Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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la corte de las Vides reducida a Carmen Agonde, dama de honor, Clodio Genday, consejero áulico, Tropiezo, médico de cámara, y Segundo, que bien podía ser el paje o trovador encargado de distraer a la castellana con sus endechas.

      Ardía Segundo en impaciencia febril, nunca sentida hasta entonces. Desde el día del coloquio en el limonero, Nieves rehuía toda ocasión de hallarse a solas con él; y el sueño calenturiento de sus noches, la angustia intolerable que le consumía era no pasar del fugitivo sí, que a veces hasta dudaba haber oído. No podía, no podía resistir el Cisne esta lenta tortura, este martirio incesante: menos desdichado si, en lugar de alentarle, Nieves le pagase con claros desdenes. No era el ansia brutal de victorias positivas lo que así le atormentaba: sólo quería persuadirse de que le amaban realmente, y que bajo el acerado corsé latía y sentía un corazón. Y era tal su locura, que cuando todo el mundo se interponía entre Nieves y él, le acometían violentos impulsos de gritar: —«Nieves, ¡dígame usted otra vez que me quiere!»—. ¡Siempre, siempre obstáculos entre los dos; siempre la niña al lado de su madre! ¿De qué servía estar libres de Elvira Molende, que desde la famosa centinela en la solana miraba al poeta con ojos entre satíricos y elegiacos? La marcha de la poetisa quitaba un estorbo, pero no resolvía la situación.

      Y Segundo sufría en su amor propio, herido por la reserva sistemática de Nieves, y también en su ambición amorosa, en su ardiente sed de lo imposible. Corría ya la primer decena de octubre; el ex—ministro, abatido y lleno de aprensión, hablaba de marcharse cuanto antes; y aunque Segundo contaba con colocarse luego en Madrid mediante su influjo, y volver a encontrar a Nieves, decíale infalible instinto que entre la persona de Nieves y la suya no existía otro lazo de unión sino la pasajera estancia en las Vides, la poesía del otoño, la casualidad de vivir bajo el mismo techo, y que si no consolidaba aquel devaneo antes de la separación, sería tan efímero como las hojas de la parra, que caían arrugadas y sin jugo.

      Despedíase de sus galas el otoño: se veía la rugosa y nudosa deformidad de las desnudas cepas, la seca delgadez de los sarmientos, y el viento gemía ya tristemente despojando las ramas de los frutales. Un día le preguntó Victorina a Segundo:

      —¿Cuándo hemos de ir al pinar, a oír cómo canta?

      —Cuando gustes, hija… Si tu mamá quiere que sea esta tarde…

      La niña sometió la proposición a Nieves. Es el caso que Victorina estaba, de algún tiempo acá, más pegajosa y sobona que nunca con su madre: apoyaba continuamente la cabeza en su pecho, escondía la mejilla en el cuello de Nieves, paseábale las manos por el peinado, por los hombros y, sin causa ni motivo, murmuraba con voz que pedía caricias:

      —¡Mamá… mamá!

      Pero los ojos de la mujercita en miniatura, entornados, de mirada ansiosa y amante al través de las espesas pestañas, no estaban fijos en su madre, sino en el poeta, cuyas palabras bebía la chiquilla, poniéndose muy colorada cuando él le dirigía cualquier chanza, o daba cualquier indicio de notar su presencia.

      Nieves, al principio, se resistió algo, alardeando de persona formal.

      —Pero quién te mete a ti en la cabeza…

      —Mamá, cuando Segundo dice que los pinos cantan… Cantan, mujer: no te quepa duda.

      —¿Pero tú no sabes… —murmuró Nieves, regalando al poeta una sonrisa con más azúcar que sal— que Segundo hace versos, y que los que hacen versos tienen permiso para… para mentir… un poco?

      —No señora —exclamó Segundo—: no enseñe usted a su hija errores; no la engañe usted. Mentiras son, generalmente, las cosas que en sociedad hablamos, lo que tenemos que pronunciar con la lengua, aunque nos quede dentro lo contrario; pero en verso… En verso revelamos y descubrimos las grandes verdades del alma, lo que entre gentes hay que callar por respeto… o por prudencia… Créalo usted.

      —Y di, mamá: ¿vamos hoy a eso?

      —¿A qué, hija?

      —Al pinar.

