El intruso. Vicente Blasco Ibanez

El intruso - Vicente Blasco Ibanez


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al fiado ¿estamos?... se exponía á perderlos, ¿y qué cosa más natural que no dormirse para cobrar lo que era suyo cuando llegaba el día del pago en las minas?... Había que conocer á los obreros: cada uno de un país; lo mejorcito de cada casa. Se pasaban todo el mes comiendo al fiado, y el día de cobranza, si les era posible hacían lo que ellos llaman la curva; cobraban y se iban á la taberna, rehuyendo el pasar por la tienda de comestibles. A bien que esto no les valía con Tocino y con otros que eran capataces al mismo tiempo que cantineros. Él les pagaba allí mismo su trabajo y allí mismo les descontaba lo que llevaban comido. Aun así había sus quiebras, pues los que sólo trabajaban una semana, desaparecían después de haber tomado al fiado más de lo que importaban sus jornales.

      Aresti escuchaba al capataz, y aprovechando sus pausas seguía recriminándolo.

      —Tocino, tú eres un ladrón que vendes á los obreros los artículos averiados que no quieren en Bilbao, y los haces pagar más caros que en la villa.

      —Esas son mentiras que sueltan los socialistas en sus metinges—gritó el capataz enrojeciendo de indignación con el recuerdo de lo que decían los obreros en sus reuniones.

      —Tocino, tú abusas de la miseria. Los pobres peones no tienen libertad para comprar el pan que comen. Al que no viene á tu tienda le quitas el trabajo en la cantera.

      —Los amigos son para ayudarse unos á otros. ¿Qué tiene de particular que yo sólo dé trabajo á los que se surten de mi establecimiento?

      —Tú robas al trabajador en lo que come y en lo que trabaja, descontándole siempre algo del jornal. Tu amo y protector te ayuda á mantener esta esclavitud, no pagando al obrero semanalmente, como se hace en todas partes, sino por meses, para que así tenga que vivir á crédito y se vea obligado á comer lo que queréis darle y al precio que mejor os parece.

      —Vaya; ahora me toca á mí—dijo riendo el Milord.—Pero este don Luis es peor que los predicadores de blusa que vienen á echar soflamas en el frontón de Gallarta. Suerte que no le da á usted por hablar en público.

      —Milord: á todos vosotros no os parece bastante el enriqueceros rápidamente con el hierro y aun arañáis algunos céntimos en el jornal y el estómago del bracero. Las cantinas obligatorias son vuestras y de los capataces. Vais á medias. De día explotáis los brazos y de noche los estómagos. Hacéis mal, muy mal. Hasta ahora os salva la gran masa de peones forasteros que vienen á rabiar y á ahorrar durante algunos meses, pasando por todo, pues su deseo es irse. Pero cada vez se quedan más en el país y ya veréis la que se arma cuando esta gente, viviendo siempre aquí, acabe por conoceros.

      El doctor cortó la conversación recordando su viaje á Bilbao, y salió de la cantina después de hacer varias recomendaciones para la curación de Tocino. La mujer y el hijo sonreían servilmente, pero con una expresión hostil en la mirada, gravemente ofendidos por la franqueza del doctor.

      El contratista siguió adelante, hacia su mina, y Aresti descendió á Labarga pensando en la miseria del rebaño humano esparcido por la montaña. Varias veces había intentado rebelarse, y los resultados de su protesta, de las huelgas ruidosas, terminadas, en más de una ocasión, con sangre, no le habían hecho mejorar gran cosa. Únicamente el respeto á la vida humana era mayor que en los primeros años de explotación. Aresti recordaba su llegada á las minas, cuando se vivía en ellas casi con las armas en la mano, como en Alaska ó en los primitivos placeres de California. Ya no quedaban forajidos en las canteras que, con el vergajo en la mano, apaleasen en nombre del amo á los trabajadores rebeldes; ya no existía la tarifa de la carne humana, cotizándose las desgracias «veinte duros por un brazo, cuarenta por las dos piernas». Se asociaban los trabajadores establecidos en el país, creaban núcleos de resistencia, inspiraban cierto temor á los explotadores, logrando con esto que sus penalidades fuesen menos duras: pero aún faltaba la cohesión entre ellos, á causa del vaivén de la población minera, de aquel oleaje de hombres que se presentaba engrosado al comenzar el invierno y el hambre en las míseras comarcas del interior y se retiraba al llegar el buen tiempo con sus cosechas. Los gallegos huían á su tierra así que se iniciaba una huelga y aparecía en las minas la guardia civil. Habían venido á ganar dinero y evitaban los conflictos pasando por toda clase de explotaciones y abusos. Los castellanos y leoneses miraban con los brazos cruzados los esfuerzos de los compañeros establecidos en el país, pensando con el duro egoísmo de la gente rural, que en nada les importaba cambiar la suerte del trabajador, ya que ellos al fin habían de volver á sus tierras. Los labriegos convertidos en mineros eran el contrapeso inerte, incapaz de voluntad, que imposibilitaba la ascensión de los que vivían en el país.

