Thespis (novelas cortas y cuentos). Carlos Octavio Bunge

Thespis (novelas cortas y cuentos) - Carlos Octavio Bunge


Скачать книгу
casa, joven duque, sino para cumplir un designio de Dios. Él nos dio la vida, Él nos la quitó, Él nos la devuelve hoy. No somos más que instrumentos de su Voluntad omnipotente, que acaso nos llama a cumplir una grande acción en su pueblo predilecto, el reino católico.

      —Amén—agregó doña Inés, más devota que burlona.

      —Para servir mejor a mi Dios—continuó el fraile,—permitidme que me retire a mi habitación... No tenéis por qué incomodaros acompañándome, joven duque; yo conozco el aposento que me destináis y puedo ir solo y abrirlo, con la gracia de Dios, llave que abre todas las puertas. Buenas noches.

      —Buenas noches, padre—repuso a coro la compañía.

      Y fray Anselmo se retiró, haciendo sonar entre sus magros dedos las gruesas cuentas negras del rosario que pendía en la cintura de su hábito blanco.

      —Es uno de los más preclaros varones de nuestra casa, un verdadero santo—exclamó con unción doña Brianda.

      —¿Está limpia y ventilada la habitación que se le destina?—preguntó zumbonamente el gascón.

      —Hace algún tiempo que no se abre...—repuso Pablo.

      —Algún tiempo... un par de añitos, por lo menos... Pues en tal caso, si el fraile pasa la noche de rodillas, «saperbleu!», se va a ensuciar su hábito blanco, y cuando vuelva al retrato, dará asco.

      Doña Inés lanzó una alegre carcajada; doña Brianda estiró su labio con una mueca de desdén y de fastidio...

      —Tantas veces os dije, vizconde—observó don Fernando,—que en España no debéis nunca burlaros o hablar ligeramente de sacerdotes y cosas de religión...

      —Sois insufrible, caballero—aseguró a Guy doña Brianda.

      —¿Cuándo aprenderéis a estaros con juicio?—preguntole el primer duque de Sandoval.

      —¿Cuándo? ¿Y todavía me lo preguntáis? ¿No me he pasado tres siglos quieto, quietecito, colgado siempre de la pared, sin moverme, sin pediros en préstamo ni un maravedí, mi querido consuegro, sin haceros una guiñada, «sage comme une image»? ¡Bien sabéis que muchas veces me ha picado la nariz, porque se paraba una mosca encima, y que ni a escondidas he desprendido la mano de la cintura para rascarme!

      —Lo cierto es que mi abuelito el vizconde—intervino graciosamente doña Inés—debe haberse aburrido de lo lindo en su cuadro, habiendo llevado antes una vida tan divertida en Gascuña, en París y hasta en Toledo. ¿Os distraíais recordando vuestras aventuras?

      —A veces, cuando no flechaba el corazón de la respetable matrona que tenía en frente—repuso Guy, aludiendo a doña Brianda.

      —Estáis faltando a una dama... ¡y a una dama de vuestra familia!—clamó indignada la aludida.

      —Pensad más bien en vuestros pecados, vizconde—dijo gravemente don Fernando,—para que Dios os perdone en el día del juicio final.

      —Felizmente, don Fernando, todavía llevo la espada al cinto para pelear al Demonio si se atreve conmigo—repuso gallardamente el gascón, desnudando su toledano estoque y acometiendo con él a un enemigo invisible... Cuando lo volvió a envainar, agregó, decidor:—Pero es ridículo que no aprovechemos estas cortas vacaciones y que, mientras pudiéramos divertirnos, nos quedemos aburriéndonos aquí, con las solemnes caras de tontos que teníamos en los retratos... ¡Bebamos por mis pecados!

      —¡Por vuestros pecados!—exclamó indignada doña Brianda.

      —No, por el perdón de los pecados de abuelito el vizconde—intercedió seductoramente doña Inés.

      —Vamos, perdonadme, oh duquesa, mi ilustre consuegra, por el amor de nuestros hijos—solicitó galantemente Guy de la Ferronière a doña Brianda, que, en prueba de su buena voluntad, le tendió la mano para que la besara.—Bastante reñimos ya en el siglo xvi, para que volvamos a las andadas. La cosa no nos divertiría ahora, porque ya no tiene novedad. ¿No es cierto?

