Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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6 EL ASALTO A MARACAIBO

       Capítulo 7 A LA CAZA DE SAM GULD

       Capítulo 8 FLECHAS, GARRAS Y COCINA

       Capítulo 9 LA FUGA DEL FLAMENCO

       Capítulo 10 EN PODER DEL ENEMIGO

       Capítulo 11 EL OLONÉS PROVIDENCIAL

       Capítulo 12 LA CAÍDA DE GIBRALTAR

       Los Pescadores de “Trépang”

       I—LA COSTA AUSTRALIANA

       II—LOS PESCADORES DE TRÉPANG

       III—LA PINTURA DE GUERRA DEL SALVAJE

       IV— LOS AUSTRALIANOS

       V—EL ASALTO NOCTURNO

       VI—LA ORGÍA DE LA TRIPULACIÓN

       VII—LOS DEVORADORES DE CARNE HUMANA

       VIII—EL GOLFO DE CARPENTARIA

       IX—EL NAUFRAGIO DURANTE EL HURACÁN

       X— EL HURACÁN

       XI—U N A I S L A D E C O R A L

       XII—EL ESTRECHO DE TORRES

       XIII—LOS PIRATAS DE LA PAPUASIA

       XIV—L A N U E V A G U I N E A

       XV—EL ASALTO DE LOS COCODRILOS

       XVI—LA CABAÑA AÉREA

       XVII—ENTRE LAS FLECHAS Y EL FUEGO

       XVIII—LA CAZA DE LAS TORTUGAS

       XIX—LOS ÁRBOLES DE SAGÚ

       XX—LOS BOSQUES DE LA PAPUASIA

       XXI—EL BABIRUSSA

       XXII—LA VENGANZA DE LOS PAPÚES

       XXIII—LOS PRISIONEROS

       XXIV—EL JEFE URI-UTANATE

       CONCLUSIÓN

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      En la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba a Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada en el mar de la Malasia, a pocos centenares de kilómetros de las costas occidentales de Borneo.

      Empujadas por un viento irresistible, corrían por el cielo negras masas de nubes que de cuando en cuando dejaban caer furiosos aguaceros, y el bramido de las olas se confundía con el ensordecedor ruido de los truenos.

      Ni en las cabañas alineadas al fondo de la bahía, ni en las fortificaciones que la defendían, ni en los barcos anclados al otro lado de la escollera, ni en los bosques se distinguía luz alguna. Sólo en la cima de una roca elevadísima, cortada a pique sobre el mar, brillaban dos ventanas intensamente iluminadas.

      ¿Quién, a pesar de la tempestad, velaba en la isla de los sanguinarios piratas? En un verdadero laberinto de trincheras hundidas, cerca de las cuales se veían armas quebradas y huesos humanos, se alzaba una amplia y sólida construcción, sobre la cual ondeaba una gran bandera roja con una cabeza de tigre en el centro.

      Una de las habitaciones estaba iluminada. En medio de ella había una mesa de ébano con botellas y vasos del cristal más puro; en las esquinas, grandes vitrinas medio rotas, repletas de anillos, brazaletes de oro, medallones, preciosos objetos sagrados, perlas, esmeraldas, rubíes y diamantes que brillaban como soles bajo los rayos de una lámpara dorada que colgaba del techo. En indescriptible confusión, se veían obras de pintores famosos, carabinas indias, sables, cimitarras, puñales y pistolas.

      Sentado en una poltrona coja había un hombre. Era de alta estatura, musculoso, de facciones enérgicas de extraña belleza. Sobre los hombros le caían los largos cabellos negros y una barba oscura enmarcaba su rostro de color ligeramente bronceado. Tenía la frente amplia, un par de cejas enormes, boca pequeña y ojos muy negros, que obligaban a bajar la vista a quienquiera los mirase.

      De pronto echó hacia atrás sus cabellos, se aseguró en la cabeza el turbante adornado con un espléndido diamante, y se levantó con una mirada tétrica y amenazadora.

      —¡Es ya medianoche —murmuró— y todavía no vuelve!

      Abrió la puerta, caminó con paso firme por entre las trincheras y se detuvo al borde de la gran roca, en cuya base rugía el mar. Permaneció allí durante algunos instantes con los brazos cruzados; al rato se retiró y volvió a entrar en la casa.

      —¡Qué contraste! —exclamó—. ¡Fuera el huracán y yo acá dentro! ¿Cuál de las dos tempestades es más terrible?

      Se quedó un rato escuchando por la puerta entreabierta, y por fin salió a toda prisa hacia el extremo de la roca.

      A la rápida claridad de un relámpago vio un barco pequeño con las velas casi amainadas, que entraba en la bahía.

      —¡Es él! —murmuró emocionado—. Ya era tiempo. Cinco minutos después, un hombre envuelto en una capa que estilaba se le acercó.

      —¡Yáñez! —dijo el del turbante,


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