Meditaciones del Quijote. José Ortega y Gasset

Meditaciones del Quijote - José Ortega y Gasset


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camina, de una moza gentil, que no amamos ni conocemos, tal ingeniosidad, que el amigo ingenioso nos dice con su buena voz de costumbre. Me parece muy humano el suceso de quien, desesperado, fué a ahorcarse de un árbol, y cuando se echaba la cuerda al cuello, sintió el aroma de una rosa que abría al pie del tronco, y no se ahorcó.

      Hay aquí un secreto de las bases de vitalidad que, por decencia, debe el hombre contemporáneo meditar y comprender; hoy se limita a ocultarlo, a apartar de él la vista, como sobre tantos otros poderes oscuros—la inquietud sexual, por ejemplo—, que, a vuelta de sigilos e hipocresías, acaban por triunfar en la conducta de su vida. Lo infrahumano perdura en el hombre: ¿cuál puede ser para el hombre el sentido de esa perduración? ¿Cuál es el logos, la postura clara que hemos de tomar ante esa emoción expresada por Shakespeare en una de sus comedias, con palabras tan íntimas, cordiales y sinceras, que parecen gotear de uno de sus sonetos? «Mi gravedad—dice un personaje en Measure for measure—, mi gravedad, de que tanto me enorgullezco, cambiaríala con gusto por ser esta leve pluma que el aire mueve ahora como vano juguete.» ¿No es este un deseo indecente? ¡Eppur!...

      Respecto al pasado, tema estético de Azorín, hemos de ver en él uno de los terribles morbos nacionales. En la Antropología, de Kant, hay una observación tan honda y tan certera sobre España, que, al tropezarla, se sobrecoje el ánimo. Dice Kant que los turcos cuando viajan suelen caracterizar los países según su vicio genuino, y que, usando de esta manera, él compondría la tabla siguiente: 1.ª Tierra de las modas (Francia). 2.ª Tierra del mal humor (Inglaterra). 3.ª Tierra de los antepasados (España). 4.ª Tierra de la ostentación (Italia). 5.ª Tierra de los títulos (Alemania). 6.ª Tierra de los señores (Polonia).

      ¡Tierra de los antepasados!... Por lo tanto, no nuestra, no libre propiedad de los españoles actuales. Los que antes pasaron siguen gobernándonos y forman una oligarquía de la muerte, que nos oprime. «Sábelo—dice el criado en las Coéforas—, los muertos matan a los vivos.»

      Es esta influencia del pasado sobre nuestra raza una cuestión de las más delicadas. Al través de ella descubriremos la mecánica psicológica del reaccionarismo español. Y no me refiero al político, que es sólo una manifestación, la menos honda y significativa de la general constitución reaccionaria de nuestro espíritu. Columbraremos en este ensayo cómo el reaccionarismo radical no se caracteriza en última instancia por su desamor a la modernidad, sino por la manera de tratar el pasado.

      Toléreseme, a beneficio de concisión, una fórmula paradójica: la muerte de lo muerto es la vida. Sólo un modo hay de dominar el pasado, reino de las cosas fenecidas: abrir nuestras venas e inyectar de su sangre en las venas vacías de los muertos. Esto es lo que no puede el reaccionario: tratar el pasado como un modo de la vida. Lo arranca de la esfera de la vitalidad, y, bien muerto, lo sienta en su trono para que rija las almas. No es casual que los celtíberos llamaran la atención en el tiempo antiguo, por ser el único pueblo que adoraba a la muerte.

      Esta incapacidad de mantener vivo el pasado, es el rasgo verdaderamente reaccionario. La antipatía hacia lo nuevo parece, en cambio, común a otros temperamentos psicológicos. ¿Es, por ventura, reaccionario Rossini por no haber querido viajar jamás en tren y rodar Europa en su coche de alegres cascabeles? Lo grave es otra cosa: tenemos los ámbitos del alma infeccionados, y como los pájaros al volar sobre los miasmas de una marisma, cae muerto el pasado dentro de nuestras memorias.

      En Pío Baroja tendremos que meditar sobre política y sobre el arte barroco; en realidad, tendremos que hablar un poco de todo. Porque este hombre, más bien que un hombre, es una encrucijada.

      Por cierto que, tanto en este ensayo sobre Baroja, como en los que se dedican a Goethe y Lope de Vega, a Larra, y aun en algunas de estas Meditaciones del Quijote, acaso parezca al lector que se habla relativamente poco del tema concreto a que se refieren. Son, en efecto, estudios de crítica; pero yo creo que no es la misión importante de ésta tasar las obras literarias, distribuyéndolas en buenas o malas. Cada día me interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante.

