El orden de 'El Capital'. Carlos Fernández Liria
esfuerzos para llegar a concretar una clasificación como la de Linneo, pero la conciencia espontánea suele resumirla de un plumazo distinguiendo a los «bichos» de las «hierbas». Ahí donde nosotros vemos una asquerosa «cucaracha», un entomólogo se interesa por distinguirla entre tres mil posibilidades de artrópodos distintas.
En el prólogo a su Fenomenología del espíritu, Hegel se burlaba de sus contemporáneos románticos que clamaban por el absoluto y despreciaban la experiencia terrenal. ¡Como si lo terrenal viniera regalado y las alturas celestiales de lo absoluto fueran lo más difícil! Frente a los románticos, Hegel hace un impresionante homenaje a la experiencia. La experiencia, nos dice, no es de ninguna manera lo primero y lo más inmediato; para la historia de la ciencia ha sido más bien una ardua conquista renacentista, en la que el espíritu ha invertido todos sus esfuerzos. Es a partir de la razón renacentista, con la ciencia moderna, como el ser humano ha logrado conquistar su derecho a atender al presente y a ras de tierra. En realidad, el hombre, de forma espontánea, siempre está, podríamos decir, que en las nubes, navegando sin rumbo en «una noche en la que todos los gatos son pardos», en el nivel abstracto de lo que es abstracto porque no logra delimitar nada concreto. Si eso es el «todo» o lo «absoluto» se puede decir que siempre nos viene regalado. Pero no por ninguna ensoñación romántica sobre la totalidad, lo divino o lo absoluto. Ese todo que es todo sencillamente porque no logra ser nada concreto viene de suyo, para sorpresa quizá de todas las pretensiones del empirismo, con lo que Hegel llama la «certeza sensible» y, en cierta forma, con lo que llamamos nuestras «opiniones». La ciencia habla siempre exactamente de lo que habla, y de nada más. La opinión, en cambio, pretende estar hablando de esto y en seguida empieza a hablar de lo otro. Se desliza de tema en tema sin saber por qué. Habla –como decimos– «de todo y de nada» al mismo tiempo, porque nunca se sabe de qué habla en realidad. La ciencia habla de los objetos, de las cosas concretas. El patrimonio de la opinión, en cambio, es el todo, el absoluto; pero un todo que es todo a fuerza de impotencia, a fuerza de no lograr ser nada concreto.
Por eso es tan ridícula la pretensión romántica o mística de «salvar» a la conciencia común de los vicios terrestres para «elevarla» a las alturas del absoluto o la divinidad. Ese supuesto «Nirvana» que se promete a la conciencia sensible si abandona lo terrestre es, curiosamente, lo único que la conciencia sensible tenía ya. Y lo que no tenía era, precisamente, aquello de lo que se pretendía arrancarla: la atención a la tierra. En la calle, en la plaza, en el mercado, la gente habla todo el tiempo de «todo y de nada», aunque cree estar hablando de cosas muy concretas. En las sectas religiosas se habla del todo y de la nada y se cree estar diciendo cosas muy importantes. En realidad, se está hablando de lo mismo que en la calle, pero de manera aún más pretenciosa y estéril. Por eso, el sarcasmo de Hegel contra las pretensiones románticas de absoluto es inmisericorde. Es una estafa vender alturas celestiales, como si el ser humano fuera un gusano que sólo gustara de revolcarse en el fango. La realidad es más bien la contraria: el ser humano siempre ha estado en las nubes, agotado en el servicio religioso a las más estúpidas divinidades. Al ser humano lo que le falta no es una nueva religión que lo eleve, lo que le falta es una ciencia que le haga descender a la tierra, que le obligue a pisar el suelo y a hacerse cargo políticamente de las cosas que ocurren ahí.
Un absoluto que es, sencillamente, «la noche en la que todos los gatos son pardos» es un absoluto que viene de suyo con la ignorancia y la estupidez. Si se trata de contemplar todo reunido en una unidad indiferenciada que te haga «sentir la divinidad» no hará falta buscar muy lejos: mil sectas religiosas venden siempre sus servicios en ese sentido. Lo que prometen, en realidad, es volver a la ignorancia más ignorante y a la estupidez más estúpida, hasta que la noche sea completamente oscura y ya no haya ni siquiera gatos. Es verdad que así se llega a «sentir lo absoluto», a sentir algo así como «lo absoluto de que nada exista», pero a costa de todo lo que existe, a costa de la ceguera y la impotencia. La filosofía, dice Hegel, «debe guardarse de ser edificante»[75]: la filosofía debe mostrarnos el camino de la ciencia, que es siempre un camino hacia lo concreto y lo determinado.
