Thespis (novelas cortas y cuentos). Carlos Octavio Bunge

Thespis (novelas cortas y cuentos) - Carlos Octavio Bunge


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para levantarse, aunque sin conseguirlo, saludando al retrato, entre burlón y respetuoso:

      —De todos modos, don Fernando, os agradezco en el fondo de mi alma vuestra bendición. Y me despido hasta mañana, porque ya es tarde y me voy a dormir. ¡Buenas noches... o buenos días!

      Los labios de don Fernando parecieron desplegarse en el retrato, mientras en la misma habitación decía vagamente una voz engolillada:

      —Dios te ayude, hijo mío.

      Al oír esta voz, estremeciose Pablo, alarmado.

      —Debo de tener fiebre—pensó.—Decididamente, esta vida que llevo es antihigiénica para cualquiera, y más para mí, que pertenezco a una familia de guerreros y de ascetas, es decir, de nerviosos. Estoy fatigado por las preocupaciones y el trabajo. Me siento medio neurasténico... Es preciso que mañana mismo haga mis maletas y me dé una vuelta por Roma o por París, para reponerme.

      Quiso levantarse otra vez, y le faltaron fuerzas. Quedó así clavado, siempre en su sillón, agitándolo extraños e indefinibles presentimientos...

      De las tres bujías que alumbraban la estancia, apagose una, ya consumida... Al disminuir la luz, Pablo dirigió una mirada a los retratos que colgaban en los muros, y vio que todos, hombres y mujeres, lo miraban y sonreían cariñosamente, como saludándolo. El único que no le hiciera manifestación alguna de simpatía era la efigie de un dominico, fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II. La adusta rigidez de este fraile, que permanecía tal cual fuera pintado hacía siglos, infundió a Pablo todavía mayor temor que las sonrisas y los movimientos de las demás figuras...

      Junto al fraile estaba el retrato de su hermana doña Brianda, la esposa de don Fernando, en un traje de terciopelo negro de severidad casi monástica. Y destacábase enfrente, atribuida al pincel del Tintoretto, la arrogante imagen del joven caballero gascón vizconde Guy de la Ferronière, que cayó prisionero del emperador en la batalla de Pavía. Embajador más tarde ante Carlos V, aunque por unas semanas, en rápida misión secreta, habíase enamorado y casado con una española, doña Bárbara de Aldao. De cuyo matrimonio naciera doña Mencía, la que fue segunda duquesa de Sandoval, por casarse con el primogénito de don Fernando y doña Brianda. Doña Bárbara, doña Mencía y su esposo y demás ascendientes de ese tronco no estaban representados en la galería del salón. En cambio, hechizaban los ojos de demonio de un ángel pintado por Goya. Este ángel era una mujer descendiente de los nombrados, tía-tatarabuela de Pablo, llamada doña Inés de Targes y Cabeza de Vaca, dama admirable que trastornaba los afeminados corazones de los palaciegos de Carlos IV y María Luisa. Diz que el mismo príncipe de la Paz se enamorara de ella, y que el rey, a pesar de las insinuaciones de la reina no llegó nunca ni a fruncir el ceño ante su triunfante belleza. Al verla, Pablo no pudo menos de sonreír con intensa ternura, lo que tal vez no le ocurriera desde que profesara su hermana...

      Pasándose largas horas, bajo la escasa luz de la última bujía que duraba encendida, acabó el joven por familiarizarse con el raro caso de aquellas figuras que se movían y hasta hablaban...

      —Vamos, yo os agradezco vuestros saludos—les dijo,—y os invito a que bajéis de vuestros cuadros, a tomar conmigo una copa de vino Oporto. Lo tengo bastante bueno, del que olvidara en la bodega mi tío, que en paz descanse. Esto os reconfortará y servirá de distracción. Pues debéis sentiros un tanto aburridos de estaros quietos tantos años y hasta siglos colgados de las paredes...

      —Aceptamos—repuso en seguida don Fernando.

      —Todo sea a la mayor gloria de Dios—dijo fray Anselmo, el dominico.

      —«C'est gentil!»—exclamó el vizconde de la Ferronière.—«J'en meurs pour le bon vin du Porto, et de Bourgogne aussi.» ¡Gracias, gracias!