      Veo en la crítica un fervoroso esfuerzo para potenciar la obra elegida. Todo lo contrario, pues, de lo que hace Sainte-Beuve cuando nos lleva de la obra al autor, y luego pulveriza a éste en una llovizna de anécdotas. La crítica no es biografía ni se justifica como labor independiente, si no se propone completar la obra. Esto quiere decir, por lo pronto, que el crítico ha de introducir en su trabajo todos aquellos utensilios sentimentales e ideológicos pertrechados, con los cuales puede el lector medio recibir la impresión más intensa y clara de la obra que sea posible. Procede orientar la crítica en un sentido afirmativo y dirigirla, más que a corregir al autor, a dotar al lector de un órgano visual más perfecto. La obra se completa completando su lectura.

      Así, por un estudio crítico sobre Pío Baroja, entiendo el conjunto de puntos de vista bajo los cuales sus libros adquieren una significación potenciada. No extrañe, pues, que se hable poco del autor y aun de los detalles de su producción; se trata precisamente de reunir todo aquello que no está en él, pero que lo completa, de proporcionarle la atmósfera más favorable.

      En las Meditaciones del Quijote intento hacer un estudio del quijotismo. Pero hay en esta palabra un equívoco. Mi quijotismo no tiene nada que ver con la mercancía bajo tal nombre ostentada en el mercado. Don Quijote puede significar dos cosas muy distintas: Don Quijote es un libro y Don Quijote es un personaje de ese libro. Generalmente, lo que en bueno o en mal sentido se entiende por «quijotismo», es el quijotismo del personaje. Estos ensayos, en cambio, investigan el quijotismo del libro.

      La figura de Don Quijote, plantada en medio de la obra como una antena que recoge todas las alusiones, ha atraído la atención exclusivamente, en perjuicio del resto de ella, y, en consecuencia, del personaje mismo. Cierto; con un poco de amor y otro poco de modestia—sin ambas cosas no—, podría componerse una parodia sutil de los Nombres de Cristo, aquel lindo libro de simbolización románica que fué urdiendo Fray Luis con teológica voluptuosidad en el huerto de la Flecha. Podría escribirse unos Nombres de Don Quijote. Porque en cierto modo es Don Quijote la parodia triste de un cristo más divino y sereno: es él un cristo gótico, macerado en angustias modernas; un cristo ridículo de nuestro barrio, creado por una imaginación dolorida que perdió su inocencia y su voluntad y anda buscando otras nuevas. Cuando se reúnen unos cuantos españoles sensibilizados por la miseria ideal de su pasado, la sordidez de su presente y la acre hostilidad de su porvenir, desciende entre ellos Don Quijote, y el calor fundente de su fisonomía disparatada, compagina aquellos corazones dispersos, los ensarta como en un hilo espiritual, los nacionaliza, poniendo tras sus amarguras personales un comunal dolor étnico. «¡Siempre que estéis juntos—murmuraba Jesús—, me hallaréis entre vosotros!»

      Sin embargo, los errores a que ha llevado considerar aisladamente a Don Quijote, son verdaderamente grotescos. Unos, con encantadora previsión, nos proponen que no seamos Quijotes; y otros, según la moda más reciente, nos invitan a una existencia absurda, llena de ademanes congestionados. Para unos y para otros, por lo visto, Cervantes no ha existido. Pues a poner nuestro ánimo más allá de ese dualismo, vino sobre la tierra Cervantes.

      No podemos entender el individuo sino al través de su especie. Las cosas reales están hechas de materia o de energía; pero las cosas artísticas—como el personaje Don Quijote—, son de una sustancia llamada estilo. Cada objeto estético es individuación de un protoplasma-estilo. Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes.

      Conviene, pues, que, haciendo un esfuerzo, distraigamos la vista de Don Quijote, y, vertiéndola sobre el resto de la obra, ganemos en su vasta superficie una noción más amplia y clara del estilo cervantino, de quien es el hidalgo manchego sólo una condensación particular. Este es para mí el verdadero quijotismo: el de Cervantes, no el de Don Quijote. Y no el de Cervantes en los baños de Argel, no en su vida, sino en su libro. Para eludir esta desviación biográfica y erudita, prefiero el título quijotismo a cervantismo.

      La tarea es tan levantada, que el autor entra en ella seguro de su derrota, como si fuera a combatir con los dioses.

      Son


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