Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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después de algunos instantes de reflexión—. Por el momento dominaré mi ira y trataré de huir, pero ¡ay de ellos si intentan seguirme!

      A una orden de Sandokán el parao viró de bordo y se dirigió a las costas meridionales de la isla, donde había una bahía bastante profunda para alojar a la pequeña flotilla. Los otros dos paraos se apresuraron a seguir la maniobra, pues habían comprendido el plan de Sandokán. El viento era favorable, y había por tanto la posibilidad de que los barcos llegaran a la bahía antes de que despuntara el sol.

      —¡Eh, hermano! -dijo al poco rato una voz proveniente del segundo parao.

      —¿Qué pasa, Yáñez? —preguntó Sandokán.

      —Me parece que los cruceros se disponen a cortarnos el camino.

      —Entonces han notado nuestra presencia.

      —Eso temo, Sandokán. Te aconsejo que nos dirijamos mar adentro e intentemos el paso por entre el enemigo. Mira, se separan para dejarnos al medio. Quieren atacarnos en pleno mar.

      —¡Quieren batalla! —dijo Sandokán—. ¡Pues bien, la tendrán!

      Durante veinte minutos los tres veleros continuaron avanzando para huir de la encerrona. De pronto vieron que nuevamente viraban los cruceros.

      —¡Nos alcanzan! —exclamó Yáñez—. Son una corbeta y una cañonera.

      —¡Vete a tu camarote, Mariana! —dijo Sandokán—. Dentro de poco caerá una granizada de balas sobre el puente. En ese momento resonó un cañonazo y una bala horadó dos velas.

      —¡A tu camarote! —gritó Sandokán y cogió entre sus vigorosos brazos a Mariana y la llevó abajo.

      —¡No te alejes de mi lado! —suplicó la joven—. ¡Tengo miedo por ti, Sandokán!

      —¡Voy a enfrentar mi última batalla, a guiar una vez más a la victoria a los tigres de Mompracem!

      —¡Déjame estar junto a ti! ¡Yo te defenderé contra las armas de tus enemigos!

      —¡Me basto yo para arrojarlos al mar!

      El pirata se soltó de los brazos de Mariana y se precipitó por la escalera, gritando:

      —¡Adelante, mis valientes! ¡El Tigre de la Malasia está aquí!

      La batalla arreciaba por ambas partes. La cañonera había atacado al parao del portugués, pero llevaba la peor parte. La artillería de Yáñez la tenía muy a maltraer. Por ese lado la victoria no ofrecía dudas. Pero la poderosa corbeta se había echado encima de los paraos de Sandokán, haciendo estragos entre los piratas. La presencia del Tigre no pudo cambiar el resultado de la lucha.

      Era imposible resistir tanta metralla. Unos minutos más y los dos pobres paraos quedarían reducidos a la nada.

      Con una mirada, Sandokán comprendió la gravedad de la situación.

      Desenvainando la cimitarra, gritó:

      —¡Arriba, tigres, al abordaje!

      La desesperación centuplicaba las fuerzas de los piratas. Descargaron de un solo golpe los dos cañones y las culebrinas para limpiar de fusileros las amuras, y en seguida lanzaron las grapas de abordaje.

      A la cabeza de sus veinte seguidores, mientras Yáñez hacía saltar la cañonera de una granada en la santabárbara, Sandokán subió como un toro herido al abordaje sobre el puente del barco enemigo.

      Chocó contra los marineros y los rechazó hasta la popa, pero por la proa irrumpió otra columna de hombres guiados por un oficial, a quien Sandokán reconoció de inmediato.

      —¡Ah! ¿Eres tú, Rosenthal? —exclamó precipitándose sobre él.

      —¿Dónde está Mariana? —preguntó el oficial.

      —¡Tómala! —gritó Sandokán.

      Con un golpe de cimitarra lo derribó y, arrojándose encima de él, le hundió el kriss en el corazón. Pero casi en el mismo momento recibió un golpe de mazo en la cabeza, haciéndolo caer.

      R

      Cuando volvió en sí, todavía medio atontado por el terrible golpe recibido, Sandokán se encontró encadenado en la bodega de la corbeta. Primero se creyó víctima de una pesadilla, pero el dolor que lo martirizaba, y sobre todo las cadenas que lo sujetaban, lo devolvieron a la realidad.

      —¡Prisionero! —exclamó apretando los dientes e intentando romper los hierros-. ¿Qué pasó? ¿Me vencieron otra vez los ingleses? ¡Condenación! ¿Qué será de Mariana? ¡Quizás esté muerta!

      Un tremendo espasmo le oprimió el corazón.

      —Mariana! —gritó desesperado—. ¡Yáñez, mi buen amigo! ¡Inioko! ¡Tigres! ¡Nadie contesta! ¿Han muerto todos? ¡No, es imposible! ¡Sueño, o estoy loco!

      Miró con espanto a su alrededor.

      —¡Todos muertos! —exclamó con angustia—. ¡Solamente yo sobrevivo a tanto horror! ¡Mejor sería que hubiera caído yo bajo el plomo de esos asesinos y que me hubiera hundido con mi barco!

      Con un nuevo ataque de locura y desesperación se arrojó del entrepuente, sacudiendo con fuerza las cadenas y gritando:

      —¡Mátenme! ¡El Tigre de la Malasia ya no puede vivir!

      De pronto se detuvo al oír una voz que decía:

      —¡El Tigre de la Malasia! ¿Está vivo todavía el capitán?

      Sandokán miró en derredor.

      Una linterna, suspendida de un clavo, iluminaba escasamente el entrepuente, pero bastaba para distinguir a una persona. Descubrió una forma humana acurrucada cerca de la carlinga del palo mayor.

      —¿Quién habla del Tigre? —preguntó la voz. Sandokán se estremeció y un relámpago de alegría brilló en sus ojos. Aquella voz no le era desconocida.

      —¿Eres tú, Inioko? —balbuceó.

      —¿Aquí me conocen? ¡Entonces no estoy muerto! El hombre se levantó y sacudió sus cadenas.

      —¡Inioko! —exclamó Sandokán.

      —¡El capitán! —exclamó el otro.

      Cayó el pirata a los pies del Tigre, repitiendo:

      —¡El capitán! ¡Mi capitán! ¡Lo lloré por muerto! Inioko era el comandante del tercer parao. Como todos los dayacos, llevaba los cabellos largos y los brazos y piernas adornados con gran número de brazaletes de cobre y bronce. Al ver a Sandokán, lloraba y reía a un tiempo.

      —¡Vivo! ¡Qué felicidad que usted se libró de tanta matanza!

      —¿Es que han muerto todos los valientes que arrastré conmigo al abordaje?

      —¡Ay de mí, sí, todos!

      —¿Y Mariana? ¿Murió al hundirse el parao? ¡Dímelo, Inioko!

      —No, ella está viva.

      —¡Vive! -gritó Sandokán loco de alegría-. ¿Estás seguro?

      —Sí, mi capitán. Usted ya había caído, pero cuatro compañeros y yo resistíamos todavía, cuando vimos que los ingleses traían al puente de esta nave a lady Mariana. Lo llamaba a usted, mi capitán.

      —¡Maldición! ¡Y yo sin poder correr en su ayuda! ¿Sigue a bordo?

      —Sí, Tigre.

      —¿No la han transbordado a la cañonera?

      —La cañonera navega ahora bajo el agua.

      —¿La echó


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