Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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postrera, la más poderosa, la que ni vence la razón, ni borran los años, ni puede cambiar de objeto; la que hinca sus garras en las entrañas y no suelta la presa sino cuando ya la ha matado.

      Y tenía esta pasión tan extraño carácter, que siendo insaciable, volcánica, desesperada, lejos de dictar a Leocadia actos de violencia y arrancarle rugidos de leona, le inspiraba una abnegación y generosidad sin límites, suprimiéndole por completo el egoísmo. Horribles habían sido para ella los días del verano, las vendimias, todo el tiempo en que apenas veía a Segundo, en que le constaba que no se acordaba de ella, que se consagraba a otra mujer; ¡y sin embargo, ni salió de su boca una palabra de celos, ni un reproche, ni le pesó de haber dado a Segundo el dinero; y al ver al poeta era su alegría tan franca, tan grande, que borraba como por magia todos los sufrimientos y los compensaba con creces!

      Ahora existía un motivo más para que ella se desviviese por el poeta. Tampoco él andaba bueno. ¿Qué le dolía? Ignorábalo él mismo. Mal del espíritu, nostalgia, murria, ahogo producido en sus pulmones de soñador por el mezquino ambiente que respiraba… Constante inapetencia, negra melancolía, el estómago fatigado, los nervios como cuerdas de guitarra… Y no era su pasión por Nieves como la de Leocadia, de esas que absorben el ser todo, interesan el corazón, atenacean la carne y subyugan el alma; Nieves sólo vivía en su cabeza, en su amor propio, en sus facultades líricas, en sus desvaríos románticos, generadores eternos de la ilusión. Nieves encarnaba en forma visible, gentil y halagüeña, sus ansias de gloria, su ambición artística.

      Leocadia sirvió el ponche y el café, y como le temblaba la mano de placer y emoción, dejó caer el líquido hirviente, quemándose un poco: mas no hizo caso de la quemadura y siguió tan solícita, cuidando, como siempre, de que todo estuviese a la perfección. Para hablar con el poeta de algo que le agradase y divirtiese, le preguntó por el tomo de poesías que traía entre manos y debía extender su fama lejos de Vilamorta así que se imprimiese en Orense… Segundo no se mostró entusiasmado con tal perspectiva.

      —En Orense, mujer… en Orense… ¿Sabes que he mudado de idea? O lo imprimo en Madrid… o no lo imprimo: poco perderán con eso las musas españolas.

      —¿Y por qué no te gusta ya imprimirlo en Orense?

      —Verás… Le sobra razón a Roberto Blánquez, que me lo aconseja desde Madrid… Ya sabes que ahora Roberto está allá, empleado… Dice que las obras impresas en provincias no las lee nadie; que él ha visto el desprecio con que se miran allí las que traen pie de imprenta de fuera de la corte… Que además aquí tardan un siglo en imprimir un tomo, y salen plagados de erratas, y con una forma tan fea… En fin, que no gustan… Y para eso…

      —Pues a Madrid con el libro; ¿qué importa?

      —Chica… Roberto me asusta con los precios de las ediciones… Parece que la broma cuesta un ojo de la cara… No hay editor que compre versos, ni siquiera que vaya a medias con el autor…

      No contestó Leocadia, limitándose a sonreír. Tenía la salita aspecto de íntimo bienestar: aunque el invierno había despojado de sus encantos al balcón, poniendo amarillas las albahacas y mustios los claveles, allí dentro el gorgoteo de la cafetera, el vaho alcohólico del ponche, la quietud, el solícito cariño de la maestra, todo parecía templar y suavizar el ambiente. Segundo sentía apoderarse de su cuerpo un sopor grato.

      —¿Me das una manta de tu cama? —dijo a la maestra—. Hoy en mi casa no hay medio de descansar, mujer… Yo reposaría un poco aquí en este sofá.

      —Tendrás frío.

      —Estaré en la gloria. Anda.

      Leocadia salió y volvió arrastrando con gran esfuerzo un objeto pesado, enorme: un colchón. Después trajo la manta; luego, fundas. Total, una cama de veras. Para lo que faltaba, las sábanas no más… ¡Bah! También las trajo.

