Meditaciones del Quijote. José Ortega y Gasset

Meditaciones del Quijote - José Ortega y Gasset


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de vida hasta entonces reducido a los ministros y los consejos palatinos. La preocupación política, es decir, la conciencia y actividad de lo social, derrámase sobre las muchedumbres merced a la democracia. Y con un fiero exclusivismo ocuparon el primer plano de la atención los problemas de la vida social. Lo otro, la vida individual, quedó relegada, como si fuera cuestión poco seria e intranscendente. Es sobremanera significativo que la única poderosa afirmación de lo individual en el siglo XIX—el «individualismo»—fuera una doctrina política, es decir, social, y que toda su afirmación consistía en pedir que no se aniquilara al individuo. ¿Cómo dudar de que un día próximo parecerá esto increíble?

      Todas nuestras potencias de seriedad las hemos gastado en la administración de la sociedad, en el robustecimiento del estado, en la cultura social, en las luchas sociales, en la ciencia en cuanto técnica que enriquece la vida colectiva. Nos hubiera parecido frívolo dedicar una parte de nuestras mejores energías—y no solamente los residuos—a organizar en torno nuestro la amistad, a construir un amor perfecto, a ver en el goce de las cosas una dimensión de la vida que merece ser cultivada con los procedimientos superiores. Y como ésta, multitud de necesidades privadas que ocultan avergonzados sus rostros en los rincones del ánimo porque no se las quiere otorgar ciudadanía, quiero decir, sentido cultural.

      En mi opinión, toda necesidad, si se la potencia, llega a convertirse en un nuevo ámbito de cultura. Bueno fuera que el hombre se hallara por siempre reducido a los valores superiores descubiertos hasta aquí: ciencia y justicia, arte y religión. A su tiempo nacerá un Newton del placer y un Kant de las ambiciones.

      La cultura nos proporciona objetos ya purificados, que alguna vez fueron vida espontánea e inmediata, y hoy, gracias a la labor reflexiva, parecen libres del espacio y del tiempo, de la corrupción y del capricho. Forman como una zona de vida ideal y abstracta, flotando sobre nuestras existencias personales, siempre azarosas y problemáticas. Vida individual, lo inmediato, la circunstancia, son diversos nombres para una misma cosa: aquellas porciones de la vida de que no se ha extraído todavía el espíritu que encierran, su logos.

      Y como espíritu, logos no son más que «sentido», conexión, unidad, todo lo individual, inmediato y circunstante, parece casual y falto de significación.

      Debiéramos considerar que así la vida social como las demás formas de la cultura, se nos dan bajo la especie de vida individual, de lo inmediato. Lo que hoy recibimos ya ornado con sublimes aureolas, tuvo a su tiempo que estrecharse y encogerse para pasar por el corazón de un hombre. Cuanto es hoy reconocido como verdad, como belleza ejemplar, como altamente valioso, nació un día en la entraña espiritual de un individuo, confundido con sus caprichos y humores. Es preciso que no hieratizemos la cultura adquirida, preocupándonos más de repetirla que de aumentarla. El acto específicamente cultural, es el creador, aquel en que extraemos el logos de algo que todavía era insignificante (i-logico). La cultura adquirida sólo tiene valor como instrumento y arma de nuevas conquistas. Por esto, en comparación con lo inmediato, con nuestra vida espontánea, todo lo que hemos aprendido parece abstracto, genérico, esquemático. No sólo lo parece: lo es. El martillo es la abstracción de cada uno de sus martillazos.

      Todo lo general, todo lo aprendido, todo lo logrado en la cultura, es sólo la vuelta táctica que hemos de tomar para convertirnos a lo inmediato. Los que viven junto a una catarata no perciben su estruendo: es necesario que pongamos una distancia entre lo que nos rodea inmediatamente y nosotros, para que a nuestros ojos adquiera sentido.

      Los egipcios creían que el valle del Nilo era todo el mundo. Semejante afirmación de la circunstancia es monstruosa, y, contra lo que pudiera parecer, depaupera su sentido. Ciertas almas manifiestan su debilidad radical cuando no logran interesarse por una cosa, si no se hacen la ilusión de que es ella todo o es lo mejor del mundo. Este idealismo mucilaginoso y femenil debe ser raído de nuestra conciencia. No existen más que partes en realidad; el todo es la abstracción de las partes y necesita de ellas. Del mismo modo no puede haber algo mejor sino donde hay otras cosas buenas, y sólo interesándonos por éstas cobrará su rango lo mejor. ¿Qué es un capitán sin soldados?

