Riverita. Armando Palacio Valdés

Riverita - Armando Palacio Valdés


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de bofetadas que se oyeron en la cocina, y sobre éste otro par, y otro después, y así sucesivamente, hasta que D. Bernardo exclamó en voz alta e imperiosa:

      —¡Mujer!

      Doña Martina suspendió la corrección y volvió los ojos a su esposo con sorpresa.

      —Observa—dijo éste bajando la voz y señalando al coronel—que hay personas delante...

      —Dispénseme V., coronel—manifestó la señora sofocada aún por la ira;—pero no lo puedo remediar... ¡Este hijo con sus cochinerías me quita la vida!

      El hijo, en tanto, daba tales gritos, que no diré en la cocina, sino en toda la vecindad debieran oírse perfectamente.

      Se había levantado de la silla, y en el colmo del furor pegaba allá en un rincón patadas horrendas en el suelo.

      —¡Contra! ¡recontra! ¡me c... en diez!... ¡Por esa cochina!... ¡por esa sinvergüenza!... ¡por esa metebaza!...

      —¡Chis! ¡chis!... ¡Silencio, niño!—dijo D. Bernardo, frunciendo aún más la frente, lo cual, en verdad, parecía imposible.

      —¡Vamos, Enrique!—exclamó doña Martina, procurando reprimirse.

      —¿Y por qué no le pegan a Miguel que hizo más que yo, recontra?—gritó con furor.

      —¡Vamos, Enrique!—volvió a exclamar doña Martina.—¡Tengamos la fiesta en paz!

      Y acercándose a él y metiéndole la voz por el oído, comenzó a decirle:

      —¿No comprendes, mentecato, que Miguel no es hijo mío?... Si lo fuese le pegaría como a ti... Pero tú eres mayor qué él, y estás en tu casa... Debieras dar ejemplo... ¡A quién se le ocurren sino a ti esas cosas, majadero!... Eres capaz tú solo de revolver esta casa y todas las de Madrid... ¿Es eso lo que te enseña el maestro en la escuela? ¿Di, gaznápiro, di?...

      Le tenía cogido por un brazo, y cada una de estas frases iba acompañada de una fuerte sacudida. Cuando hubo concluido su filípica, le dejó llorando en el rincón y se fue detrás de Eulalia, que se había subido de nuevo al cuarto, para cerciorarse del número y de la clase de estragos allí ejecutados.

      Mientras tanto, D. Bernardo, de malísimo talante, no tanto por la travesura de su hijo como por las incorrecciones de su esposa, sirvió la sopa a todos los comensales, llenando también el plato de aquélla y el de su hija ausente. Al llegar al de Enrique, dijo en tono perentorio:

      —Niño, ven a sentarte a la mesa.

      Pero Enrique se hizo el sueco y siguió gimiendo y pataleando a ratos.

      —¡Niño!—gritó D. Bernardo con voz estentórea.—¡Ven ahora mismo a sentarte a la mesa!

      El muchacho levantó la cabeza atemorizado y mirando a su padre que tenía los ojos clavados en él con terrible expresión de cólera, comenzó a caminar a regañadientes y como arrastrado hacia la mesa. Y acaso hubiera llegado a ella sin novedad si en aquel momento no viese aparecer por la puerta a la causante de los bofetones, a Eulalia, que entraba en el comedor seguida de su mamá. Verla y sentirse poseído de insano furor fue todo uno.

      —¡Indecente! ¡por ti me han pegado! ¡Ya me las pagarás todas juntas, recontra!... ¡Te he de romper esas narizotas de trompeta! ¡Metebaza!... ¡Fea!... ¡Feona!... ¡Chula!...

      Al oírse insultar de este modo, Eulalia no pudo contenerse y se arrojó como una fiera sobre su hermano, dándole tal estirón de pelos, que el berrido de Enrique, al sentirlo, hizo levantarse asustados a los presentes. Doña Martina, que apesar de sus travesuras tenía pasión decidida por aquél y que ya estaba medio arrepentida de haberle castigado, se indignó muchísimo.

      —¡Oyes, mentecata! ¿quién eres tú para pegar a tu hermano? ¿No estamos aquí tu padre y yo para eso? ¡Aguarda, aguarda un poco, que yo te bajaré los humillos!...