Por ese camino –el camino de la ciencia, de lo concreto–, encontraremos también lo absoluto, el todo (al fin y al cabo, es imposible no darse de narices con la totalidad, ya que es imposible estar fuera de ella). Pero ahora el todo ya no aparece como un todo que tiene todo fuera de él, sino como un todo «capaz de hacerse otro sin dejar de ser lo mismo», capaz de «ser lo mismo en su ser otro»[76], es decir, capaz de seguir siendo lo mismo siendo cada una de las cosas de este mundo. Es por este camino que Hegel desemboca en la conclusión de que lo absoluto es espíritu. Pues el espíritu es lo único para lo que «no hay nada en el mundo que sea completamente otro»[77]. Lo material se agota en ser lo que es. Pero el espíritu es lo que no es (su futuro) y no es lo que es (su pasado). Esta naturaleza «dialéctica» del espíritu es lo que le convierte en el candidato idóneo para ser el verdadero absoluto. Pero no es cosa de seguir ahora este itinerario hegeliano, que es, por cierto, precisamente, el itinerario de la dialéctica. Pues la coincidencia de Marx con Hegel no sigue ya por ese camino[78].
La primera figura de la conciencia en la Fenomenología es la conciencia espontánea, la «certeza sensible» o la «opinión». En esta obra asistimos a lo que Hegel llama la experiencia de la conciencia común, la cual, poco a poco, y sin que ella misma se dé cuenta, va haciendo la experiencia de sí misma y recorriendo el camino que le lleva a la ciencia.
La certeza sensible se pretende la más concreta y la más rica, porque, al no estar aún mediada por ninguna elaboración conceptual, pretende estar frente a la cosa misma, sin perder de ella ni uno solo de sus aspectos, de sus detalles, de sus determinaciones más insignificantes. Si digo que esto es una «mesa», por ejemplo, en el concepto de «mesa» estoy sacrificando una multitud de aspectos de la realidad. Quizá es una mesa cuadrada, quizá redonda, quizá blanca, quizá de madera o de hierro. Es verdad que podría precisar añadiendo esas determinaciones, pero siempre estaría sacrificando algo de la realidad. Esta mesa blanca de plástico parece concreta si no caemos en la cuenta de que en esa terraza de ese bar hay cien como ella. Ahora bien, esta de aquí tiene un arañazo, esa otra una mancha de aceite, esa otra un desconchón. ¿Cómo haremos justicia a toda esa riqueza infinita de lo concreto? El concepto de arañazo no hace justicia a todos los millones de tipos de arañazos que puede haber. Por eso, la certeza puramente sensible se niega a dejarse mediar por ningún concepto. La única manera de no perder nada de lo real es señalarlo en su absoluta individualidad: «esto», «esto, aquí y ahora», «esto, aquí y ahora, es».
Así pues, la conciencia, persiguiendo aislar la riqueza inabarcable de la realidad más concreta, hasta lograr, supuestamente, aislar hasta la última mota de polvo sin confundirla con las demás, comienza a pasearse por el mundo explicitando un desconcertante mensaje: «esto, aquí y ahora, es», «esto, aquí y ahora, es», «esto…». Ahora bien, cualquier cosa es un «esto», todo es un «esto», cualquier aquí es un aquí, cualquier ahora es un ahora. Todo es en un aquí y en un ahora. La certeza sensible pretende estar nombrando lo más concreto, pero en realidad está nombrando constantemente una totalidad indiferenciada: el ser, el puro ser. Es cierto que está nombrando el puro ser en un nivel tal de abstracción que no es el ser de esto ni de aquello, sino el ser de todo en general, es el ser vacío de toda determinación que, en las primeras líneas de la Ciencia de la lógica, se convierte en seguida en la pura nada. Así, resulta que la conciencia sensible, sin darse cuenta, ha ido a parar al punto de partida de la obra más difícil de la historia de la metafísica. Cuanto más esfuerzo ha hecho la conciencia por situarse en el horizonte de lo puramente sensible, más se ha encontrado navegando en el marasmo de una vaciedad metafísica incontrolable. Quería no perderse ni un arañazo de la realidad, pero, al final, no sabe si está hablando del todo o de la nada. La