El intruso. Vicente Blasco Ibanez

El intruso - Vicente Blasco Ibanez


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generales contemporáneos, con el ros calado y el pecho cubierto de bandas y cruces, héroes de la guerra que se habían cubierto de gloria entregando territorios al enemigo ó fusilando en masa á indígenas indefensos.

      El médico no pudo contener su risa.

      —¿Por qué estarán aquí estos tíos?...

      Las estampas habrían sido pegadas como adorno, sin fijarse en los personajes; ó tal vez serían recuerdos de algún antiguo soldado, cándido y entusiasta, que creería haber servido á las órdenes de caudillos inmortales.

      El enfermo tenía los ojos cerrados, y respiraba trabajosamente. Su piel ardía. Estaba vestido, conservando las mismas ropas, mojadas por la lluvia de la noche anterior.

      —Una pulmonía de padre y señor mío—dijo el doctor arrojando la cerilla y saliendo del camastro otra vez de rodillas.

      Afuera, junto al fogón, escribió una receta en una hoja de su cartera, encargando al pobre pinche, que después de la visita parecía más tranquilo, que bajase por los medicamentos al hospital.

      Cuando Aresti salió de la barraca, después de hacer varias recomendaciones á la vieja, vió que le aguardaba en medio del camino un contratista de los más amigos. Iba vestido de flamante pana; sobre el chaleco brillábale una gruesa cadena de oro y calzaba altas polainas fabricadas con la tela impermeable que servía de forro á las cajas de dinamita.

      —Hola, Milord—dijo el médico.—¿Qué, hoy no hay oficios divinos en la capilla de Baracaldo?

      —No, don Luis—dijo el contratista con cierta unción en sus palabras.—Demasiado sabe usted que en nuestra religión este día no es de fiesta.

      —¿Y Milady, siempre tan hermosa y elegante?

      —Vaya, no se burle usted; ya sabe que no somos más que unos pobres patanes con un poquito de protección.

      Después de esto, el llamado Milord rogó al médico, que ya que estaba en Labarga, se llegase á la cantina de Tocino, el capataz de su confianza, que llevaba varios días inmóvil en la cama por el reuma. Aresti se resistía alegando su viaje á Bilbao.

      —Un momento nada más, don Luis: entrar y salir. Yo también tengo prisa por llegarme á la mina. ¡El pobre Tocino me hace tanta falta cuando no está allí!...

      El doctor se dejó conducir algunos minutos más allá de Labarga, hasta una altura donde estaba establecida la tienda de Tocino. Por el camino bromeaba con el contratista sobre su religión. El Milord había sido capataz de las minas de una compañía inglesa, logrando interesar al ingeniero director en fuerza de excederse en la vigilancia del trabajo y no dejar descanso á los peones de sol á sol. La protección del jefe lo elevó á contratista, colocándole en el camino de la riqueza, y, no sabiendo cómo mostrar su gratitud al inglés, había abrazado el protestantismo. La despreocupación religiosa era general en las minas: sólo se pensaba en el dinero y el trabajo. Era viudo, con una hija, y para ligarse más íntimamente con sus protectores, la tuvo durante seis años en un colegio de Inglaterra, volviendo de allá la muchacha con un exterior púdico y unas costumbres de confort que regocijaban á toda Gallarta. Los domingos, Milord y Milady bajaban á Baracaldo, vestidos con trajes que encargaban á Londres, para confundirse con las familias de los ingenieros y los mecánicos ingleses empleados en las minas ó en las fundiciones de la ría, que llenaban la única capilla evangélica del país. Aresti, que había cogido cierto miedo á los flirts con Milady, hasta el punto de rehuir el encontrarla sola y que conocía ciertas historias de jovenzuelos que saltaban su ventana durante la noche, ensalzaba irónicamente al padre lo mucho que su robusto retoño había ganado después de la cepilladura en el extranjero.

      —¡La educación inglesa!—decía Milord abriendo mucho la boca para marcar su admiración.—¡Una gran cosa! Hay que ver lo que sabe la chica... Es verdad que acostumbrada á tantas finuras, se aburre aquí entre brutos. Pero, de mi para usted, don Luis, yo tengo mi plan, mi ambición, y es casarla con algún señor de la compañía.

