Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari
palideció.
—¡Trueno de Dios! —exclamó.
Haciendo un esfuerzo desesperado derribó la barricada, cortó con la cimitarra las ligaduras que sujetaban al comandante, cogió a Mariana en sus brazos, salió corriendo y subió a cubierta con la cimitarra entre los dientes.
La batalla estaba por concluir. El Tigre atacaba con furia el castillo de proa, en el cual se habían atrincherado unos cuarenta ingleses.
—¡Fuego! —gritó Yáñez.
Al oír este grito los ingleses, que ya se veían perdidos, saltaron en revuelto montón al mar. Sandokán se volvió hacia Yáñez, derribando con ímpetu a los hombres que lo rodeaban.
—¡Mariana! —exclamó, tomando en sus brazos a la joven—. ¡Mía, por fin!
—¡Sí, por fin, y esta vez para siempre!
En ese momento se oyó un cañonazo en alta mar. Sandokán lanzó un rugido.
—¡El lord! ¡Todo el mundo a bordo de los paraos! Sandokán, Mariana, Yáñez y los piratas abandonaron el buque y se embarcaron en los paraos, llevándose a los heridos.
En un abrir y cerrar de ojos se desplegaron las velas y los tres paraos salieron de la bahía dirigiéndose hacia alta mar.
Sandokán llevó a Mariana a proa, y con la punta de la cimitarra le mostró un pequeño bergantín que navegaba a una distancia de setecientos pasos en dirección de la bahía.
Apoyado en el bauprés, se distinguía la figura de un hombre.
—¿Lo ves, Mariana? —preguntó Sandokán.
—¡Mi tío! -balbució ella.
—¡Míralo por última vez!
—¡Ah, Sandokán!
—¡Trueno de Dios! ¡Él! —exclamó Yáñez.
Cogió la carabina de un malayo y apuntó al lord. Pero Sandokán le desvió el arma.
—¡Para mí es sagrado! —dijo en tono sombrío.
El bergantín avanzaba con rapidez, pero ya era tarde; el viento empujaba velozmente a los paraos hacia el Este. -¡Fuego sobre esos miserables! -se oyó gritar al lord.
Sonó un cañonazo y la bala derribó la bandera de la piratería, que Yáñez acababa de desplegar.
El rostro de Sandokán se oscureció.
—¡Adiós, piratería! ¡Adiós, Tigre de la Malasia! —exclamó.
De pronto se separó de Mariana y se inclinó sobre el cañón de proa. El bergantín disparaba furiosamente verdaderas nubes de metralla. Sandokán no se movía. Súbitamente se levantó y aplicó la mecha. El cañón se inflamó y un instante después el palo trinquete del bergantín, agujereado en su base, caía al mar, aplastando la amura.
—¡Sígueme ahora! —gritó Sandokán.
El bergantín se detuvo, pero seguía disparando. Sandokán tomó a Mariana, la llevó a popa, y mostrándosela al lord, gritó:
—¡Mira a mi mujer!
Luego retrocedió, con los ojos torvos, los labios apretados y los puños cerrados.
—¡Yáñez, pon la proa a Java! —murmuró.
Y aquel hombre que no había llorado en su vida, prorrumpió en sollozos, diciendo:
—¡El Tigre ha muerto!
A
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