El intruso. Vicente Blasco Ibanez

El intruso - Vicente Blasco Ibanez


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las minas. La limosna cuantiosa, y los legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias aquella parte del monte Artagán. El silencio monacal, que parecía extenderse por el paisaje, contrastaba con el zumbido de vida que exhalaba abajo la población, dominada á aquella hora por la fiebre de los negocios. De vez en cuando sonaba perezosamente una campana en las torrecillas de ladrillo rojo, llamando á gentes invisibles: se entreabría un portón con agudo chirrido, dejando ver una cofia monjil, blanca y almidonada y un rincón de huerto frondoso. Aresti, influenciado por este ambiente, pensaba en los místicos retiros de la Flandes católica, en sus conventos modernos de escrupulosa limpieza y sus beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como mariposas de nieve.

      Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la iglesia de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la República de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los tiempos forales.

      Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad de la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia. Tenía enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por más que intentó animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su astucia aguzada por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre aquellos planes de curación que Aresti le proponía por decir algo.

      —¡Lo mismo que los otros!—gimió.—¡Ay Virgen de Begoña!... ¡Virgen de Begoñaaa!

      El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro, con la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas las leyes de la existencia.

      Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.

      —Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda tiempo de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde que le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita. Entremos y yo pediré un poco por el desgraciado don Tomás.

      Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y le interesaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos de abajo había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durante las guerras y al que afluían ahora todos los sentimientos del país hostiles á la nacionalidad española y á sus progresos.

      Pasaron bajo unas arcadas adosadas al templo; el paseo cubierto de todas las iglesias vascas, donde en otros tiempos se reunía el vecindario, amparado de la lluvia, para tratar los asuntos públicos después de la misa. Por algo, la mayoría de los pueblos vizcaínos tomaron el título de anteiglesias, en época de fueros.

      Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención. Eran piezas de esa ebanistería parisién del barrio de San Sulpicio, puesta al servicio de los fieles, que arregla oratorios para las señoras elegantes con el mismo refinamiento con que sus compañeros de oficio adornan un dormitorio ó un budoir. El gusto artístico del jesuitismo contrastaba con la arquitectura del templo, de un gótico sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno. De las pilastras pendían, como banderas de victoria, los estandartes de las diversas peregrinaciones, y cubrían las paredes lápidas conmemorativas en vascuence y algunos cuadros horribles, inmortalizando la coronación de la Virgen.

      Al médico le interesaban más los votos que se extendían por la pared, á la altura de sus ojos, cuadritos de una pintura cándida y grosera, representando olas alborotadas, barcos próximos á zozobrar con los palos rotos, y descendiendo de entre los nubarrones sobre el casco desmantelado, un rayo semejante á una lombriz roja. Provocaban la risa como obras de arte, pero Aresti los miraba con respeto, viendo en ellos el recuerdo de un drama vivido por muchos centenares de hombres. Eran votos de la gente de mar, muestras de agradecimiento de tripulaciones vizcaínas, por haberlas salvado la imagen de Begoña de espantosas tempestades. Los cuadros más antiguos y borrosos representaban bergantines y fragatas con las velas rotas, encabritándose sobre las olas, flotando entre estas algún mástil roto: los más modernos eran vapores espantosamente ladeados por el empuje del mar, con la cubierta barrida por el agua. Y Aresti pensaba en la pobreza humana que resurge siempre ante las catástrofes ciegas de la naturaleza; en la fe que siente el hombre por lo maravilloso apenas ve en peligro su existencia.

      Goicochea había cesado de rezar y, acercándose al doctor, hablábale al oído con la satisfacción del que muestra las bellezas de su propia casa.

      —Mírela usted—decía señalando á la imagen.—¡Qué hermosa es! ¡Y qué bien le sienta la corona!...

      Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea, como todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros. La cabecita de bebé parecía abrumada por una alta corona, inflada como un globo; hasta sus pies descendía, como un miriñaque, el manto cubierto de toda clase de piedras preciosas. Los diamantes, perlas y esmeraldas arrojadas á manos llenas por la devoción, como si el brillo pudiese aumentar la hermosura de la imagen, esparcíanse también sobre el pequeñuelo que la Virgen mostraba entre sus manos.

      —Cuántas joyas ¿eh?—murmuraba con entusiasmo Goicochea.—Esto sólo se ve en este país. Aquí hay religión y riqueza.

      El doctor pensaba involuntariamente en el sucio y doliente rebaño de las minas, calculando en cuánto habría contribuido su miseria á aquellos regalos inútiles, colocados por la fe y la ostentación de unos pocos, sobre un madero tallado.

      —¡Si usted hubiese visto el acto de la coronación!—continuó la voz de Goicochea con sordina.—Aún me estremezco de entusiasmo recordándolo. Fué cosa de llorar. Catorce obispos asistieron y hubo quince días de peregrinación de Bilbao y los pueblos. Vizcaya entera pasó por aquí: peregrinación de señoras, peregrinación de criadas de servir, peregrinación de obreros; las anteiglesias en masa con sus párrocos al frente, y sermones al aire libre de religiosos de todas las órdenes, y de padres jesuítas: pero sermones buenos de veras, en vascuence: diciendo lo que significaba la coronación de la Virgen como Señora de Vizcaya. Fíjese usted bien.... ¡Señora! Vizcaya sólo ha tenido Señores. Hasta Dios es para nosotros Jaungoicoa ó sea «Señor de arriba.» Eso de reyes y reinas es cosa de los maketos. Desde el día de la coronación de la Señora, que moralmente hemos arreglado nuestras cuentas con los que viven del Ebro para allá, separándonos para siempre. La cosa fué conmovedora: como organizada por los principales del partido.... Pero vámonos, que aquí molestamos hablando.

      Goicochea salió del templo huyendo de las miradas que le lanzaban dos aldeanas viejas arrodilladas ante la Virgen.

      En el porche de la iglesia continuó dando expansión á su entusiasmo.

      —¿Y ha visto usted cuántos milagros? ¿No le enternece eso?...

      —Sí—dijo Aresti con gravedad.—A mí me conmueve la piedad de los hombres de mar que vienen aquí descalzos, trayendo su recuerdo á la Virgen, por haber estado próximos á naufragar y no haber naufragado. Gran cosa es la fe. Lo mismo que á ellos, les ocurre casi todos los días á marineros ingleses, suecos ó americanos que son protestantes ó no son nada, y se salvan á pesar de no tener una Virgen de Begoña á quien recomendarse. Además, vaya usted á saber los vizcaínos que se habrán ahogado después de implorar á la Virgen. Esos no han podido venir aquí á contarlo.


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