El intruso. Vicente Blasco Ibanez

El intruso - Vicente Blasco Ibanez


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Para él, la religión verdadera no decrecía ni experimentaba quebranto alguno mientras se celebrasen bautizos, casamientos, y, sobre todo, entierros, muchos entierros.

      A misa sólo iban algunas viejas del pueblo: la iglesia estaba siempre vacía, pero el país era muy religioso y la prueba estaba en que él no tenía libre un momento, y continuamente veían todos trotar su burra blanca por los caminos y atajos de la montaña. Aquel curato valía más que algunos obispados. La gente pobre que no se acordaba de la casa de Dios, encontraba en su miseria el dinero necesario para que el pariente marchase á la fosa escoltado por la burra de don Facundo y mecido en su ataúd por el vozarrón del cura. Había días en que acompañaba cinco entierros en los lugares más lejanos de la parroquia; asunto de leguas. Pero él no se asustaba de nada mientras contase con su cabalgadura infatigable, y montado en ella acudía á todas partes. Delante, marchaba el ataúd en hombros de los mineros, escoltado por mujeres que daban alaridos y se mesaban el pelo con desesperación de gitanas, y detrás don Facundo, montado en su burra, con sobrepelliz y bonete, seguido á pie por el sacristán, al que llamaba su «corneta de órdenes», siempre cantando, pues los parientes ponían reparos á la hora de pagar si cantaba poco, repitiendo automáticamente los versículos del oficio de difuntos, al mismo tiempo que se daba el compás esgrimiendo sobre su cabeza la vara de fresno con que arreaba á la cabalgadura.

      Un alto en la marcha era lo único que le hacía perder la calma.

      —Aprisa, hijos míos—decía á los conductores del cadáver—que hoy aún me quedan tres. Tengo trabajo en Galdames y en la Arboleda.

      Muchas veces llegaba la obscuridad antes de que terminase su tarea de acompañar muertos por veredas y desmontes. Aresti recordaba una noche de luna clarísima, al retirarse á casa después de una cena con los contratistas, en las afueras de Gallarta. Oyó un canto lúgubre que rasgaba como un lamento la calma de la noche, y vió pasar á un hombre, vacilante sobre sus piernas, que parecía ebrio, llevando á cuestas á otro, envuelto en una sábana, con un brazo colgante que le golpeaba á cada paso. Después, una especie de centauro agrandado por el misterio de la noche, que movía algo negro como una espada, sin cesar de mugir:

       Qui dormiunt in terræ pulvere, evigilabunt...

      —Buenas noches, don Luis—dijo el cura al reconocer al doctor.—Con este van hoy ocho. Es un pobrecito que ha muerto de la viruela y lo he dejado para lo último... ¡Después dirá usted que la Iglesia no trabaja!

      Y en el silencio de la noche, volvió á reanudar su lúgubre cantinela, á la luz de la luna, camino del cementerio.

      Lo único que le indignaba era que le hablasen de la extensión de la parroquia y lo difícil de servirla un hombre solo. ¡No, carape!: él tenía fuerzas para servir á Dios hasta que reventase; sobre todo, tratándose de entierros. Cada vez que recelaba alguna modificación parroquial tomaba el camino de Vitoria para ver á los señores del obispado después de dar un tiento doloroso á los ahorros y cuando al fin habían acabado por colocar á sus órdenes á dos vicarios, dedicó á éstos á las faenas menudas del templo, reservándose él los entierros.

      Las asombrosas fortunas creadas en las minas habían tentado su codicia. Él también tenía sus contratas; también pactaba arranque de mineral con los señores de Bilbao é iba sobre la burra de los entierros á echar un vistazo al trabajo de los peones. Pero á pesar de que sus negocios marchaban bien y á la hora del champagne, en las cenas de los contratistas, le hacía confesar el médico que llevaba reunidos más de cuarenta mil duros, recordaba los pasados tiempos, aquella primera época de las minas, cuando él y don Luis eran recién llegados y cada cual vivía á su gusto sin obispos ni autoridades de ninguna clase. Aborrecía los tranvías aéreos, los planos inclinados, todos los recientes medios de conducción. Los buenos tiempos eran cuando el mineral iba arrastrado por bueyes hasta la ría, y había guardas en los caminos para ordenar el paso de las carretas que alegraban la montaña con sus chirridos. Sólo en Gallarta existían más de mil. Se exportaba menos mineral, pero se pagaba más caro y el dinero se repartía entre más gente. Entonces fué cuando el cura inauguró su iglesia y al buscar un santo patrón eligió á San Antonio. Aún reía el doctor recordando la candidez con que explicaba el cura esta preferencia.

