Riverita. Armando Palacio Valdés

Riverita - Armando Palacio Valdés


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con efusión por los presentes. D. Bernardo les entregó generosamente su mano, aunque sin perder un punto la gravedad que tan bien le sentaba. Al instante se entabló una conversación animadísima acerca de los asuntos que entonces embargaban la atención de la corte: uno de ellos era la llegada reciente del célebre tenor Mario. Romillo lo esclareció de un modo notabilísimo; entre otros datos importantes, hizo saber que Mario había dado orden a L'Hardy, el pastelero de la Carrera de San Jerónimo, de que no vendiese más botellas de champagne, pues probablemente necesitaría él las existencias que hubiese.

      —¡Ave María purísima! ¿Pero se las va a beber todas?—exclamó cándidamente Hojeda.

      —Sí señor—repuso gravemente Romillo.—Se bebe por término medio una docena de botellas todos los días.

      —¡No haga V. caso, hombre!—exclamó doña Martina riendo.—Este Romillo siempre tiene ganas de bromas. Se las beberán entre él y sus amigachos.

      Estaban a los postres. Romillo y Valle fueron invitados a tomar café y se sentaron a la mesa. Después del tenor Mario, versó la plática sobre los fusilamientos de algunos sargentos que se habían sublevado. Romillo dio acerca de este punto pormenores no menos interesantes: uno de los reos no había quedado muerto en el acto; se levantó pidiendo misericordia; el confesor trató de interponerse entre él y los cañones de los fusiles; pero el General que mandaba las tropas acudió, y alzando la espada lleno de cólera, le dijo:

      —¡Padre cura, a su puesto, o le fusilo a V. en el acto!

      —¡Qué horror!—exclamó Valle, poniendo los ojos en blanco y posándolos después blandamente sobre Eulalia.

      —En efecto—dijo D. Bernardo,—es muy triste todo eso, pero de absoluta necesidad. ¿Dónde iríamos a parar si no se castigase con mano fuerte la rebelión?

      —Que se castigue de otro modo señó; la pena de muerte debe ser proscrita de los códigos.

      —No vayamos a las declamaciones, amigo Valle: la pena de muerte debe de subsistir mientras haya criminales que la merezcan. V. es muy joven, querido, y tiene las ideas generosas, pero irreflexivas, propias de la juventud. Cuando V. haya vivido más, verá que no puede gobernarse con el corazón, sino con la inteligencia.

      —Tal ves sea lo que usté dise... pero yo no lo puedo remediá... ¡me causan horró todas las penas corporale!

      Al pronunciar estas palabras sus labios estaban contraídos por una sonrisa de inefable dulzura, mientras sus ojos seguían mirando a la primogénita de Rivera.

      D. Bernardo todavía se dignó contradecir otras cuantas veces al joven abolicionista, favor que éste supo apreciar en lo que valía, procurando dar a sus argumentos un sesgo sentimental que no molestase poco ni mucho al respetable prohombre: dejábase acorralar algunas veces, otras se escapaba por medio de un sofisma evidente, otras se confesaba vencido, aunque persistiendo en sus creencias.

      —Sus rasone son poderosa, no tienen vuelta de hoja, lo comprendo perfectamente; pero no puedo juzgá a la humanidad tan mal; sigo creyendo que lo medio suave son preferible.

      La discusión de esta suerte era sabrosa para don Bernardo, y nada perdía con ello el joven cubano. Doña Martina le contemplaba con admiración y simpatía, participando de sus opiniones caritativas. Eulalia le escuchaba sin disgusto, que era lo mejor que podía esperarse de esta severa doncella.

      Al fin Romillo llamó la atención de todos, sacando del bolsillo del gabán un lindo artefacto, que según dijo le acababan de enviar de París. Era un estereoscopio de nuevo sistema; de otro bolsillo sacó una colección de vistas, iluminadas unas, otras sin luz, representando los paisajes y monumentos más notables del universo. En torno de él se agruparon inmediatamente todos, exceptuando el jefe de la familia, a quien no podían interesar tales bagatelas, y Romillo fue colocando las vistas y mostrándoselas, explicando previamente lo que significaban.

