El intruso. Vicente Blasco Ibanez

El intruso - Vicente Blasco Ibanez


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pinche casi enterrado por un desprendimiento de la cantera.

      Y al ver con la mirada vidriosa de la agonía los lentes del doctor, sus ojos irónicos bajo unas cejas mefistofélicas y la barba en punta llena de canas precoces, los infelices sentíanse animados por repentina confianza; no percibían la llegada de la muerte, esperando hasta el último momento el milagro que había de salvarles.

      Los otros médicos del distrito eran recibidos por los enfermos con triste resignación. ¡Don Luis: sólo el doctor Aresti! Y las señoras de Gallarta, las esposas de los contratistas, antiguas aldeanas que se aburrían en sus flamantes chalets construidos en las afueras del pueblo, sentían enfermedades nunca sospechadas en tiempos anteriores, sólo por el gusto de hablar con el doctor, que á más de su ciencia llevaba con él algo de la grandeza de Sánchez Morueta y de las altas clases de Bilbao hasta las cuales soñaban con llegar algún día. Los maridos no necesitaban menos de la presencia de Aresti. Le consultaban en los asuntos de familia, y, apenas terminado su trabajo en las minas, le buscaban por las noches, organizando en su honor cenas pantagruélicas. Le llevaban con ellos á las pruebas de bueyes y las apuestas de barrenadores, fiestas brutales que organizaban en todos los pueblos de la provincia, cruzando apuestas de muchos miles de duros.

      La noche anterior, Aresti se había acostado tarde. Ya que había de comer en Bilbao invitado por Don José (que así era conocido por antonomasia el poderoso Sánchez Morueta), los ricos de Gallarta, que llevaban igual nombre, no querían dejar de obsequiar al doctor. Y hasta más de media noche duró la cena en el fondín principal del pueblo: un banquete de platos populares y substanciosos, tales como los soñaban aquellos ricos improvisados en su época de hambre: conejos de monte, gallinas en toda clase de guisos, bacalao bajo todas las formas, un interminable desfile de viandas vulgares rociadas desde la primera á la última con champagne de las mejores marcas. El champagne era para aquellas gentes el distintivo de la riqueza; lo único que habían podido copiar de las clases elevadas. Lo querían del más caro para que constase bien su opulencia y lo gastaban á cajas, abriendo á golpes las botellas, riendo como niños cuando el líquido se derramaba por el suelo, mojándose unos á otros con la espuma, bebiéndolo en tanques y llenando á veces las palanganas para lavarse la cara con el precioso vino, despilfarro que á los postres nunca dejaba de producir hilaridad.

      Aresti sonreía recordando la fiesta de la noche anterior, las extravagancias infantiles de aquellos rústicos, enriquecidos rápidamente é imposibilitados de ostentar mejor sus ganancias en la vida aislada y laboriosa que llevaban en el monte.

      Sin detenerse en su marcha, el doctor contempló largo rato una colina roja que se alzaba á un lado del camino. Aquella tumefacción del paisaje era obra del hombre. La montaña se había formado espuerta sobre espuerta. A su sombra habían nacido Gallarta y la riqueza del distrito. Era la escoria de la mina de San Miguel de Begoña, la explotación más famosa de las Encartaciones: toda de mineral campanil y del más rico. Allí habían comenzado su fortuna Sánchez Morueta y otros potentados de Bilbao. Sólo quedaba como recuerdo la montaña de escoria. El dinero estaba en la villa, y en las entrañas de la tierra los siervos anónimos que habían dejado parte de su existencia en el arranque del mineral.

      Aresti vió un grupo de gente á un lado del camino. Pasaban corriendo junto á él chiquillos y mujeres. A veces se detenían para llamar á los que estaban en los desmontes inmediatos.

      —¡Ené! ¡Han matado al Maestrico! ¡Vamos á verlo!

      Y seguían corriendo hacia el gentío, en el cual se destacaban los negros uniformes y las boinas con chapa de una pareja de miñones. Algunos muchachuelos, pinches de las minas, llegaban atraídos por el suceso, llevando en cada mano un cartucho de dinamita para los barrenos. Familiarizados con el explosivo, metíanse entre los grupos empujando para abrirse paso y ver al muerto.

      En medio del camino estaban inmóviles varias carretas con sus bueyes de raza vasca, pequeños, de patas finas, con una piel de carnero entre los cuernos adornando el yugo.