      —Hará usted bien—dijo el médico con zumbona gravedad, recordando las ligerezas de la niña al verse libre en las minas, después de las pudibundeces del colegio.—Esos señores son aquí los únicos que pueden cargar con ella.

      Llegaron á la cantina de Tocino, una casa aislada, de mampostería, con un gran mirador de madera. Desde aquella altura abarcaba la vista toda la tierra de las Encartaciones y además el abra de Bilbao, la ría, Portugalete. Los pueblos aglomerados en las orillas del Nervión, parecían formar una sola urbe. En último término, entre montañas, se adivinaba la villa heroica é industriosa: el humo de las fundiciones y fábricas se confundía con el cielo plomizo. A la entrada de la ría, el alto puente de Vizcaya marcábase como un arco triunfal de negro encaje.

      La cantina ocupaba el piso bajo, amontonándose en ella los más diversos objetos y comestibles, unos en estantes y tras sucios cristales, otros pendientes del techo... Allí estaban almacenados todos los víveres, por cuya conquista dejaban los hombres pedazos de su vida en el fondo de las canteras. Aresti conocía aquella alimentación; alubias y patatas con un poco de tocino. El arroz, sólo era buscado cuando la patata resultaba cara. Además, colgaban del techo bacalao y trozos de tasajo americano entre grandes manojos de cebollas y ajos.

      El pan se amontonaba detrás del mostrador, al amparo de los dueños, como si éstos temiesen los hurtos de los parroquianos ó una súbita acometida de los hambrientos que pululaban afuera. Un tonel de sardinas doradas por la ranciedad, esparcía acre hedor. De las viguetas del techo pendían baterías de cocina, y en las estanterías se alineaban piezas de tela, botes de conservas, ferretería, alpargatas, objetos de vidrio, pero todo tan viejo, tan oxidado, tan mugriento, que, lo mismo comestibles que objetos, parecían sacados de una excavación después de un entierro de siglos.

      Tras el mostrador estaba la mujer de Tocino con su hijo, un adolescente amarillucho, de movimientos felinos. Eran vascongados, pero Aresti encontraba en sus ojos duros, en la melosidad con que robaban á los parroquianos despreciándolos, y en su aspecto miserable, algo que le hacía recordar á los judíos. La gente del contorno les odiaba. Al menor intento de revuelta en las minas, cerraban la puerta, sirviendo el pan por un ventanillo. A pesar de su insaciable codicia, tenían un aspecto de miseria y sordidez más triste que el de la gente de fuera. El doctor recordaba las declamaciones de muchos mitins obreros, á los que había asistido por curiosidad; los apóstrofes á los explotadores de las cantinas que engordan con los sudores del trabajador, que se redondean chupándoles la sangre; y se decía con gravedad:

      —No; pues á éstos les luce poco la tal alimentación.

      A la entrada de la cantina existía una especie de jaula de madera con un ventanillo. Dentro de ella estaba sentado ante un pupitre el dueño de la tienda, envuelto en mantas, quejándose á cada momento, pero sin dejar de repasar unos cuadernos viejos, cubiertos de rayas y caprichosos signos, que le servían para su complicada contabilidad.

      El Milord manifestó su extrañeza viéndole allí. ¡Él, que le traía nada menos que al doctor Aresti creyéndolo en peligro de muerte!... Mientras el médico le examinaba con la indiferencia del que está habituado á casos más graves, Tocino prorrumpía en lamentaciones, haciéndole coro su mujer. Estaba enfermo más de lo que creían: no podía moverse: los dolores le mataban; pero los negocios eran ante todo y había que repasar las cuentas, ya que estaba cerca el día de la paga.

      —Vaya, Tocino—dijo Aresti;—lo que tienes es poca cosa, desaparecerá con el cambio de tiempo. ¡Quejarse así un hombrachón que parece un oso tras esa jaula! Es la buena vida que te das; lo mucho que engordas con lo que robas.

      —¡Pero qué cosas tiene este don Luis!—exclamó el Milord mirando á la tendera, que enseñaba sus dientes amarillos para sonreír lo mismo que el protector de su marido.

      —¡Robar!—mugió Tocino.—¡Robar! ¡Siempre está usted con lo mismo! Tanto oye usted á los trabajadores, en su manía de mimarlos cuando se los llevan al hospital, que acaba por creer


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