      —Alrededores de Nápoles... Ahí tienen VV. el Vesubio a un lado... el golfo debajo...

      —¡Hermoso país!—exclamó D. Facundo, que después de los niños, y acaso antes, era el que con más afán ponía los ojos en los cristales.—Hombre, qué ganas tengo yo de hacer un viaje por Italia.

      —Pues a ello.

      —¡Si no se gastase tanto!

      —Pero, hombre de Dios, ¿para quién quiere usted ese gatazo que tiene en casa? ¿No es mejor que se divierta por cuenta de los herederos?—dijo doña Martina.

      —Mi gato está más flaco de lo que V. piensa, Martinita.

      —La torre inclinada de Pisa.

      —¡Vaya una cosa rara y sorprendente!—exclamó el coronel.—Yo no sé cómo ha podido construirse esa torre.

      —Haciendo que la vertical que pasa por el centro de gravedad, caiga dentro de la base—manifestó Carlitos, que había estudiado su poquito de física en la escuela.

      —Muy bien, chico, muy bien—repuso el coronel mirándole.—Eres ya un sabio.

      Carlitos se puso colorado de gusto. Pero Enrique, que estaba detrás, se indignó con aquella prueba de sabiduría que acababa de dar su hermano, y le dijo al oído:

      —¡Farol! ¿Ya has metido la cucharada? ¡Farol de retreta!

      El Gran Arquitecto, que tenía mucho puntillo y no estaba avezado a sufrir injurias tan manifiestas, le alumbró por toda contestación una soberana morrada en las narices. Pero Enrique, que conocía a dónde llegaban las fuerzas de su erudito hermano, sin proferir una queja, se arrojó sobre él como un león, y le hubiera despedazado a no intervenir muy oportunamente en la contienda doña Martina.

      —Envía esos niños a la cama—ordenó D. Bernardo.

      —Ahora, ahora; en cuando lleven a Miguel a su casa—repuso la señora.—Estoy esperando que el criado concluya de comer.

      —El puerto de la Habana—dijo Romillo poniendo el estereoscopio delante al coronel.

      —Su país de V.—dijo Eulalia a Valle, con un amago de sonrisa.

      —¿Tiene V. deseos de ver su tierra?—preguntó doña Martina.

      —¡Y cómo no, señora!—respondió el cubano poniendo otra vez los ojos en blanco y con afluencia admirable.—¿No he de tener deseo de ver a mi paí, lo sitio donde se han deslisado lo año de mi infansia? ¿No he de tener grabado en mi corasón aquello paraje tan delisioso, aquella naturalesa tan rica? ¿No he de apetesé encontrarme otra ves en medio de aquella selva vírgene, bajo un sielo siempre asul, y bebé el agua del coco y comé la piña y el plátano y la guayaba?

      Hablaba de carrera y sin detenerse cual si le hubiesen dado cuerda.

      Cuando terminó el panegírico, volvió a poner los ojos en su sitio, y el rostro perdió repentinamente su expresión animada, como si el mecanismo interior se hubiese parado.

      —Paisaje de las orillas del Nilo—manifestó Romillo.

      —De aquí salieron las siete vacas gordas y las siete flacas que vio José en sueños, ¿no es verdad?—preguntó doña Martina mientras miraba con atención por los cristales.

      —Justamente—contestó Hojeda,—las que simbolizaban los años de abundancia y de miseria. ¿No anda por ahí el palacio de Faraón, Martinita?

      —No señor, no le veo; lo que sí hay son unos animales muy feos, así como serpientes grandes...

      —A ver, mamá, déjame ver...—dijo Carlitos con mucho afán.

      Su mamá le puso el estereoscopio delante.

      —Son cocodrilos—manifestó enseguida el niño con suficiencia.—Pertenecen a la clase de los reptiles, orden de los saurios, familia de los crocodílidos.

      —¡Mucho, mucho, chico!—manifestó


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