      Al llegar el doctor se abrió el compacto grupo, dejando ver un hombre tendido en la cuneta, con las ropas en desorden. El barro y la sangre formaban una máscara sobre su rostro. Aresti no tuvo más que inclinarse para convencerse de que estaba muerto desde muchas horas antes.

      El juez municipal, un contratista de los que habían cenado con Aresti, le habló del suceso, lamentando el madrugón que le había proporcionado. El pobre Maestrico debía haber muerto casi instantáneamente. Tenía un golpe en el corazón, una de aquellas puñaladas que sólo se veían en las minas donde vive tanta gente salida del presidio. Además, le habían herido en la cara, en las manos, en todo el cuerpo. Debían ser dos los que le acometieron, cerrada ya la noche, cuando volvía de Bilbao. Para el juez, el suceso no ofrecía dudas. De allí iría á prender á los culpables sin miedo á equivocarse.

      Recordaba á Aresti, en pocas palabras, la historia del muerto; un andaluz, de carácter triste y pocas palabras que había rodado por el mundo buscándose la vida en América en cien oficios, y trabajando en todas las minas de España. Por las noches, cuando volvía del trabajo, daba lecciones á los pinches. Vivía á pupilo en casa de los padres de la Charanga, una moza guapetona y descarada que llevaba revuelta á la chavalería de Gallarta, prefiriendo entre todos al hijo de un licenciado de presidio, un rebelde que iba de una á otra cantera despedido siempre por su insolencia, y que, en los bailes del domingo, llamaba la atención por su faja de guapo arrollada desde el pecho hasta las ingles, con un arsenal de armas oculto. El Maestrico se había enamorado de la Charanga con la pasión reconcentrada y silenciosa de un hombre de cuarenta años. Los padres le querían, alabando sus costumbres sobrias, su actividad para ganarse la vida; y la muchacha, en su diferencia de bestia alegre, decía que sí á todo, continuando sus relaciones con el matoncillo. Iban á casarse en aquella misma semana. El Maestrico había marchado el día anterior á Bilbao para comprar algunos regalos á la novia y, al regreso, el amante y su padre le habían esperado en el camino.

      Aresti oyó unos gemidos á su espalda. Entre el gentío, un minero viejo se llevaba las manos á los ojos.

      —Antón... pobre Maestrico. ¡Matar á un hombre así! ¡Tan bueno!... ¡tan trabajador!

      Era el padre de la Charanga, que lloraba ante el cadáver de su pupilo.

      El médico se fijó en el abultado abdomen del muerto, é hizo que un miñón desliase la faja negra. Aparecieron dos botinas de mujer con la suela blanca y el charol deslumbrante; el calzado con que sueñan las muchachas de las minas como una elegancia suprema. El pobre Maestrico había ido á la villa para comprar este regalo á su novia.

      Se abrió el grupo con cierto rumor de curiosidad, como á la llegada de un personaje esperado. Era la Charanga, con las manos en las fuertes caderas, los ojazos insolentes y hermosos bajo el pelo alborotado, mostrando al sonreír sus dientes agudos de loba impúdica.

      —¿Pero es verdad que han matao á ese?...

      Y fijaba su mirada en el médico, con la misma expresión de lúbrica generosidad con que muchas veces le había invitado á seguirla cuando le encontraba en el campo. Después contempló el cadáver fríamente, sin emoción, y al tropezar su mirada con las botas de charol rompió á reír.

      —¡Rediós! ¡Pus ya podía yo anoche esperar mis botas!...

      Fué todo lo que se le ocurrió ante el cadáver del que iba á ser su marido. Y rompiendo á codazos por entre los hombres que se conmovían al contacto de sus caderas, salió del grupo, alejándose con soberbia indiferencia, pensando tal vez en el otro que por amor á ella iba á ir á presidio.

      —¡La bestia!—dijo el médico al juez, siguiéndola con la mirada.—La hermosa bestia de los tiempos primitivos, satisfecha de que los machos se maten por poseerla... Esto sólo se ve aquí.

      Y Aresti sonreía con la satisfacción del naturalista que contempla en su gabinete un animal extraordinario.

      Llegaban de Gallarta nuevos grupos atraídos por la noticia del asesinato. El juez mostraba prisa por ir con la pareja de miñones en busca de los criminales. Unos


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