      —No puede ser otro. San Antonio es el patrón de las bestias y aquí en Gallarta hay tanto buey....

      Al reconocer don Facundo al médico, refrenó el paso de su cabalgadura.

      —A la mina, ¿eh?—preguntó Aresti.

      —Sí señor: acabo de largar mi misita y ahora un rato á ver lo que hacen aquellos, hasta la hora de comer. Hay que cuidarse de lo divino y lo humano. Hay que trabajar, don Luis.

      —¿Pero hoy no es día de fiesta?...

      —¡Ah, grandísimo zumbón! Ya adivino lo que quiere decirme con su sonrisa. Sí, día de fiesta es, según nuestra Madre la Iglesia, y deben guardarla los que son ricos. Pero mire usted, cómo los pobres trabajan en todas las canteras. Yo no voy á privar de un jornal á mis peones, después de tantos días de lluvia, en los que no han podido hacer nada. Además, tengo mis contratos con el dueño de la mina... Vaya, adiós: le dejo para que se burle de mí á sus anchas.

      Iba ya á arrear la burra, cuando se detuvo para hacer una pregunta.

      —¿Dicen que han matado al Maestrico?... Vaya un caso. Era un buen muchacho, serio y ahorrador. Este es el mundo... ¡A la tarde entierro! ¡Arre burra!

      Y se alejó con alegre cantoneo, gozoso por la seguridad de que había caído trabajo.

      Cuando el doctor fué á entrar en su casa todavía se vió detenido por un hombre que le esperaba sentado junto á la puerta. La vieja Catalina le llamaba furiosa desde adentro.

      —¡Qué está frío el desayuno!... ¡Qué no cogerá usted el tren! Ya le he dicho á ese condenao que su primo le espera y no está usted para canciones...

      Pero Aresti no la hizo caso y se dejó abordar por aquel hombre, diciéndose mentalmente: «¡Qué magnífico animal!» Tembló por su mano, cuando se la agarró el gigantón con una de sus garras de dedos callosos y gruesos. Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura de atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía recordar á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que había admirado en su niñez.

      —Vengo á lo del otro día—dijo con alguna torpeza, pero mirando al médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo sus pretensiones.

      —¿A lo del otro día?... Pues hijo, no me acuerdo. ¡Me buscan tantos!...

      Pero de pronto, el doctor pareció recordar, y una sonrisa maliciosa animó su rostro.

      —¡Ah, sí! Ya me acuerdo: vienes á lo del practicante. Tú eres el marido de esa... Bien ¿y qué?

      —Quiero que usted arregle eso, don Luis—continuó el gigantón con energía;—ó lo arregla usted que es tan bueno ó doy el gran escándalo. Ya le dije cómo los pillé en mi casa el domingo pasado: tengo testigos. Los llevaré al juzgado, y si él no se pone en razón y hace lo que le corresponde, irá á un presidio y ella á la galera.

      —Sí, hombre, sí—dijo Aresti.—Recuerdo tu asunto. Me gusta verte más tranquilo que el otro día. ¿Pero qué voy a hacer yo?

      —Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él.

      —Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en el hospital!... ¡Si es más pobre que tú!...

      —Bueno—dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza por debajo de la boina.—Pus que sean quince... ó que sean doce, ya que usted se empeña. Pero de ahí no bajo nada. No me conformo con menos de doce ó daré el escándalo. En usted confío, dotor. Ya le quisiera yo ver con una perra como la mía: sabría lo que es bueno. ¿Qué


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