El intruso. Vicente Blasco Ibanez

El intruso - Vicente Blasco Ibanez


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protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con que él le correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que saludaba su parentesco con el amo.

      Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuando alguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón, dejaba vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrar allí, los que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotente Sánchez Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre la Sendeja, con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel imitación de madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio con una docena de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos se hubiera de dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro una antigua arca vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdo arqueológico del país, y en las paredes, modelos en relieve de los principales vapores de la casa y una enorme fotografía del «Goizeko izarra» (Estrella de la mañana), el yate de tres mástiles y doble chimenea, que permanecía amarrado todo el año en la bahía de Axpe, como si Sánchez Morueta hubiese perdido su afición á los viajes. Sobre la chimenea se alineaban en escala de tamaños, fragmentos pulidos de rieles y piezas de fundición, muestras flamantes del acero fabricado en los altos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía libros ingleses, anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias sobre minería y metalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la mesa de trabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era el Yacht Register de más reciente publicación, como si el millonario encadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento á los potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar por los mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de su dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo sólido y discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes buques. Aresti resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á inglés.... Hasta el traje del amo».

      Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos; aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamiento aparte; que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línea recta y sin vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran como animales independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerza propia para vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respeto supersticioso. Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder se entregarían vencidos, anonadados. Nada podía resistir á aquellas hermosas garras de bestia luchadora é inteligente. El movimiento de la sangre en sus venas de grueso relieve, parecía el latido de un pensamiento oculto.

      Las poderosas zarpas acabaron por amontonar con sólo un movimiento todos los papeles, dando la tarea por terminada, y los ojos grises del grande hombre indicaron al secretario con fría mirada que podía retirarse á la habitación inmediata donde tenía su despacho: una pieza con grandes estantes cargados de carpetas verdes y algunos ejemplares raros de mineral bajo campanas de vidrio.

      —Don José, un momento,—dijo el hombrecillo;—me permito recordar á usted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor.

      Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinó hacia él, murmurando algunas palabras.

      El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo.

      —Es un favor que te pide Cristina—dijo con alguna vacilación.—Al saber que venías hoy, me encargó que subieses un momento á Begoña para ver á don Tomás, ese cura viejo que algunas veces nos visita.

      Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, se apresuró á añadir.

      —Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay que tener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Es una visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos. ¿Qué te cuesta darlas gusto?...

      En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptó mudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á su poderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el «hijo favorito de la fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.

      —Goicochea te acompañará—dijo señalando á su secretario.—Toma abajo mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego, Luis.

      Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.

      Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje del millonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirando sus tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez. Era igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertemente teñidas. El carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuesta de Begoña. Terminaba el desfile de casas. Ensanchábase el horizonte, extendiéndose entre las montañas los campos verdes, y los robledales de tono bronceado, interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las caserías. El sol asomaba por primera vez en la mañana al través de un desgarrón de las nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba una transparencia luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde del camino levantábanse casas aisladas, ostentando en su puerta el tradicional branque, el ramo verde que indica la buena bebida del país. Eran los famosos chacolines con sus rótulos: «Se venden voladores», para que el estruendo fuese completo en días de romería.

      Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares con cierto entusiasmo.

      —Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud... los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se acordará.

      Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:

      —¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahí estaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca, viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente los centinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecían lumbre... para matarse si era preciso al amanecer.

      —Usted sería de los auxiliares, como mi primo Pepe,—dijo Aresti;—de los que defendían la villa.

      Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:

      —¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio vizcaíno y llevaba la contabilidad... Cosas de muchachos, don Luis: calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado los ocho hijos que ahora me devoran.

      Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus creencias, siguió hablando:

      —Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!... Ahora ya no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la pelleja.

      —¿Pues qué son ustedes?...

      —¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?... Nacionalistas; bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo que fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes han traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus impiedades? La gente del otro lado del Ebro, los maketos: y don Carlos no es más que un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y además tiene los escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo digo, don Luis. Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin virtud y deje libre á la honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con B alta, y con K, pues la gente de España para robarnos en todo, hasta mete mano en nuestro nombre escribiéndolo de distinta manera.

      Y con el índice trazaba en el espacio grandes bes para que constase una vez más su protesta ortográfica.

      El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio de una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes


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