      Suspiró doña Brianda dignamente, por única respuesta. Y todos bebieron después; todos menos uno, el anfitrión, pues no le alcanzaron las copas, habiendo él roto dos, de puro nervioso, al tomarlas para que sirviera el vizconde...

      —No os apuréis por eso, amado sobrino—díjole doña Inés, tendiéndole su propia copa, después de haber sorbido en ella dos o tres traguitos.

      Bebiose el joven el resto, y sintió mirando a su bella tía, que un fuego interno le abrasaba, como si el añejo Oporto fuera un filtro de amor.

      —Parece que nuestro querido sobrino no pierde el tiempo—observó maliciosamente el vizconde, refiriéndose a doña Inés y al joven duque.—Haznos los honores de tu casa, Pablo. Piensa que sentimos nuestros músculos un poco entumecidos de las posturas que nos dieron los pintores. Para desentumecernos nos vendría muy bien danzar un poco. ¿No tienes por acá un laúd?

      —¡Bailar! ¡Excelente idea!—interrumpió palmoteando doña Inés.—Ahí no sé por qué capricho, pues yo nunca amé la música ni supe tocar una nota, me ha puesto Goya un laúd sobre una consola, en el fondo de mi cuadro. ¡Tomadlo, vizconde, y tocadnos algo para que bailemos!

      Guy tomó en efecto el indicado laúd, sentose sobre una mesa y preludió unos bonitos acordes. Se formaron en seguida dos parejas, una de don Fernando y doña Brianda y la otra de doña Inés y Pablo, y pusiéronse a bailar pausada y alegremente. Sin saber por qué, Pablo pensó de pronto en la sorpresa que sufriría su hermana si pudiese verlo en tan curiosa compañía, ¡y en las caras que pondrían, si lo vieran, su confesor, y sus primos, y sus acreedores, y sus arrendatarios! Este pensamiento le causó tal alborozo, que se puso a reír como si le hicieran cosquillas.

      —Estáis alegre, sobrino—le observó doña Inés.

      —¿Cómo podría yo estar a vuestro lado, mi tía, sino contento con la felicidad de veros?

      El gascón, que había oído muy bien, intervino:

      —¿Qué decís?... ¡Más despacio, jovenzuelos! Hace apenas media hora que os tratáis... Esperad siquiera a estar solos, que faltáis al respeto a vuestros mayores.

      Y sin más ni más, tiró el laúd, levantose, dio dos o tres volteretas, y besó en las mejillas a doña Brianda y a doña Inés. Doña Brianda se limpió el beso con el pañuelo de encajes; pero doña Inés miró sonriendo amablemente a Pablo, como invitándole a que hiciera otro tanto... Todos, hasta la anciana duquesa, parecían de buen humor, y siguieron luego danzando y riendo... Mas de pronto, como convidado de piedra, se apareció en el dintel de la puerta la imponente figura de fray Anselmo. Y habló:

      —Vergüenza me da contemplaros y pensar que sois de mi sangre y de mi raza, ¡oh humanas criaturas! Tenéis apenas, por divina gracia, horas o días, de una vida especial, y en vez de aprovecharla en la oración y el recogimiento, armáis una batahola del infierno, interrumpiendo mis santas meditaciones. ¿No os dije que Dios nos llama a portentosa obra? Dejad de revolcaros en el fango de la concupiscencia y de la imprevisión, y seguidme a la capilla, que Jesús nos espera, con los brazos abiertos y tendidos.

      No sin echar antes una melancólica mirada al fondo desierto de sus respectivos cuadros, todos siguieron al fraile, como dominados por su ojo aquilino. Llegaron en solemne y lenta procesión, después de cruzar varios corredores, a la gótica capilla del palacio, que parecía aguardarlos con sus mortecinas luces encendidas. Se descubrieron. Entraron. Persignáronse. Y fray Anselmo subió al púlpito, desde el cual proclamó, con su calurosa palabra de vidente, la necesidad de extirpar en España hasta las últimas raíces de herejía, si se deseaba salvar el reino... Tan extraña y arrebatadora fue su elocuencia, que todos lloraron. Hasta el vizconde, si bien en su llanto parecía haber un poco de risa, porque durante el sermón, con un alfiler y una tirilla de papel que encontrara por casualidad en el suelo, había prendido una pequeña cola en las abultadas polleras de doña Brianda. Por suerte, nadie advirtió su impiedad, «nadie—diría fray


Скачать книгу