillos que para este efecto allí estaban, frotándolos primero en una cajita de polvos dentífricos. Este magnífico y escrupuloso lavatorio del aparato dental, coronó, en opinión de ambos, la obra de aseo que con tan buen éxito habían emprendido, y se decidieron a bajar al comedor. Pero antes de salir, se les ocurrió casualmente que tenían los pantalones cubiertos de polvo y porquería; vuelta a echar mano de la esponja, porque no hallaron cepillos, y a frotarse con ella hasta tapar las manchas. Las botas se hallaban también, y aún más que los pantalones, en estado de merecer, y Miguel acudió solícito con la esponja a limpiarlas; pero Enrique, no encontrando el medio bastante adecuado, entró en la alcoba de su hermana y se las limpió muy bien con la colcha de la cama. ¡Ea! ya están arreglados aquel par de pájaros; se miran en la luna del armario y dejan escapar un suspiro de satisfacción. Sin embargo, Miguel medita un momento, y dice:
—¡Mira, tú, que si Eulalia viniera ahora!...
—Ya no sube hasta la hora de dormir... ¿No ves que vamos a comer en este momento? Y si viene, ¿qué, recontra? El día que me vuelva a pegar, le doy en las narices con esta badila (aquí Enrique sacó una de bronce que tenía escondida ad hoc en el forro de la chaqueta). ¡Ella no tiene por qué pegarme, contra! ¿Es mi madre por si acaso? ¡Ah, recontra; pega porque sabe meter baza a papá! Cuando está mamá delante, ya se guarda ella de tocarme el pelo de la ropa. ¡Y que lo diga! ¡Menudo coscorrón se ha mamado ayer!... Ya me dijo mamá: «no seas tonto, Enrique; el día que te pegue tu hermana, tírale a la cabeza con lo que tengas a mano.» Aquí está la badila; ¡que venga, que venga!... ¡Vaya, hombre, que ya no se puede sufrir! ¡todo el día pega que te pegarás, como si yo fuese un mulo de artillería!...
—¡Pero chico, si la das con la badila la matas!
—¡Que la mate, recontra! ¿Para qué sirve en el mundo esa puerca? ¡Siempre metiéndose donde no la llaman! ¡Caciplándolo todo! ¡Metiendo las narizotas en las cosas de sus hermanos!... ¡Ya no la aguanto más, recontra!
Apesar de las disposiciones belicosas de Enrique respecto a su hermana, quedose un instante suspenso y pálido escuchando pasos en el corredor, lo cual probó a su primo Miguel que aún no le había abandonado enteramente el instinto de conservación. Los pasos se alejaron al fin sin dar el resultado desastroso que fue de temer, y Enrique con voz más sosegada dijo:
—Me parece que ya es hora de comer. Vamos abajo antes que nos llamen.
En efecto, cuando los dos primos llegaron al piso principal, la familia estaba ya en el comedor, que era una pieza espaciosa, amueblada también a la antigua. En el centro una gran mesa de roble tallado cubierta con el mantel y atestada de platos, copas, fruteras y dulceras; a juzgar por el número de cubiertos, había convidados. Sobre la mesa ardía una lámpara de bronce colgada del techo. Los aparadores casi tocaban en él y eran también de roble tallado; las sillas de roble igualmente; todo de roble. Esta madera dura, maciza y adusta, parecía el símbolo de aquella respetable familia.
Sentado ya a la mesa leyendo un periódico, estaba el dueño de la casa, D. Bernardo Rivera, con la frente espantosamente fruncida, no porque estuviese disgustado, sino porque tal era su costumbre siempre que leía algo; guardaba frente a los periódicos y los libros la actitud prevenida y hostil del que no quiere ser juguete de sofismas o frases relumbrantes. Doña Martina, su esposa, daba vueltas por la estancia, atenta a que nada faltase, ni sobrase, en la mesa y en los aparadores. Era mujer de unos cuarenta años, de regular estatura, metida en carnes, que no habría sido fea a los veinte, de fisonomía abierta y simpática, pero ordinaria; el talle y la figura más ordinarios aún, porque el vientre le había crecido en los últimos años mucho más de la cuenta y no había corsé que lo sujetase; la voz aguda y desentonada, los ademanes bruscos y el mirar dulce y halagüeño: vestía un traje de terciopelo de color castaño, que en aquella época era el sumo lujo entre las señoras de calidad; mas advertíase que aquel terciopelo no estaba tan bien pegado a sus carnes como era de esperar, dado el aspecto imponente y el concertado gusto y elegancia que reinaban en la casa. Consistía esto (vamos a decirlo en secreto al lector, porque en secreto y al oído se lo decían los amigos de la familia cuando tocaban este asunto), en que doña Martina había sido planchadora en sus juveniles