      —Has tenido una piadosa idea, mi querido nieto, digna de la generosa hospitalidad de tus abuelos—articuló la voz de doña Brianda.

      Y doña Inés nada dijo, pero sonrió con tal encanto a su sobrino-nieto, que su sonrisa era una flecha de amor...

      Recibida con tanto gusto la invitación, Pablito se adelantó hacia su noble antepasado don Fernando, tendiéndole la mano para que descendiese el primero. El anciano tomó formas corpóreas, y saltó del cuadro al suelo con la agilidad de un hombre acostumbrado a los hípicos ejercicios de combate. Su joven descendiente, con una rodilla en tierra, le besó la velluda y callosa diestra, que midiera su fuerza alguna vez con el mismo Francisco I.

      Luego ayudó al inquisidor, quien, materializado a su vez, se persignó y masculló alguna oración en ininteligible latín.

      Doña Brianda, tocándole inmediatamente el turno, descendió con dificultad, por sus años y su respetable peso de matrona española. Hasta parece que se dislocó un poco el tobillo izquierdo, sin que el dolor le impidiera acomodarse el zapato con serio y recatado ademán, dando amablemente las gracias a Pablito.

      Al contrario, la bella doña Inés sólo apoyó ligeramente su mano en el hombro del joven duque, y saltó con tanto salero y coquetería, que el mismo gran maestre don Fernando hubo de sonreírle.

      Por fin, el vizconde de la Ferronière, tocando apenas y como por broma la cabeza de Pablo, bajó con la elegancia de un gimnasta. Riose francamente, y exclamó, luego, con marcado acento gascón:

      —«Mais, c'est drôle!» Ya se me había dormido la pierna derecha de estar tanto tiempo en la incómoda postura en que me puso en el lienzo ese «brigand» de Tintoretto. ¡Si estuviera aquí, ya le calentaría un poco las orejas!

      Altamente turbado, Pablo no sabía cómo hacer los honores de su casa... El vizconde intervino, muy oportunamente:

      —¿Y no nos habías ofrecido buen vino de «Bourgogne»... o de «Porto»?

      —Voy a buscarlo con el mayor gusto, si lo deseáis, caballero...

      —¡Eh! Yo no soy español. Puedes tutearme, muchacho. Los franceses, entre iguales, nos tratamos como iguales.

      Dejando instalados a sus extraños huéspedes, todos como en cuerpo y alma, bajó Pablo a la bodega, y volvió al rato con copas de cristal y botellas cubiertas de polvo y telaraña. Estaba pálido y tembloroso, pues en el estado de sobreexcitación en que se hallaba, habíale asustado como espectros un par de lauchas que corrieran en la obscuridad de la bodega.

      —Vamos, tranquilízate, «mon cher»—le dijo el gascón.—¿Te han aterrorizado las ratas del sótano? En mi tiempo, los jóvenes eran más animosos. Cuando yo tenía quince años...

      —Dejad vuestra historia para otro momento, vizconde, si os place. Ahora beberemos—interrumpió con serena autoridad don Fernando.

      —Tenéis razón, querido consuegro. Bebamos a la salud del último duque de Sandoval.

      Y el mismo gascón descorchó las botellas y sirvió a los presentes con gallarda alegría. Entonces pudo ver Pablo que las cinco visitas habían tomado completa posesión de su casa. Encendidas nuevas luces, estaban diseminadas por la sala, en familiares posturas y cómodos sitiales. El único que permanecía en un rincón, fosco y como inspirado, era fray Anselmo.

      —Yo me siento aquí tan a «mon aise», como si estuviese «chez moi»—decía el gascón.—Siempre me encontré bien en España, porque si los españoles son un poco orgullosos, también son valientes, valientes como los mismos franceses. ¡Y nunca vi mujeres más lindas que las de España!—Doña Inés agradeció con su mejor sonrisa, mientras proseguía el vizconde:—¡Sobre todo, que las mujeres de España cuando tienen también su poquito de sangre francesa, como mi nieta doña Inés!

      —No seáis adulador, vizconde—repuso ésta, irónicamente.—Tal vez si me vierais bajo mi estatua yacente que está en la catedral de Ávila...

      —Estos franceses—murmuró doña Brianda, con la severidad de una dueña,—más que galantes, parecen deschabetados.

      —El hecho es—dijo don Fernando a Pablo, como para cortar la conversación,—que


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