      La cantera era el peor enemigo del obrero rebelde. En las minas de galerías subterráneas, con sus peligros que exigen cierta maestría, el personal no era fácil de sustituir; necesitaba cierto aprendizaje. Pero en las pródigas Encartaciones el hierro forma montañas enteras: la explotación es á cielo abierto; sólo se necesita hacer saltar la piedra, recogerla y trasladarla, cavar, romper como en la tierra del campo, y el bracero, empujado por el hambre, llegaba continuamente en grandes bandas á sustituir sin esfuerzo alguno á todo el que abandonaba su puesto protestando contra el abuso. Mientras no cesase la inmigración, cortándose la corriente continua de hombres, mientras no se estancara la población obrera de las Encartaciones, era difícil que el trabajo conquistase todos sus derechos.

      Aresti, con el deseo de no sufrir nuevos retrasos, redobló el paso al entrar en Labarga, caminando con la cabeza baja para no oír los llamamientos de las mujeres. Un hombre se le puso delante.

      —Don Luis, un momento...

      Era el Barbas, que había abandonado su inmovilidad de fakir para detener al doctor.

      —¿Qué hay, compañero?

      —Usted, que es bueno, quiero que se entere, ya que sube por aquí, de lo que hacen esos ladrones.

      Y le mostraba con gesto trágico su casucha. Como Aresti no parecía comprenderse, el Barbas le mostró la parte superior de su barraca falta de techumbre.

      —Me han quitado la planchas, don Luis. Quieren que me vaya. Los ricos de Gallarta, todas esas gentes que he conocido pobres como yo, me odian y me tienen miedo. El amo de la barraca no sabe cómo echarme. Hace una semana me han quitado la techumbre, la lluvia cae en mi casa como en la calle, pero el Barbas firme en su puesto con la compañera. La pobre vieja llora y quiere irse, pero soy capaz de darla una paliza si se menea de ahí. Me han de tener á la vista siempre. Hay para rato si piensan librarse de mí... Ahora, don Luis, han discurrido algo mejor. Quieren quitarme el suelo así como me han robado el techo. Piensan excavar la roca hasta que la casa se quede en el aire, sobre sus estacas, para ver si así me voy... ¡Pues no me iré! El Barbas, en su sitio, para que todos le oigan, para echarles en cara sus robos. Ni trabajo, ni me voy... Espero, ¿sabe usted?, espero que llegue la gorda; espero el día en que toda la montaña baje al llano y yo pueda quitarles el techo y el piso á todos los chalets que se han hecho esos pintureros, esos piojos resucitados que la echan de señores á costa de los pobres.

      Y el Barbas acompañó un buen trecho al doctor, mugiendo sus maldiciones y amenazas contra los contratistas que eran sus enemigos más inmediatos y contra los ricos de Bilbao siempre invisibles, divinidades maléficas que hacían sentir la fuerza de su poder en la montaña, sin mostrarse más que por la mediación de administradores y capataces, si explotaban la mina directamente, ó de contratistas si creían más ventajoso para ellos ajustar el arranque del mineral.

      Cerca ya de Gallarta, al quedar solo el doctor, vió venir hacia él un hombre montado en una burra blanca, tan grande y tan fuerte que casi parecía una mulilla. Por la cabalgadura conoció Aresti desde muy lejos á don Facundo, el cura párroco de Gallarta. Hacía diez años que había sido trasladado al distrito minero desde un pueblecillo de Álava, y afirmaba que la mejor tierra del mundo era la de las Encartaciones. «Paz, mucha paz; para todos hay vida en el mundo.» Y en santa paz vivía, siendo gran amigo de Aresti, y tomando á broma las doctrinas revolucionarias que el doctor, por aburrimiento, exponía á los ricos de Gallarta después de sus famosas cenas. Cierta vez que el médico, cansado de la monotonía


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