       Capítulo 24

      No vaciló Leocadia al día siguiente. Sabía ya el camino y fue derecha a casa del abogado. Este la recibió con el entrecejo fruncido. ¿Pensaban que fabricaba moneda? Leocadia ya no tenía bienes que empeñar; los que llevaba valían tan poca cosa… Si se resolvía a hipotecar la casa, él hablaría con su cuñado Clodio que tenía ahorros y ganas de una finca así… Leocadia exhaló un suspiro de pena. Sucedíale lo contrario que a los campesinos: ningún apego a los terrones; ¡pero la casita! ¡Tan limpia, tan mona, tan cómoda, hecha a su gusto!

      —Psh… con abonar el importe de la hipoteca… la recobra usted en seguida.

      Dicho y hecho. Clodio aflojó la mosca, lisonjeado con la esperanza de adquirir por la mitad de su valor un nido tan cuco, donde acabar su vida solterona. De noche, Leocadia pidió a Segundo que le enseñase el cuaderno de sus poesías y le leyese algunas. Hablábase mucho allí, con reticencias y alusiones trasparentes, de ciertas flores azules, de las voces de un pinar, de un precipicio y de otras varias cosas que bien entendía Leocadia no eran inventadas, sino que tenían su clave en pasados y para ella misteriosos acontecimientos. La maestra adivinó una historia de amor, cuya heroína sólo podía ser Nieves Méndez. Pero lo que no podía entender ni explicarse, era cómo estando ya la señora de Comba viuda y libre para premiar el amor de Segundo, no lo hacía inmediatamente… Los versos revelaban profundo desaliento, ardiente delirio amoroso y lían… A arrancarlas pronto. Todo era por bien del chico, por hacerle hombre, para que hoy o mañana…

      Celebró Leocadia dos o tres conferencias con Cansín, que tenía en Orense un primo, dueño de un establecimiento de paños; y Cansín, encareciendo mucho su alta influencia y la importancia del favor, dio a la maestra una carta de recomendación eficaz. Fue Leocadia a la capital, vio al patrón, y estipularon las condiciones de la admisión de Minguitos. Le mantendrían, le lavarían la ropa, y le harían algún traje de los retales de paño que quedasen por el almacén… Pagar no le pagarían nada, hasta que supiese bien el oficio, allá a la vuelta de un par de años… ¿Y era muy jorobado?, porque eso le gusta poco a la clientela… ¿Y era honradito? Nunca le había cogido a su madre dinero de los cajones, ¿verdad?

      Leocadia volvió con el alma empapada en acíbar. ¿Cómo se lo decía a Minguitos y a Flores? ¡Sobre todo a Flores! Imposible, imposible: armaría un escándalo que alborotase a la vecindad… Y había prometido llevar a Minguitos sin falta a su puesto el lunes próximo… Ideó una estratagema. Afirmó que estaba en Orense una parienta suya, y que le llevaba el niño para que le conociese: pintó la expedición con risueños colores, a fin de que Minguitos creyese que iba a divertirse… ¿No tenía ganas de ver otra vez a Orense? Pues es un pueblo magnífico: ella le enseñaría las Burgas, la Catedral… El niño, con su horror instintivo a los sitios públicos, al trato con hombres, meneaba tristemente la cabeza; y en cuanto a la vieja criada, como si algo rastrease, estuvo furiosa toda la semana. Cuando llegó el domingo y se metieron madre e hijo en el coche, al subir al estribo, Flores se arrojó al cuello de Minguitos y le dio un abrazo trémulo y senil de abuela chocha, babándole el rostro con el besuqueo de sus arrugados labios… Después se pasó el día sentada en el umbral de la casa, murmurando en alta voz palabras de sorda cólera o de cariñosa lástima, apretándose la frente con ambas manos, en desesperado ademán.

      Leocadia, ya en el coche, trató de convencer a su hijo y le describió la buena vida que le esperaba en aquel precioso establecimiento, situado en lo más céntrico de Orense, tan entretenido, donde tendría poco trabajo y la esperanza de ganar, hoy o mañana, algún dinerito suyo… A las primeras palabras, el niño fijó en su madre los ojos atónitos, en los cuales, poco a poco, la inteligencia se abrió paso… Minguitos solía comprender a media palabra. Bajó la cabeza y, arrimándose a su madre, se recostó en su regazo. Como callaba, Leocadia le preguntó:

      —¿Qué tienes? ¿Te duele la cabeza?

      —No… déjeme dormir así… un poquito… hasta Orense.

      Permaneció, en efecto, quieto y callado y, al parecer, dormido, acunado por el traqueteo del coche y el ruido ensordecedor de los cristales. Al llegar a la ciudad, Leocadia le tocó en el hombro:

      —Ya


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