      —Si te empeñas… ¡Qué manía de chica! Y es que también me pica a mí la curiosidad de oír esa orquesta…

      Sólo tomaron parte en la expedición Nieves, Victorina, Carmen, Segundo y Tropiezo. Quedose la gente mayor fumando y presenciando la importante operación de tapar y barrar algunas de las primeras cubas para que se aposentase el mosto, ya fermentado. Al ver salir la comitiva, les dijo Méndez con tono de paternal advertencia:

      —Cuidado con la bajada… La hoja del pino, con estos calores, resbala, que parece que está untada de jabón… Dadles el brazo a las señoras… Tú, Victorina, no seas loquita, no corras por allí…

      Cosa de un cuarto de legua distaría el famoso pinar, pero se tardaban tres cuartos de hora lo menos en la subida, que era como al cielo, por lo pendiente, estrecha y agria, y a cierta distancia empezaba a alfombrarse de hoja de pino, bruñida, lisa y seca, que si facilitaría probablemente más de lo preciso el descenso, en cambio dificultaba el ascenso, rechazando el pie y cansando las articulaciones del tobillo y rodillas. Nieves, molestada, se detenía de vez en cuando, hasta que se cogió del rollizo brazo de Carmen Agonde.

      —¡Caramba… es de prueba este camino! ¡A la vuelta, el que no se mate no dejará de tener maña!

      —Cárguese bien, cárguese bien —decía la robusta mocetona—… Aquí ya se rompieron algunas piernas, de seguro… Esta subida pone miedo…

      Arribaron por fin a la cima. La perspectiva era hermosa, con ese género de hermosura que raya en sublimidad. Hallábase el pinar, al parecer, colgado encima de un abismo; entre los troncos se divisaban las montañas de enfrente, de un azul ceniciento que tiraba a violeta por lo más alto y remoto; mientras a la otra parte del pinar, la que caía sobre el río, el terreno, muy accidentado, formaba un rapidísimo escarpe, una vertiente casi tajada, si no a pico, al menos en declive espantoso; y allá abajo, muy abajo, pasaba el Avieiro, no sosegado ni sesgo, sino alborotado y espumante, impaciente con la valla que le oponían unos peñascos agudos y negros, empeñados en detenerle y que sólo conseguían hacerle saltar con epiléptico furor, partiéndose en varios irritados raudales, que se enroscaban alrededor de las piedras a modo de coléricas y verdosas sierpes imbricadas de plata. A los mugidos y sollozos del río hacía coro el pinar con su perenne queja, entonada por las copas de los pinos que vibraban, se cimbreaban y gemían trasmitiéndose la onda del viento, beso doloroso que les arrancaba aquel ¡ay! incesante.

      Los expedicionarios se quedaron mudos, impresionados por el trágico aspecto del paisaje, que les echó a los labios un candado. Sólo la niña habló; pero tan bajito como si estuviese en la iglesia.

      —¡Pues es verdad, mamá! Los pinos cantan. ¿Oyes? Parece el coro de obispos de La Africana… Si hasta dicen palabras… atiende… así con voces de bajo… como aquello de Los Hugonotes…

      Convino Nieves en que efectivamente era musical y muy solemne el murmurio de los pinos. Segundo, apoyado en un tronco, miraba hacia abajo, al lecho del río; y como la niña se aproximase, la detuvo y la obligó a retroceder.

      —No, hija… No te acerques… Es algo expuesto: si resbalas y ruedas por esa cuestecita… Anda, apártate.

      No ocurriéndoseles ya más que decir sobre el tema de los pinos, se pensó en la vuelta. Inquietaba a Nieves la bajada, y quería emprenderla antes de que el sol acabase de ponerse.

      —Ahora sí que nos rompemos algo, don Fermín… —decíale al médico—. Ahora sí que tiene usted que preparar vendajes y tablillas…

      —Hay otro camino —afirmó Segundo saliendo de su abstracción—. Por cierto que bastante menos molesto, y con menos cuestas.

      —¡Sí, vénganos con el otro camino! —exclamó Tropiezo, fiel a sus hábitos de votar en contra—. Aún es peor que el que trajimos.

      —Hombre, qué ha de ser. Es un poco más largo, pero como tiene menos declive, resulta más fácil. Va rodeando el pinar.

      —¿Me lo


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