      ¿Cuándo nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada—sino una perspectiva? Dios es la perspectiva y la jerarquía: el pecado de Satán fué un error de perspectiva.

      Ahora bien, la perspectiva se perfecciona por la multiplicación de sus términos y la exactitud con que reaccionemos ante cada uno de sus rangos. La intuición de los valores superiores fecunda nuestro contacto con los mínimos, y el amor hacia lo próximo y menudo, da en nuestros pechos realidad y eficacia a lo sublime. Para quien lo pequeño no es nada, no es grande lo grande.

      Hemos de buscar a nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente en lo que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo. No detenernos perpetuamente en éxtasis ante los valores hieráticos, sino conquistar a nuestra vida individual el puesto oportuno entre ellos. En suma: la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre.

      Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo. La ciencia biológica más reciente estudia el organismo vivo como una unidad compuesta del cuerpo y su medio particular: de modo que el proceso vital no consiste sólo en una adaptación del cuerpo a su medio, sino también en la adaptación del medio a su cuerpo. La mano procura amoldarse al objeto material a fin de apresarlo bien; pero, a la vez, cada objeto material oculta una previa afinidad con una mano determinada.

      Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. Benefac loco illi quo natus es, leemos en la Biblia. Y en la escuela platónica se nos da como empresa de toda cultura, ésta: «salvar las apariencias», los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea.

      Preparados los ojos en el mapa-mundi, conviene que los volvamos al Guadarrama. Tal vez nada profundo encontremos. Pero estemos seguros de que el defecto y la esterilidad provienen de nuestra mirada. Hay también un logos del Manzanares: esta humildísima ribera, esta líquida ironía que lame los cimientos de nuestra urbe, lleva, sin duda, entre sus pocas gotas de agua, alguna gota de espiritualidad.

      Pues no hay cosa en el orbe por donde no pase algún nervio divino: la dificultad estriba en llegar hasta él y hacer que se contraiga. A los amigos que vacilan en entrar a la cocina donde se encuentra, grita Heráclito: «¡Entrad, entrad! También aquí hay dioses.» Goethe escribe a Jacobi en una de sus excursiones botánico-geológicas: «Heme aquí subiendo y bajando cerros y buscando lo divino in herbis et lapidibus». Se cuenta de Rousseau, que herborizaba en la jaula de su canario, y Fabre, quien lo refiere, escribe un libro sobre los animalillos que habitaban en las patas de su mesa de escribir.

      Nada impide el heroísmo—que es la actividad del espíritu—, tanto como considerarlo adscrito a ciertos contenidos específicos de la vida. Es menester que donde quiera subsista subterránea la posibilidad del heroísmo, y que todo hombre, si golpea con vigor la tierra donde pisan sus plantas, espere que salte una fuente. Para Moisés el Héroe, toda roca es hontanar.

      Para Giordano Bruno: est animal sanctum, sacrum et venerabile, mundus.

      Pío Baroja y Azorín son dos circunstancias nuestras, y a ellas dedico sendos ensayos. Azorín nos ofrece ocasión para meditar, con sesgo diverso al que acabo de decir, sobre las menudencias y sobre el valor del pasado. Respecto a lo primero, es hora ya de que resolvamos la latente hipocresía del carácter moderno, que finge interesarse únicamente por ciertas convenciones sagradas—ciencia o arte o sociedad—, y reserva, como no podía menos, su más secreta intimidad para lo nimio y aun lo fisiológico. Porque esto es un hecho: cuando hemos llegado hasta los barrios bajos del pesimismo y no hallamos nada en el universo que nos parezca una afirmación capaz de salvarnos, se vuelven los ojos hacia las menudas cosas del vivir cotidiano—como los moribundos recuerdan al punto de la muerte toda suerte de nimiedades que les acaecieron. Vemos, entonces, que no son las grandes cosas, los grandes placeres, ni las grandes ambiciones, quienes nos


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