      Y se dirigió a su hija con la mano levantada: esta circunspecta joven lo hubiera pasado mal a no ponerse en salvo corriendo en torno de la mesa; doña Martina no pudo atraparla: al mismo tiempo, lo mismo Hojeda que el coronel, procuraron poner paz.

      D. Bernardo estaba tan irritado con las tosquedades de su esposa, que no pudo decir ni hacer nada: siguió sentado con los ojos clavados en el plato mientras un enjambre de pensamientos sombríos y melancólicos relacionados con su desigual matrimonio, le bullía en la cabeza.

      Finalmente, fuéronse calmando poco a poco los ánimos que estaban irritados. Doña Martina dejó de perseguir a su hija y se sentó a la mesa, aunque murmurando amenazas; aquélla también se sentó mirando recelosa a su madre; D. Bernardo, haciendo un prodigioso esfuerzo de diplomacia para sobreponerse a su justo desabrimiento, entabló conversación con el coronel. El único que pagó los vidrios rotos fue el mísero Enrique: la autoridad del padre y de la madre, de común acuerdo, decidieron que se quedara sin comer, ¡por insolente! Mas, como sucede siempre que en España se castiga a un criminal, no faltaron empeños en seguida para que la sentencia se casara; los ruegos de Hojeda y el coronel lograron al fin que la pena se redujera solamente a la privación del postre. Y el buen Enrique (a quien hay que agradecer por lo menos el que en medio de su cólera rabiosa no sacase la badila homicida que tenía en el forro de la chaqueta) vino a sentarse a la mesa con las mejillas coloradas de los cachetes, los ojos y las narices húmedas y los pelos caídos por la frente. Estaba tan horroroso, que su primo Miguel, compadeciéndole muy de veras, sintió unos deseos atroces de reír; los cuales, como es natural, trató de contener por cuantos medios estuvieron a su alcance, mordiéndose los labios, mirando hacia otro sitio, etc., etc. Pero quiso su mala suerte que Enrique vino a entender, por la contracción del rostro sin duda, las ganas que le retozaban por el cuerpo, y con tal motivo empezó a lanzarle unas miradas feroces, envenenadas. Entonces Miguel ya no fue dueño de sí, y de improviso, en un momento de silencio, soltó el trapo de la risa, y con él a chorretazos por boca y narices la cucharada de sopa que acababa de tragar. Todos los rostros se volvieron con asombro.

      —¿De qué te ríes, Miguel?—le preguntó su tía.

      —¡De mí, recontra, de mí!—gritó Enrique desesperado.

      —¡Vamos, silencio!—le dijo doña Martina encarándose severamente con él.—¿Tienes ganas de llevarlas otra vez? Miguel no se ríe de ti... ¿Por qué se ha de reír, tontuelo?...

      —Porque sí... yo bien lo sé... ¡Porque es un hipócrita!...

      —¡Silencio, te digo... y a comer!

      Miguel se había puesto muy serio, comprendiendo que había cometido una grosería, y que se la disimulaban por ser convidado. Durante un rato largo pudo conseguir reprimirse, haciendo para ello titánicos esfuerzos. Enrique tenía fijos en él sus ojazos saltones cargados de ira, adivinando perfectamente lo que le andaba por dentro. Si levantaba la vista y veía aquel rostro mocoso, más feo aún por la cólera, estaba perdido. Por eso no la movía un instante del plato, devorando el cocido que su tía le había servido, sin mascar los bocados. Llegó un instante, sin embargo, en que por casualidad o por atracción magnética se encontraron sus ojos. Y ya no pudo más. Otro flujo de risa; los garbanzos esparcidos por la mesa; los rostros de los comensales vueltos de nuevo hacia él. Pero esta vez había más severidad que asombro pintada en ellos, mayormente en el de su tío.

      —¿Qué es eso, Miguel?—le dijo con aparente calma.—¿Por qué estamos tan risueños?

      Miguel se puso muy colorado, y no contestó.

      —¿Te ríes acaso porque han castigado a tu primo por faltas que los dos habéis cometido?... No está bien eso, Miguel, no está bien eso.... Debieras ser un poco más generoso..... Si a ti no te han pegado, no es porque no lo merecieses, bien lo sabes, sino porque tu tía no tiene autoridad para hacerlo. Pero afortunadamente para todos, y para ti también—añadió mirando al coronel con sonrisa maliciosa,—no faltará dentro de poco tiempo quien la tenga y ponga las cosas en orden, que buena falta está haciendo. Entonces, amiguito, quizá le toque a Enrique


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