Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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A la puerta misma del abogado, de entre la sombra que proyectaba el paredón contiguo, se destacó una mujer, en pelo, vestida con una bata vieja. Lo claro de la noche permitió a don Fermín ver sus facciones, y no sin trabajo reconoció a Leocadia, tal estaba la pobre maestra de desfigurada, mudada y envejecida. Se leía en su semblante la más viva ansiedad cuando preguntó al médico:

      —¿Y qué tal, don Fermín? ¿Cómo le va a Segundo?

      —¡Ah! Buenas noches, Leocadia… Sabe que al pronto no me hacía yo cargo… Bien, mujer, bien; no se apure. Hoy mandé que le diesen ya un pucherito y una sopa… No valió nada la cosa: una mojadura… Pero el rapaz es algo caviloso, y le entró tal tristeza y tal abatimiento, que pensé que nunca iba a volverle el apetito… En este tiempo hay que abrigarse: tenemos un día bueno y luego, cuando menos se piensa, carga el agua y el frío otra vez… ¿Y usted cómo lo pasa? Me dijeron que tampoco andaba buena… Hay que cuidarse, mujer.

      —Yo no tengo duda, don Fermín.

      —Pues más vale así… ¿Noticias del rapaz?

      —Allá por Orense… el pobre… No se acostumbra.

      —Ya se irá acostumbrando. Ya se ve… estaba hecho a los mimos… Vaya, Leocadia, abur. Váyase a su casa, mujer, váyase a su casa.

      Don Fermín se alejó, subiéndose la bufanda hasta la nariz. Aquella mujer estaba loca: ¡pues no le había dado poco fuerte el cariño! ¡Y qué deshecha, qué acabada en meses! Las viejas aún se enamoran más que las rapazas. El había estado prudente, muy prudente, en no contarle los planes nuevos de Segundo… ¡Era capaz de allanar la casa si tal supiese! No, silencio, silencio. En boca cerrada no entran moscas. Que lo averiguase por otro lado, por él no. Y con tan sanas ideas y honrados propósitos, Tropiezo llegó a la tertulia de Agonde, y al cabo de un cuarto de hora de sesión desembuchó la nueva. Segundo García se marchaba a América a probar fortuna. Así que sanase del todo, por supuesto… Iría a la Coruña a tomar el vapor.

      Fue ocasión propicia para que la tertulia en pleno lamentase una vez más el fallecimiento de don Victoriano Andrés de la Comba, protector y padre de todos los vilamortanos sin colocación, diputado útil y agente infatigable de la comarca… A vivir él, no se iría seguramente un muchacho de tanto mérito, un poeta —aquella noche toda la tertulia convenía en que Segundo tenía mérito y era poeta— a cruzar los procelosos mares en busca de una posición decente… Pero desde que le faltaba don Victoriano, Vilamorta carecía de eco en las regiones del favor y la influencia, pues el señorito de Romero, actual dueño del distrito, pertenecía a la raza de los diputados dóciles que no se imponen al Gobierno, que acuden a votar cuando se les llama, y se tasan a bajo precio, cotizándose apenas al de unos cuantos estanquillos y media docena de credenciales por legislatura… Agonde se desquitó aquella noche, espaciándose por el terreno de su conversación favorita, que era renegar del funesto influjo eufrasiano, culpable de que Vilamorta decayese y su juventud emigrase al Nuevo Mundo… El boticario expuso sus teorías: a él le gustaba que los diputados volviesen por el distrito: ¿de qué servían si no? Para él, el ideal del diputado era aquel famoso hombre político a quien el barbero del pueblo que representaba había pedido un destino, fundándose en que, por culpa del reparto de credenciales entre todas las personas de su posición del pueblo, no le quedaban ya parroquianos que afeitar, y se moría de hambre… En esto intervino el alcalde diciendo que él sabía de buena tinta que el señorito de Romero pensaba interesarse muy de veras por Vilamorta; lo confirmó el dulcero y algunos de los presentes, y promoviose un altercado que demostró de modo irrefragable que a diputado muerto no hay amigos, y que el nuevo representante del país tenía ya en el mismo foco de los antiguos radicales combistas sus paniaguados y devotos.

       Capítulo 28

      El Cisne ha dejado su lago natal o mejor dicho, su charca: ha cruzado el Atlántico en alas del vapor. ¿Volverá algún día? ¿Regresará con el rostro amarillento, el hígado estropeado, con algunos miles de duros en letras, guardados en la cartera, a concluir sus días donde los empezó, así como el buque desvencijado por las tempestades viene a recibir la última carena en el astillero en que fue construido? ¿Le sorprenderá a la entrada del continente joven ese temeroso mal antillano, verdugo de los íberos que tratan de emular a Colón conquistando a América, el vómito negro? ¿Se quedará por las zonas tropicales arrastrando coche, unido en matrimonial vínculo con alguna criolla? ¿Llegará a presidir cualquiera de esas repúblicas minúsculas, donde los doctores son generales y los generales doctores? ¿Se curarán sus melancolías al salitroso beso del aura marina, al contacto de tierras vírgenes, al duro acicate de la necesidad que, empujándole a la lucha, le dirá: trabaja?

      Acaso algún día narrará la historia las metamorfosis del Cisne, su odisea y sus vicisitudes; sólo que es necesario que corran los años, pues aún fue ayer, como si dijéramos, cuando salió de Vilamorta Segundo García, dejando a la maestra de escuela hecha un mar de lágrimas. Y esto de la maestra es el único cabo suelto de la crónica del Cisne que en la actualidad podemos recoger.

      Mucho dio que hablar Leocadia en Vilamorta. Estaba enferma, según unos; según otros, arruinada; y según bastantes, no muy cabal de juicio. Viéronla rondar la casa de Segundo varias noches, durante la enfermedad del poeta; se aseguraba que había vendido sus bienes, y que tenía su casita hipoteca da a Clodio Genday; pero lo más extraño de todo, lo que acerbamente se censuraba, era el abandono en que dejaba a su hijo, después de haberlo cuidado y mimado tanto de pequeño, no yendo a verle ni un solo día a Orense, al paso que la vieja Flores iba sin cesar y a cada paso daba peores nuevas del chiquillo: que se consumía, que echaba sangre por la boca, que se moría de tristeza… que no duraría un mes… Leocadia, al oírlo, dejaba caer la barba sobre el pecho, y algunas veces se movían convulsivamente sus hombros, como si sollozase… Por lo demás, solía aparecer tranquila, aunque muy callada, y sin la actividad habitual en ella. Ayudaba a Flores en la cocina, atendía a las niñas de la escuela, barría, todo lo mismo que un autómata, y Flores, que la espiaba cruelmente para tomar nota de sus distracciones, se complacía en gritarle:

      —Mujer, has dejado sucio este lado de la sartén… Mujer, no has cosido el roto de la saya… Mujer, ¿en qué piensas? Hoy voy a Orense; tienes tú que cuidar del puchero…

      A fines del verano, Clodio pidió los réditos de su empréstito, y Leocadia no pudo pagarlos; por lo cual se le anunció que el acreedor estaba en su derecho al reclamar la finca previos los trámites legales. Fue aquel un golpe terrible para Leocadia.

      Acontece a veces que un prisionero, insigne personaje, rey quizá, confinado por reveses de la suerte en estrecha mazmorra, despojado de sus grandezas, privado de cuanto constituía su dicha, pasa años sobrellevando con resignación sus males, aunque abatido, sereno… Y si un día, por un refinamiento de crueldad de los carceleros, se le quita a ese resignado preso un dije, un objeto, una fruslería con la cual llegó a encariñarse… el dolor contenido se desborda y sobrevienen los extremos de la desesperación. Algo parecido le sucedió a Leocadia, cuando supo que era preciso abandonar para siempre aquella casita amada, donde había pasado con Segundo horas únicas en su existencia; aquella casita dirigida por ella, reconstruida con sus ahorros; aquella casita limpia y primorosa ayer, todo su orgullo…

      Flores la oyó muchas noches llorar a gritos; pero cuando alguna vez, movida a compasión involuntaria, entró la vieja a preguntarle qué sucedía, o si quería algo, Leocadia tapándose con la ropa solía responderle en voz sorda: —No tengo nada… mujer, déjame dormir… ¡Ni dormir me dejas!

      Mostró aquellos días gran versatilidad e hizo mil planes; habló de irse a vivir a Orense, dejando la escuela y poniéndose a coser en casa; habló también de aceptar las proposiciones de Clodio Genday, que habiendo despedido a su criadita moza, no se sabe por qué, ofrecía a Leocadia tomarla de ama de llaves, con lo cual se quedaría en su propio domicilio, eliminando por supuesto a Flores. Todas estas resoluciones duraron breve tiempo, y fueron desechadas para adoptar otras no menos efímeras; y con la serie de proyectos y cambios, el tiempo se apresuraba y Leocadia se hallaría pronto sin asilo.

      Un día de feria salió Leocadia


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